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Sospechaba que algún día me tocaría pagar por la poca seguridad que mostraba ante mi tía, mi tío y mi primo, pero por el momento así es como eran las cosas y no pensaba cambiarlas hasta que mi padre saliera de prisión, y no le pedí disculpas a nadie.

Once días después del arresto de mi padre, mi tía llamó a la puerta de mi habitación y me despertó de un sueño intermitente. Estaba seguro de que rondaba la medianoche.

– Nupi está ahí afuera, pregunta por ti -dijo con evidente disgusto mientras se agarraba los pliegues del camisón; la luz de la vela le acentuaba las bolsas de los ojos, lo que me recordó que había envejecido-. Esa cocinera vuestra dice que no quiere entrar. No hables demasiado rato con ella, probablemente nos vigilan.

Se dio cuenta por mi expresión de sorpresa de que yo no había contado con esa posibilidad.

– Bueno, ¿por qué no tendrían que vigilarnos? -dijo visiblemente irritada-. Tengo a dos judíos en casa y un marido converso. Las cosas no podrían ir mucho peor.

Era tarde y eso debió de soltarle la lengua, y su manera de referirse a nosotros como si fuéramos obstáculos hizo que me hirviera la sangre. Por una vez en la vida, encontré la respuesta correcta.

– Y no te olvides de tu hijo árabe -le dije con cierta dulzura burlona.

Escandalizada por mi descaro, frunció los labios en una mueca de asco. En ese preciso instante creo que empezó a temer lo que yo pudiera decir o hacer. Me alegré enormemente.

Nupi estaba en la calle, encorvada bajo un mantón oscuro mientras la luna proyectaba una malla de sombras entre nosotros.

– Estaba muy preocupada -gimió. Dio un paso atrás y levantó la mano como si fuera a zurrarme por haber hecho alguna travesura-. Cuéntame ahora mismo exactamente lo que os retiene aquí.

– Entra -le dije a la vez que la cogía por un brazo.

– No pienso poner los pies en casa de esa mujer -me espetó con las manos detrás de la espalda-. Estoy segura, tan segura como que el sol sigue al amanecer, de que ella está detrás del mal que os retiene aquí.

– ¿Cómo puedes estar tan segura si ni siquiera sabes lo que ha ocurrido?

– Ashoka interpretó la caída de los pétalos de mi altar. No tengo ninguna duda.

Ashoka era el sacerdote hindú a quien le había mandado el mensaje para Nupi.

– En cualquier caso, no podemos hablar aquí -le dije.

Accedió a seguirme hasta el vestíbulo.

– ¡Hasta aquí! -me advirtió señalándome con un dedo.

La casa estaba completamente a oscuras; la tía María debía de estar ya en la cama. ¿O estaría escondida, oyendo nuestra conversación?

Encendí la candela que estaba fijada a la pared sobre el espejo de la entrada, cogí una silla y le dije a Nupi que se sentara. Puso las manos sobre el regazo. Tenía agarrada una bolsa de tela llena de cosas que hacían un ruido metálico.

Le conté lo del arresto de papá, evitando a propósito cualquier conjetura sobre quién podría haberlo traicionado por si mi tía estaba escuchando a escondidas. El rostro de la vieja cocinera se puso muy serio.

– Sabía que sería algo así -me dijo mientras me daba la bolsa y me hacía señas para que la abriera. Había traído todos sus brazaletes: siete de ellos de plata y dos de oro. Aparte de sus saris, eso era todo cuanto poseía. También había dos cartas de Tejal.

– ¿Para qué son tus pulseras?

– Para rescatar a tu padre.

– Nupi, no puedo aceptarlas.

– Debes hacerlo. No podría seguir viviendo sin haberlo intentado todo. -Se levantó-. Dímelo enseguida cuando quede libre. Entre tanto, me encargaré de la casa. ¿Estás comiendo bien?

– No tan bien como en casa -le dije con una sonrisa.

– No, me lo imaginaba -dijo, como si hubiera dado con la respuesta correcta. Podía ver que se desvivía por besarme, pero que no quería echarse a llorar y, de hecho, yo tampoco. Hay algo en llorar en una casa en la que todos duermen que no puede olvidarse fácilmente. Los dos lo sabíamos por experiencia.

