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– No creo que pueda…

– Por favor, cariño, inténtalo -dijo nuestra tía con amabilidad.

Le pedí a Wadi que saliera para poder desvestir a Sofía y meterla en la cama. No creo que lo dijera de forma severa. Sé que intentaba mantenerme sereno aunque fuera por mi hermana.

– ¡No me hables de ese modo! -me espetó como si quisiera empezar una pelea-. ¡Ésta es mi casa, no la tuya!

– Te agradecería que bajaras la voz -le dijo su madre-. No quiero peleas en esta casa mientras el tío Berequías esté en prisión. ¿Me habéis oído?

– Francisco Javier -tuve cuidado de utilizar su nombre cristiano delante de su madre-, creía que amabas a mi hermana y que querías lo mejor para ella.

– Es obvio que no crees que sea así.

– Lo único que creo ahora mismo es que debes dejarnos solos. ¿O acaso quieres ver cómo la ayudo a desnudarse? Puede que quieras hacerlo por mí. ¿Es eso?

Me miró fijamente durante unos momentos, con un desprecio que yo encontré gratificante, y luego hizo lo que le había pedido, aunque dejó la puerta abierta, por lo que tuvo que cerrarla la tía María. Cuando Sofía finalmente dejó de temblar y cerró los ojos, mi tía nos dejó solos, pero no pude hacer nada para conseguir que mi hermana me hablara.

Isaac volvió esa tarde para contarnos que no había conseguido liberar a mi padre. Tendría que pasar la noche en la prisión municipal.

– ¿Qué crimen se le imputa? -pregunté.

– No me lo han dicho.

Le pregunté entonces por qué mi condición de judío podía empeorar las cosas.

– Ti, la Inquisición os considera unos herejes.

– ¡Pero si no he hecho nada!

– Tiago -dijo la tía María con una mirada punitiva-, parece que no eres consciente del peligro que suponéis tú y tu padre para la Iglesia, y de que ésta debe defenderse de vosotros.

– ¡Eso suena como si estuvieses a favor de lo que ha ocurrido!

– No, simplemente puedo comprenderlo.

– Pero el Santo Oficio no tiene poder sobre nosotros -le dije a Isaac-. Papá me dijo que sólo podía castigar a los judíos que ya se habían convertido al cristianismo.

– Eso pensaba yo también, pero hay tantas complicaciones que no entendemos…

Su voz sonó tan seria que por primera vez me di cuenta de que mi tío temía por su propia vida. Quizás ésa fuera la verdadera razón por la que no quería ir acompañado de un judío a la prisión. Peor aún, me di cuenta de que podría ser que no intercediese con la confianza suficiente a favor de papá, o que no pidiese una audiencia con el gobernador, ya que cuanto más hiciese por su hermano judío, más probabilidades tendría de ser acusado de traicionar su fe cristiana.

Estaba casi seguro de que mi padre no había tenido tiempo de pensar en ninguna de esas complicaciones, de lo contrario jamás habría hablado con tanto desenfado de su arresto. «Con qué rapidez puede ponerse a prueba una familia», pensé.

15

Había subestimado el coraje de mi tío Isaac. Al día siguiente, salió a toda prisa con la primera luz del alba en su campaña para conseguir la libertad de papá. Regresó hacia mediodía con los ojos enrojecidos, su capa apestaba a estiércol, por lo que la lanzó enseguida a la parte trasera del jardín mientras mascullaba una maldición.

– ¡Haz que la quemen! -le ordenó a su esposa.

Mientras se refregaba las manos, nos contó que a papá no lo habían llevado a la prisión municipal como esperábamos, sino a la de Aljouvar, la prisión del arzobispo de Goa. En el momento en el que lo dijo, le saltaron las lágrimas.

– Los oficiales de la Iglesia deben de creer que ha blasfemado terriblemente -dijo mi tío mientras sacudía la cabeza con desesperación.

Mi tía le sirvió un vaso de brandy que él apuró con ansia. Nos contó que sólo le habían permitido verlo un momento. Papá estaba preso en una celda cavernosa con varias docenas de prisioneros más.

– Al menos le queda el consuelo de la conversación, alabado sea Dios -dijo-. Está con un mercader francés y con un brahmán indio.

