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Papá interrumpió la lectura un solo momento para decir que no le importaba. Cualquiera que no lo conociera habría podido pensar que lo decía de veras, pero apretaba los dientes y tenía los hombros tensos: todo indicaba que mi padre ya no conseguiría pensar en otra cosa en todo el día.

Sofía y Nupi volvieron a última hora de la tarde. Enseguida acorralé a nuestra vieja cocinera en el patio, y respondió a mi pregunta sin que tuviera que llegar a formularla siquiera.

– Ha llorado un poco de camino a la ciudad, pero ya estaba bien cuando hemos llegado allí. Se ha sentado sola en un puesto de comida. Ni siquiera la he visto dirigirle la palabra a nadie.

– ¿Te dijo por qué quería ir a Ponda?

– No, sólo me dijo que quería estar sola. La dejé allí sentada, a la pobre. Creo que necesitaba estar en algún sitio para pensar sin que la interrumpieran todo el tiempo. -Se llevó las manos a los oídos-. Siempre hay tanto ruido aquí…

– ¿Ruido? Mi padre y yo apenas hemos hablado con ella desde hace semanas.

– Ti, pocas cosas hacen tanto ruido como esta familia cuando guarda silencio.

Entonces Sofía empezó a acompañar a Nupi en todos sus recados. Un domingo volvió de Ponda con fiebre alta y temblores. Nupi dijo que había vomitado dos veces camino de casa y que había comido vainas de ocra que seguramente estaban en mal estado, pero papá estaba seguro de que era la guerra de silencio que estábamos librando lo que la había hecho enfermar. Trasladamos su cama junto al fuego y la cubrimos con mantas. Nupi se metió rápidamente en la cocina para hacerle una infusión de hojas de guayabo.

Papá se sentó con mi hermana mientras ésta bebía pequeños sorbos de un bol de terracota, le ponía una mano tras la cabeza y la miraba con ojos preocupados; casi no habían hablado en el último mes y allí estaba ella, enferma como lo había estado su madre antes de morir.

– No quiero más té -dijo finalmente Sofía con un gemido-, simplemente dejadme dormir.

Hizo una mueca de dolor antes de volver a acostarse.

– Sofía, ¿dónde te duele? -pregunté, pero no me respondió.

– Olvida tus problemas -susurró papá mientras le acariciaba el pelo-, y cuando te despiertes todo estará igual que antes de que empezáramos a discutir.

Ella se apoyó sobre un lado y le tomó la mano. Unos minutos más tarde, cuando empezó a respirar mejor, se acurrucó con las manos bajo la barbilla y las piernas flexionadas, como una niña, para volverse lo más pequeña posible. Papá fue a su habitación a buscar el anillo que le había dado y se lo puso en un dedo.

– La historia de nuestra familia la protegerá con esto -me dijo.

Después papá cogió su tallith, el pañuelo de oración, y se lo puso por encima de los hombros antes de empezar a rezar por ella. Pronto cerró los ojos, pero continuó rezando por ella durante el resto del día, ni siquiera paró para comer.

El estado de Sofía empeoró a pesar de los esfuerzos de papá. A la mañana siguiente, su pecho se movía tan poco al respirar que estábamos seguros de que estaba desapareciendo del mundo. Cuando se despertaba, hablaba como si ya estuviera lejos de nosotros. Sus ojos se habían agrisado -como si nos mirara a través de la niebla- y su rostro se volvió tan pálido que llegamos a pensar que estaba perdiendo sangre a causa de algún corte profundo, pero no tenía ninguna herida. Le dolía todo. Nupi le aplicó cataplasmas calientes en el pecho.

– He utilizado pimienta y albahaca -suspiró la cocinera dramáticamente cuando los olí; el tono de su voz dejaba claro que se trataba de una batalla a vida o muerte, que necesitaba el poder de las plantas más sagradas para salvar a su querida ahijada.

Papá y yo rezamos durante todo ese segundo día junto a la cama de Sofía. Nupi nos daba sopa de arroz y té bien cargado, y ofrecía flores y frutas a Sitala Devi -la diosa local del último esfuerzo- en su habitación. Pronto corrió la voz sobre nuestro infortunio. Los aldeanos de Ramnath venían a todas horas en visita de condolencia, descalzos y apesadumbrados, sin saber bien dónde poner los pies ni qué tocar por temor a la muerte. Yo asumí la responsabilidad de hacerlos entrar y salir rápidamente de la habitación en la que estaba la enferma, ya que mi padre no quería desviar la atención que le prestaba a su hija ni por un solo instante.