– No puedes irte, es demasiado tarde -dije al fin.

– Me marcho ahora y llegaré a casa al amanecer -me dijo-. Dale un beso a Sofía y otro a tu tío Isaac. Y cuando veas a tu padre, dile que lo estoy esperando.

– El viaje es demasiado peligroso de noche y…

Nupi rechazó mis palabras con un gesto.

– Nadie se fijará en una pobre vieja.

Le ofrecí que se llevara unas galletas y una jarrita de agua.

– No, me voy a casa sin nada -dijo-. Como debe ser.

Y entonces, lentamente pero sin detenerse, se marchó.

16

En sus cartas, Tejal me contaba sobre todo novedades relativas a sus estudios, aunque la segunda expresaba sus temores acerca de mi silencio.

Aún no me atrevía a contarle nuestros problemas. Habían pasado dos semanas terribles; ni siquiera teníamos la certeza de que papá aún siguiera con vida.

Entonces llegó otra carta de Tejal, esta vez la envió a casa de mi tío.

«¿Por qué ya no me mandas cartas? ¿Es que Sofía aún está enferma y has ido a Goa a buscar un médico portugués? Por favor, escríbeme y manda la carta a Benali, pronto tendré que ir allí.»

A la mañana siguiente salí corriendo muy temprano, con el oscuro frío previo al amanecer, con la esperanza de que no me seguiría nadie si cogía una ruta que me llevara hacia las puertas del sur de la ciudad y de vuelta. Recé por estar haciendo lo que debía. Una monja pequeñita, de rostro aceitunado, respondió cuando llamé a la puerta del convento. Cuando le expliqué que Tejal era mi hermana, sonrió, y con ello se le arrugó la piel alrededor de los ojos, lo que le daba un aire simpático.

– ¡Es una chica adorable! -me dijo con las manos juntas para expresar su alegría.

Me condujo hasta una capilla minúscula con un fresco de un ángel alado y una joven en el techo y salió a toda prisa. Unos minutos más tarde, Tejal apareció por la puerta con el pelo recogido por una cinta. Su rostro -iluminado por la sorpresa- parecía más fino y más adulto de lo que yo recordaba. Por la manera con la que me abrazó supe que se había enterado de lo de mi padre, pero tan pronto como la monja nos separó, Tejal dijo:

– Ti, sea lo que sea lo que hice mal, lo siento. Perdóname o mi vida quedará arruinada -me lo dijo en konkaní para que no pudieran entendernos.

Su uso de la palabra «arruinada» me hizo comprender por primera vez hasta qué punto había comprometido su futuro al acostarme con ella.

– No hiciste nada malo. Fue culpa mía…, sólo mía. La Inquisición ha encarcelado a mi padre. No sabía qué decirte para no preocuparte y no ponerte en peligro.

– Pero ¿qué ha hecho?

– No lo sabemos. Mi tío Isaac cree que alguien debe de haberlo acusado de blasfemia.

– ¿Te han permitido verlo en el Orlem Gor? ¿Se encuentra bien?

«Orlem Gor» significaba «casa solariega», y es como la gente del lugar solía llamar al Palacio de la Inquisición. La monja debió de entender la palabra, porque se acercó a Tejal y le pegó tan fuerte en el brazo que no pudo evitar soltar un aullido.

– ¡No quiero que habléis más en esa lengua pagana! -nos advirtió.

Por un momento, aturdido, me limité a mirarla. Luego le dije en un tono de advertencia:

– Le agradecería que se ocupara de sus asuntos -me miró desafiante, pero añadí-: Y no vuelva a pegar a mi hermana.

La monja salió corriendo de la habitación, sin duda a buscar ayuda.

– Papá estaba bien cuando mi tío lo vio -me apresuré a agregar, sabiendo que no nos quedaba mucho tiempo-, pero no hemos sabido nada de él desde hace semanas. Escúchame bien…, puede que te haya creado problemas viniendo hasta aquí, porque puede que me estén vigilando. Yo no he visto a nadie, pero la tía María está convencida de ello. Lo siento.

– No lo sientas… Estoy contenta de que hayas venido. Tenía miedo de que… de que me odiaras por lo que hicimos.