Se estremeció antes de continuar:

– Los prisioneros deben arreglárselas con un agujero excavado en el suelo para hacer sus necesidades. Hace tiempo que está lleno a rebosar y la suciedad y los bichos se han extendido por todas partes.

– ¡Isaac, te agradecería que te ahorrases los detalles! -le reprendió la tía María.

– ¡No! -dije yo, profundamente herido-. Deberías escuchar cómo trata tu querida Iglesia a los hombres buenos.

– Esos hombres buenos deben ser casi todos asesinos y ladrones -replicó ella con desdén.

– ¿Y cuál de las dos cosas es mi padre? -le pregunté.

Mi tío Isaac levantó la mano para detener la discusión.

– Eso no cambiará nada -dijo. Nos llamó a Sofía y a mí para darnos las peores noticias posibles-. Esta misma tarde llevarán a vuestro padre al Palacio de la Inquisición.

Después de que Wadi ayudara a Sofía a volver a la cama, tuve la ocasión de preguntarle a mi tío sobre la Inquisición. Mi tía también escuchó atentamente sus explicaciones, pero se negó a creer que fueran a torturar a papá, y calificó nuestros temores como «meras fantasías mórbidas», pero su marido -por primera vez, que yo recordara- explotó, furioso ante su insistencia.

– María -dijo con un tono de voz temible-, tu ignorancia acerca de los métodos de la Iglesia equivale a tu aprobación. ¡No consentiré que repitas tus dudas en esta casa ni una vez más! Nadie en esta ciudad quiere saber lo que está sucediendo; ni lo que sancionan con su silencio.

Muy afectada, se llevó una mano al corazón y huyó hacia la cocina con la excusa de supervisar la preparación de la cena. Cuando volvió, llevaba los pendientes largos de rubíes que normalmente sólo utilizaba en ocasiones formales. Nos dijo que iría a ver al padre Antonio, su confesor, y le pediría que intercediera. Cuando estaba a punto de agradecerle ese gesto de generosidad insistió en que Sofía y yo la acompañáramos.

– Y estaría bien que os arrodillarais ante él y que le suplicarais clemencia -añadió con una voz llena de rectitud, como si hubiera estado esperando años poder decirme eso-. Ponte la mejor ropa que tengas tan rápido como puedas.

Más tarde me di cuenta de que intentaba transferirnos la humillación que acababa de sufrir ella misma a Sofía y a mí. En ese momento sólo fui capaz de tartamudear mi rechazo, alegando que papá se enfurecería si mi hermana y yo íbamos a ver a un cura con ella. Con inocente bravuconería, juré no arrodillarme jamás ante un cristiano.

– ¿No ves que corremos todos un grave peligro? -respondió furiosa mi tía-. Debemos mostrarle a todo el mundo que, aunque seáis judíos, respetáis nuestras tradiciones. Si la Iglesia cree que podéis traer problemas podríamos acabar todos encerrados con tu padre.

– Tiene razón -dijo Isaac con solemnidad, y pude ver una disculpa en la forma en la que bajó los ojos, un gesto que me recordó tanto a papá que sentí que no tenía ninguna posibilidad de seguir protestando.

Necesitaba tiempo para que Sofía y yo pudiéramos discutir nuestras opciones, por lo que solicité que nos dejaran a solas un momento para hablar con ella.

– No tardes mucho -me advirtió mi tía. Estaba aprovechando al máximo esa oportunidad de vengarse de mí.

Wadi respondió cuando llamé a la puerta. Estaba sentado junto a la cama y, a juzgar por cómo estaba inclinado sobre ella, con la mano en el hombro de Sofía, vi que habían estado abrazados. Ella respiraba de forma ahogada, con dificultad. Temí que volviera a enfermar. La expresión apesadumbrada de Wadi casi consiguió que me acercara, pero no quería arriesgarme a estar cerca de él otra vez.

– ¿Puedo estar unos minutos a solas con mi hermana? -le pregunté.

– Por favor, Tigre, debo quedarme con ella -dijo con delicadeza.

Hacía meses que no utilizaba mi mote. Me sentí como si los dos estuviéramos andando sobre cristales rotos.