– ¡A la tía María no le gusta nadie! -exclamé-. Pero el tío Isaac y papá superarán sus objeciones. Tengo fe en papá. Te quiere más que a cualquier otra cosa.
Se pasó las manos por el pelo.
– ¿Recuerdas cuando te dije que quería escapar de mi propia piel? -preguntó-. Así es como me siento ahora. Sólo que ya soy adulta y ya no voy a cambiar.
Quise decirle: «Si quieres a Wadi y él te quiere a ti, nada malo puede ocurrir», pero estaba tan poco seguro de las intenciones de mi primo que no me atreví.
– Prometo ayudarte en lo que pueda -fue lo único que pude decir-. Todos hemos aprendido alguna lección de tu enfermedad.
Pensé que conseguiría que se sintiera más segura, pero en lugar de eso se puso a llorar, temblaba entre mis brazos como si le aterrorizara la esperanza de un final feliz.
Nupi nos mandó a la ciudad con un almuerzo de samosas y fruta, y una bolsa de pasteles de cardamomo con azafrán para el tío Isaac. Llegamos a Goa cuando se ponía el sol. Durante la cena, nuestra tía estuvo adorable con todos, parloteando sin parar, enfundada en un vestido de seda roja. Parecía un pinzón en su fuente favorita. Wadi, seguramente para seguirle la corriente, estuvo encantador y galante con Sofía. Yo apenas podía creerlo.
Una vez, me fijé en el reflejo de mi tía en el espejo dorado que había sobre la chimenea y, por un instante, me pareció oír que me decía: «No puedo ser otra cosa que la mujer que ves. A mí me parece bien así, o sea, que no esperes otra cosa».
Vi el reflejo de papá cuando fui hasta su lado de la mesa para coger el tarro de miel y aprecié que sus ojos me decían: «Los que siempre llevan una máscara creen que todo el mundo hace lo mismo que ellos, por eso temen lo que puede haber detrás de la tuya más de lo que puedas imaginar».
Mientras comimos no mencionamos ninguno de los temas de los que deberíamos haber hablado. No me importó, no obstante. La utilidad del subterfugio en cuestiones del corazón me resultaba cada vez más obvia.
Después del postre, Sofía fue a su habitación y se puso un elegante vestido azul con un cuello negro de volantes, un regalo reciente de nuestra tía. Entonces Sofía y Wadi dijeron que salían a dar un paseo. Papá tenía recelos acerca de que pasaran tiempo juntos antes de tener la ocasión de hablar con su hermano, pero mantuvo un diplomático silencio. En mi habitación del piso de arriba, me aposté tras las cortinas para observar los suspiros de la pareja ante la puerta principal, lo normal en el caso de una pareja de amantes que no se habían visto durante meses, pero Wadi parecía especialmente nervioso. Se me ocurrió que podría estar acosando a Sofía respecto a su boda.
Él llevaba una bolsa de piel colgada del hombro; papá me explicó justo antes de ir a dormir que contenía un libro de texto en latín -los comentarios sobre las Paradojas de los estoicos de Cicerón-, que se lo había prestado un amigo y que debía devolvérselo esa misma noche; pero supuse que no era más que una excusa para salir con Sofía más rato del que era apropiado.
Mientras me dormía, mi padre continuó hablando con mi tío, y por la mañana me contaría que hablarían con Wadi y con Sofía por separado esa misma noche. Cada uno de ellos tendría la ocasión de decir si era el matrimonio lo que deseaban realmente.
Era domingo, por lo que la tía María, Wadi y el tío Isaac fueron a misa temprano por la mañana. Mi tía salió con un palanquín lleno de brocados llevado por cuatro indios. Una vez solos en la casa, las sombras parecían acecharnos. Papá y Sofía apenas podían cruzar palabra de lo nerviosos que estaban. Una lluvia torrencial sólo consiguió que sintiéramos la soledad más intensamente, por lo que cuando el sol volvió a aparecer propuse ir a echar un vistazo a las carabelas que acababan de llegar de Lisboa. Isaac nos había dicho que habían apresado a un rey africano tan grande como Goliat en Angola, y que estaba a bordo de uno de los barcos. Sofía respondió que prefería quedarse en casa, y añadió que creía que debía permitirse a los africanos que se quedaran en su propio continente, lo cual podría haber sido una crítica velada a nuestro padre, que vino a la India, pero -por suerte- él no se lo tomó de ese modo. Papá no quería dejarla sola, pero temió que se sintiera vigilada. Al final, papá accedió a acompañarme.
