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Él no me contó lo que le respondió, pero no volvió a llevarle comida a la habitación.

Dos días más tarde, papá compró un collar de cuentas de coral para ella en Ponda, pero Sofía no quiso ponérselo. Más tarde, esa misma semana, tampoco consiguió convencerla para que aceptara un frasco de perfume de jazmín que procedía directamente de Ceilán.

Ninguno de los regalos de papá sirvió para nada, pero no le culpó de sus errores de juicio, ni por la manera de avanzar a tientas entre una aparente oscuridad; su bienamada Sofía era tan desafiante como infeliz, y la frágil brújula que él siempre había tenido en el corazón ya no era capaz de encontrar el norte que era su hija.

Por la frialdad con la que ella recibía todos esos intentos, al parecer mi hermana había decidido -quizá de forma honorable- que si no podía tener lo que más deseaba, rechazaría cualquier cosa que viniese de él. A mí me parecía que no había cambiado mucho respecto a la niña que se negaba a jugar con otros niños o a conocer a extraños. En ese momento yo ya era mayor y me daba cuenta del carácter tan fuerte que tenía; a su manera testaruda era más poderosa que cualquiera de nosotros. A pesar de todas las amistades que había estado cultivando durante los últimos años, nunca llegó a darse cuenta de que con un gesto de conciliación -tan insignificante como un beso- podía conseguir más que bloqueándose de ese modo.

Una noche, a la hora de acostarse, empezó a reñir de forma brutal con papá porque éste le había dado al ama de cría, Kiran, dos de los saris de nuestra madre en lugar de guardarlos para su dote. La discusión hizo llorar a papá, que le confesó con una voz de arena del desierto que estaba exhausto.

– Hace unas noches soñé que nos ahogábamos juntos -le dijo a mi hermana-. Podía ver los minaretes de Constantinopla a lo lejos, pero no podíamos alcanzarlos. Por lo que si éste es el único modo de salvarnos…

Papá le dijo con voz grave y dubitativa que permitiría que la boda se celebrara al cabo de seis meses si Wadi demostraba su lealtad y afecto por ella durante ese tiempo.

– Y si permite que continúes siendo judía, al menos en secreto -añadió solemnemente-. Aunque en mi opinión creo que deberíais esperar al menos un año.

Desde mi habitación no pude evitar escuchar cómo le ofrecía esa concesión y quise darle mi apoyo corriendo hacia él para abrazarlo, pero la respuesta de Sofía me detuvo antes de tiempo.

– No esperaré -dijo mi hermana.

Ella debió de lanzarle una mirada desafiante, porque papá se marchó de casa sin mediar palabra. Yo salté por la ventana para no tener que hablar con Sofía y corrí tras él, que chapoteaba por nuestro jardín empapado por las tormentas, pero me hizo volver a casa. Sin aliento, desolado, me dijo:

– Ti, sé que quieres ayudarme, pero en mi estado sólo soy capaz de hablar con los muertos.

Jamás olvidaré la sensación de dejarlo allí, con las piernas salpicadas de lodo, abandonado a todo aquello que creía haber hecho mal durante su vida.

Quizás es inevitable que cada uno afronte sus pesares en soledad, pero deseaba tanto ayudarlo que me dolió resultar tan inútil. ¿Qué podemos hacer que realmente sirva de ayuda por nuestros seres queridos cuando pasan por momentos difíciles?

El rechazo de mi hermana ante un acuerdo tan justo me dejó perplejo durante varios días hasta que, una noche, cuando empezaba a dormirme, me di de narices con una nueva posibilidad: ¡estaba embarazada! En el caso de que fuera cierto, no me parecería tan extraño que quisiera casarse enseguida.

Fui de puntillas hasta su habitación y la llamé.

– ¿Ti? -respondió con un susurro-. ¿Eres tú?

– su voz sonó amable y yo lo agradecí con una sonrisa de alivio.

– Sí, ¿te he despertado? Lo siento.

– No, estaba despierta.

Me senté a los pies de su cama y le conté mis sospechas. Añadí también que no le diría nada a papá hasta que me diera permiso.

– Juntos encontraremos la manera de salir de esta trampa -le aseguré con voz fraternal.

