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Cuando acabé de contarle los problemas de Sofía a Jaidev, éste señaló a Sujay.

– Creo que le rompieron el ala unos cazadores. No podía soportar ver cómo la arrastraba mientras mendigaba comida. Por eso ahora estamos juntos.

Dejamos a Sujay en el patio, donde el pájaro no pudiera dar problemas, y fuimos a ver a papá, que se había quedado dormido en su habitación. Quedó tan conmovido por la aparición de Jaidev que le besó las manos, algo que no le había visto hacer con ningún otro hombre. El sadhu se sentó junto a mi hermana, pasó sus dedos oscuros por encima de la cabeza de Sofía y, a continuación, entró en trance. Estuvo alejado del mundo durante casi una hora, quieto como una estatua y, entre tanto, papá y yo rezábamos. Cuando Jaidev se despertó de repente, dijo que Vishnu lo había llamado desde las aguas del Ganges.

– Me ha dicho que a Sofía aún no le ha llegado la hora -sonrió aliviado, pero también tuvo que secarse unas lágrimas.

– ¿Qué ocurre? -le preguntó papá.

– Veo mucho sufrimiento en mis viajes.

Para el camino de vuelta, le dimos al santón unas papayas maduras de uno de nuestros árboles.

– Imagina lo que es traer a ese pájaro inmundo hasta aquí -me dijo Nupi con la nariz levantada cuando ya se había ido, parando por un momento de limpiar lo que el pájaro había ensuciado a su paso-. A veces creo que el sadhu tiene tanto cerebro como un saltamontes.

Con las fuerzas renovadas por la seguridad con la que había hablado Jaidev, papá y yo volvimos a rezar por mi hermana. Sabía que con cada palabra luchaba no sólo por su vida, sino también por la mía, incluso por mi amor por Tejal. Y no obstante, Sofía no mejoró esa tarde. Por la noche me senté en la veranda para escuchar los sonidos de los pájaros del bosque, como si toda la India estuviera esperando noticias sobre su muerte.

Cuando me desperté a la mañana siguiente, vi que Sofía no estaba en su cama, y también que faltaba la manta de lana roja que había sido de mi madre. La almohada aún conservaba el hueco que había dejado el peso de su cabeza, pero estaba fría al tacto. Papá dormía en su cama con los extremos del pañuelo de oración agarrados con ambas manos, como si estuviera tocando las campanas en sueños en señal de advertencia.

Salí corriendo de la casa y me encontré a mi hermana sentada bajo una palmera que estaba en el límite de nuestro jardín, con la manta echada sobre los hombros. Tras un leve gesto de saludo, levantó una mano para agarrar la media luna -de un blanco escayolado a la luz neblinosa de la mañana- y fingió que se la metía en la boca para comérsela.

Esa mañana, papá miró a Sofía como si hubiese acabado de nacer; no quiso quitarle los ojos de encima mientras Sofía comía algo sólido por primera vez en varios días. Ella se reía con ganas cuando papá le quitaba trozos de chapatti. Incluso Nupi se sentó con nosotros cuando la hice venir a la mesa.

Yo era lo suficientemente joven para creer que el mundo había girado hasta quedar en la posición exacta en la que había estado antes de que empezaran nuestros problemas, pero papá pronto me hizo salir para confesarme que durante la enfermedad de Sofía había recibido una carta de su hermano que lo había llenado de temor. El tío Isaac le había escrito para contarle que había visto a Wadi paseando con Sara junto al río, y que probablemente no era la primera vez. Mi primo negó rotundamente ante su padre haber vuelto con Sara, pero Isaac era de la opinión que debíamos ser cautos. Puede que tuviéramos que preparar a mi hermana para afrontar lo peor.

– Wadi quiere que sepamos que hace lo que le da la gana -le dije a papá-. Sabe que Sofía se desvive por él. Está disfrutando del poder que tiene sobre nosotros, y también sobre ella.