Las gaviotas volaban en círculo por encima de nuestras cabezas mientras se dirigían al río. Nos habíamos detenido a ver cómo un andrajoso arriero indio intentaba reparar el eje de su carro cuando aparecieron tres soldados.
– ¿Es usted Berequías Zarco? -preguntó el hombre de menor estatura a mi padre.
– Sí.
– Entonces queda arrestado.
– ¿Por qué?
– Prendedlo -ordenó el soldado a sus compañeros.
– No ofreceré resistencia -les dijo papá cuando lo cogieron por los brazos para llevárselo-. Sois tres contra dos, y además lleváis espadas…
Parecía que la situación lo divertía.
– Ti, ve a buscar a tu tío y cuéntale lo que ha ocurrido.
– Pero si no has hecho nada malo.
– Tú haz lo que te digo -me ordenó con calma-. Al ver que me ponía triste, me guiñó un ojo-. No te preocupes, Isaac conoce al gobernador. Me sacará de prisión en menos de una hora. Debe de ser un error. Deben de haberme confundido con otro Berequías Zarco.
En ese momento pensé que estaba de broma. Ahora no estoy tan seguro de que ignorara lo que estaba a punto de ocurrir y fingiera divertirse para evitar que yo discutiera con los soldados. Probablemente temió que se me llevaran, o que me pegaran, a menos que me mantuviera al margen.
Hasta entonces no había estado nunca en una iglesia y me puso aún más frenético que estuviera atestada de gente y todo oliera a ropa mojada por la lluvia. El sonido del latín cantado resonaba en los muros de piedra. Mientras me abría paso hacia delante, pude sentir cómo pasaba el tiempo a mi alrededor: cada segundo de demora, pensaba, podría costarle a papá un mes de libertad. Cuando finalmente vi a mi tío, lo llamé y le hice señales con desesperación. Él se levantó enseguida y vino hacia mí sin mediar palabra con la tía María o con Wadi.
– Es papá -le dije cuando lo tuve delante-. Lo han arrestado.
Isaac dio un grito ahogado de asombro y palideció. Wadi y María nos siguieron hasta el exterior de la iglesia.
– Marchaos a casa -nos dijo a los tres tío Isaac-, yo iré a la prisión.
– Voy contigo -dije yo.
– No. Sofía te necesitará. Y será mejor que vaya solo. -Miró a su alrededor para comprobar que nadie nos estaba escuchando y susurró-: Tú también eres judío, Ti, y eso sólo empeoraría las cosas.
Dicho esto, se marchó a toda prisa. Mi tía me habló con voz tranquilizadora de camino a casa, pero no tengo ni idea de lo que me dijo; de repente sólo pude pensar en la muerte, y esos pensamientos se pegaron a mí como si estuvieran buscando mi punto más débil. Cuando llegamos a la calle de la casa, Wadi no esperó a que yo pudiera contarle lo que había sucedido, sino que se apresuró a informarla él mismo, algo que encontré difícil de perdonar. Aunque si estaba enamorado de ella, ¿qué habría sido más natural -incluso loable- que querer estar a solas con ella en ese momento tan terrible?
Sofía estaba sumida en un estado de trance debido a la desesperación cuando la tía María y yo llegamos a verla. Estaba sentada en su cama, lívida, temblando como si estuviera empapada. Wadi la había envuelto con su capa negra y estaba arrodillado junto a ella, temeroso de tocarla.
– Ti, ¿qué le pasará a papá? -me preguntó con un hilo de voz cuando la llamé por su nombre.
– Tío Isaac dice que volverá pronto a casa. No te preocupes. Sólo es un error. Debes quedarte aquí acostada y descansar.