– Un abrir y cerrar de ojos es tiempo suficiente para que el Ángel de la Muerte vierta una gota de veneno en su boca y la envenene -me dijo.

Las amigas de Nupi vinieron desde Ramnath y Ponda, traían limas dulces, queso, mangos y cualquier otra cosa que creyeron que podíamos necesitar, hablaban con ella en el patio, en voz baja, sobre todas las inevitables tristezas que conllevaba la maternidad. Recuerdo haberlos visto con las manos juntas, pegadas al pecho, sentadas en círculo escuchándose las unas a las otras, como si formaran parte de una sociedad sin nombre cuya tarea consistiera en velar el lecho de muerte de sus niños. Sus ojos me obsesionaban hasta el punto de que aún lo hacen hoy en día; los sentía como pensamientos secretos que no pueden ser revelados, era como si me miraran a través de una ventana del corazón que sé que jamás seré capaz de cerrar completamente, no importa los años y los kilómetros que puedan separarnos a mi hermana y a mí.

Cuando se marchaban, las ancianas me ponían una mano en el pecho, como si quisieran asegurarse de que yo era de verdad, y me decían lo mucho que lo sentían, algo que sólo conseguía molestarme, ya que parecía como si ya hubieran tirado la toalla con Sofía.

«Tu pobre madre, y ahora ella», me parecía oírlas pensar.

Una mañana apareció dando voces por el jardín un grupo de mendigos harapientos, con los ojos vidriosos y la piel amarillenta, que apestaban a carne podrida. Habían oído que se les daría comida a cambio de que rezaran por la salud de mi hermana, pero Nupi no estaba de humor para aguantarlos. Arrojó dos sacos pequeños de arroz desde la puerta y los ahuyentó blandiendo un gran cuchillo de cocina a la vez que hablaba entre dientes mientras se iban.

– A veces pienso que nunca seré tan feliz como cuando ya no tenga que volver a hablar con un alma viviente -refunfuñaba Nupi.

Ese mismo día, al anochecer, oímos una risa socarrona en el jardín. Creyendo que los mendigos habían vuelto, me dirigí furioso hacia la puerta, pero sólo encontré a Jaidev -el santón del mercado del pueblo- a los pies de las escaleras de la veranda, cubierto de polvo de arcilla, con una guirnalda de alhelíes y caléndulas alrededor del cuello y un cálao enorme en el hombro que gritaba como si se hubiera propuesto despertar a toda la India. Ese impresionante pájaro medía más de un metro de altura, era negro y tenía las puntas de las alas de un blanco puro. Me miró con aire acusatorio, como si yo fuera la reencarnación de un antiguo enemigo.

Salí afuera, pero me mantuve a cierta distancia.

El sadhu se rió.

– No tengas miedo, Ti, Sujay no te hará nada, prefiere la fruta fresca.

– Da lo mismo, creo que ya le daré la mano otro día.

Jaidev entrecerró los ojos con preocupación. Su pelo blanco, brillante por el aceite de coco, le llegaba, enmarañado, hasta la cintura.

– He oído que Sofía tiene problemas -dijo.

– Sí, está gravemente enferma.

Se arrodilló para que Sujay pudiera saltar sobre la veranda. El animal dejaba caer el ala derecha penosamente mientras caminaba.

– ¿La tiene rota? -pregunté.

Jaidev asintió.

– Lo estoy alimentando, tengo esperanzas de que se recupere.

El santón se acercó a mí y me acarició la mejilla, con lo que me acecharon de golpe todas mis inquietudes acerca de Sofía. En sus brazos lloré por muchas cosas pero, sobre todo, porque no había conseguido proteger a mi hermana.

Jaidev y yo nos sentamos juntos, con su brazo enjuto alrededor de mi cintura. Olía a arcilla seca caliente, como si a su edad se estuviera convirtiendo en parte de la propia tierra. Le conté lo mal que habían ido las cosas. Mientras yo hablaba, él le daba al cálao nísperos que sacaba de una bolsa de tela que llevaba atada alrededor de la cintura. Una luz parpadeó en mi interior mientras observaba la generosa complicidad entre ellos dos. Era como si esa simple e improbable relación fuera un signo de esperanza; no sólo para mí, sino para el mundo entero.