Papá dio el que parecía ser el único paso sensato que podía dar: le escribió a su hermano para contarle que iría a Goa tan pronto como pudiera estar seguro de que Sofía se encontraba bien a fin de hablar del tema con calma. O bien intentaría llegar a un acuerdo sobre la fecha de su boda o -si Wadi, en efecto, se había enamorado- insistiría en romper definitivamente el noviazgo entre los dos.

Ni mi padre ni yo nos atrevimos a mencionar delante de nuestra hermana la duplicidad de Wadi. Tampoco se lo dijimos a Nupi; era tan mala actriz que sin duda habría acabado por revelarle alguna cosa.

En la siguiente carta que le envié a Tejal le conté nuestros planes y añadí que papá había prometido empezar las lecciones de la Torá con ella tan pronto como estuviéramos en Goa. Le envié la carta junto con una flor de té de java previamente secada y aplanada.

No creí que Sofía se daría cuenta de que algo iba mal, pero unos días más tarde vino de puntillas hasta mi cama y me dijo:

– Sé sincero conmigo, Ti. Papá aún no quiere que me case con Wadi, ¿verdad?

– Simplemente le gustaría que esperaras un poco, eso es todo.

– ¿Estás seguro?

– Por supuesto.

Me di cuenta de que no me creía.

– Sofía -le dije de modo tranquilizador-, vas a casarte con Wadi de un modo u otro, tarde o temprano, o sea que deja de preocuparte.

Le di unas palmadas en la mano y barrité como un elefante para animarla, pero no sonrió.

– Tendrás lo que quieres -le dije de forma convincente-. Y si podemos mantener esta calma durante unas cuantas semanas más, papá también tendrá lo que quiere.

No estaba seguro de creer en mis propias palabras, pero a los dos nos sonaron bien y a veces eso es todo lo que uno necesita para seguir adelante.

Sofía y yo nos asustamos mucho por su enfermedad, y su recuperación nos dejó a los dos algo aturdidos y ansiosos. Había tardes en las que no podíamos parar de reír, sin importarnos que Nupi nos mirara mal o saliera gritando de la cocina para perseguirnos. Cuando pienso en ello, me doy cuenta de que tuvimos una segunda oportunidad, otra edad dorada, y me siento agradecido por ello. Volvimos a ser niños, pero no pensábamos que hubiera nada malo en eso.

Una noche, papá se manchó los dedos preparando pato salvaje con salsa de granada para nosotros, el único plato que sabía cocinar. Sofía llevaba puesto el collar de coral que él le había dado, y le dijo que la comida estaba deliciosa, aunque la verdad es que el pobre pato parecía que hubiera muerto de sed en el desierto de Arabia.

Nupi decidió al día siguiente que debíamos airear la casa y limpiarlo todo para borrar cualquier vestigio de la presencia malvada que había hecho enfermar a Sofía. Papá se mofó de la idea, y aunque esa vieja mangosta testaruda accedió a no tocar nada, empezó a arrastrar sillas y felpudos a la mañana siguiente; montó tal barullo que todos nos despertamos y empezamos a ayudarla mientras farfullábamos nuestras quejas.

Una vez que lo tuvimos todo fuera de la casa -con la estatua de Shiva de mamá montando guardia en lo alto de los escalones de la veranda- Sofía le preguntó a papá si podríamos pintar su habitación. Él se la llevó bailando por todo el jardín al oír eso, ya que -como me diría más tarde- lo interpretó como un signo de que no nos abandonaría al cabo de poco tiempo y sin avisar para irse a vivir con Wadi a Goa.

Yo no estaba tan seguro.

Mientras Nupi sacaba el polvo de las cosas con el plumero y Sofía y yo hacíamos saltar nubes de polvo de los felpudos, Papá se marchó a Ponda con el carro y el asno. Dos horas más tarde volvió con dos sacos enormes de cal para blanquear la pared y varios sacos de pigmentos para nuestros colores. Pintamos la habitación de Sofía de amarillo azafrán, como si la bañara la luz del sol; la mía la pintamos de color verde oliva, con el techo rosa, los colores de un loro que me encantaba cuando era pequeño. Cuando llegamos a la habitación de Nupi, nos pidió a Sofía y a mí que le pintáramos los retratos de Sujay y Jaidev sobre un fondo azul intenso.