Sofía se sentó. Ante la luz de mi vela, parecía un muñeco de sombras de alguna deidad vengativa; sus dedos eran cuchillas y sus ojos parecían empeñados en destruirme. Se había convertido en alguien a quien no conocía en absoluto.

– ¡Wadi tenía razón acerca de ti! -me espetó.

– ¿De qué estás hablando? -pregunté.

– Quieres creer que soy malvada. Siempre has querido ser tú el bueno. Yo era una chiquilla testaruda y ahora soy un monstruo. ¿Cómo has podido siquiera preguntarme algo así?

Durante los primeros días de esa guerra entre papá y Sofía, Nupi se escondía en la cocina y, cuando mi hermana alzaba la voz, se tapaba los oídos con las manos y cantaba oraciones a Lakshmi y a Devi con su voz monótona para mantener alejada la locura. Comíamos juntos a menudo en su pequeña mesa agrietada e intentábamos hablar sobre nimiedades.

– Sofía estiró demasiado sus medias y ahora se sorprende de que estén rasgadas -me decía Nupi.

La vieja cocinera creía que las chicas debían obedecer a sus padres hasta que se casaban, momento en el que el dominio pasaba a manos del marido.

– Pero puesto que hoy en día todo esto es un lío -añadió mientras negaba con la cabeza con aire taciturno-, tu padre no tiene más remedio que aceptar la boda sin más.

Le pedí que se lo contara a él.

– ¿Yo? No, ni hablar. -Me echó de su lado como si fuera un estorbo.

– Pero él respeta tu opinión.

– Puede que le diga algo cuando sea necesario, pero ese momento aún no ha llegado.

– ¿Y cuándo llegará?

– Cuando no me quede otra opción.

Fue así como Nupi mantuvo la boca cerrada y aprendió a hacer su trabajo sin que se notara su presencia. Incluso empezó a desatender su jardín de albahaca sagrado. Se quedaba de pie, con las manos en la cintura, e inspeccionaba las descuidadas plantas con gesto severo, como si lo único justo para ellas fuera sufrir junto al resto de nosotros.

Yo reconocía, por supuesto, que desde el punto de vista de Sofía su amor estaba lleno de trabas, mientras que todo iba a mi favor injustamente; por eso, después de sufrir durante unos diez días que su silencio mortal invadiese nuestro hogar, volví a hablar con ella. Mi hermana estaba quitando telarañas de las esquinas de su habitación, blandiendo la escoba como si fuera una espada. Desde la puerta, le dije que estaba pensando en preguntarle a papá si Wadi podría venir para una visita más larga de lo normal. De ese modo podría demostrarle a nuestro padre lo mucho que la amaba. Yo estaría fuera la mayor parte del tiempo durante su estancia para que ella y nuestro primo pudieran tener toda la atención de papá.

– Es imposible -me dijo Sofía fríamente.

– Pero ¿por qué?

Pasaba la escoba por el techo.

– Wadi lo ha prohibido.

– ¿Prohibido qué?

– Que ayudes.

– No lo entiendo.

Me miró con el ceño fruncido como si estuviera haciendo el tonto.

– Ya me has oído, Ti. Wadi no quiere tu ayuda.

– A juzgar por el tono de tu voz, tú tampoco -observé.

– No.

– Sofía, por favor, deja la escoba durante un minuto. Y date cuenta de cómo te estás comportando con papá antes de que sea demasiado tarde. ¿No ves lo injusta que eres con él?

Ella insistió con la escoba sobre una telaraña que había en la esquina de la repisa de la ventana sin responderme.

– ¿Vas a dejar que Wadi decida sobre todo lo que hagas? -le dije con tono de sorna.

– Ahora que ya no sois amigos, Wadi dice que tiene derecho a mantenerte al margen de su vida.

– Yo era tu hermano antes de ser amigo suyo.

Se dio la vuelta y bajó la escoba, la agarró de la manera habitual y puso la barbilla encima del mango. No pude evitar mirar si la barriga le había crecido durante la última semana. Me pareció que no.

– Lo quiero, Ti -dijo suavemente-. Lo quiero tanto que no tengo elección en lo que digo o hago. ¿Me entiendes? Lo siento, pero así son las cosas.