Levantó una mano para acariciarme la mejilla, pero luego pensó que sería mejor no demostrar sus sentimientos dentro de la capilla. Le besé la palma de la mano, deseoso de tranquilizarla.
– Cuando me haya ido, debes decirle a las monjas que no me dejen entrar más -le dije-. Tienen que creer que no quieres saber nada de mí. Diles que no confías en mí. Es muy importante, Tejal.
– No tendrá ninguna importancia. Pronto me marcharé de aquí de todos modos.
– Me escribiste diciendo que te marchabas a Benali. ¿Ha ocurrido algo?
– Estoy embarazada.
Le miré la barriga, pero no aprecié ninguna diferencia. Ella me pellizcó la nariz de forma juguetona.
– El bebé aún no se ve, pero ya llevo dos faltas del ciclo lunar.
Mientras nos abrazábamos, pensaba, Tejal y nuestro bebé me esperarían al final de ese largo y lento camino. Todo eso me aterrorizaba, no obstante, y deseé con todas mis fuerzas que hubiéramos esperado antes de crear una nueva vida.
Una monja corpulenta con cara de pocos amigos entró en la sala y empezó a chillarme.
– Me voy -le dije, levantando las manos. A Tejal, le conté que me escribiera a casa de mi tío tan pronto como llegara a casa-. Y si ves a Nupi, ten cuidado con lo que le cuentas. Sabe lo de papá, pero tampoco quiero que se preocupe demasiado.
Se le llenaron los ojos de lágrimas.
– Nos casaremos tan pronto como podamos volver a estar juntos -le prometí, consciente de su mayor temor.
Ella sólo pudo asentir ante mis palabras.
En el momento en el que salí por la puerta me di cuenta de que debería haberle puesto algo en las manos para sellar mi promesa, podría haber sido incluso una moneda de cobre que podría haber llevado alrededor del cuello, pero para entonces las monjas ya habían cerrado la puerta con llave a mis espaldas.
Esa misma mañana, más tarde, mientras montaba guardia delante del Palacio de la Inquisición, me di cuenta de lo fácil que resultaba ser víctima del odio fanático que imperaba en Goa.
Justo después de que las campanas de la catedral tocaran las seis vi al Senhor Saravia, el anciano cristiano nuevo, el fabricante a quien le comprábamos las velas, que atravesaba cojeando la calle como si se encontrara en una misión vital. Lo llamé a gritos y, aunque debió oírme, no se volvió ni me saludó, algo extraño en él. Continuó caminando por la plaza y llamó a las puertas del Palacio, donde un cura le hizo entrar.
La curiosidad pudo más que yo, por lo que me dirigí hacia su pequeña tienda que, como muchas otras en Goa, estaba abierta por delante. Su enjuta esposa estaba tras el mostrador, envolviendo velas de cera de abeja para el único cliente que tenía allí, una joven entrada en carnes, con la cara redonda, que llevaba un vestido marrón muy humilde. Las dos mujeres hablaban amistosamente. No quise interrumpir, por lo que saludé rápidamente a la Senhora Saravia y volví a toda prisa hacia la plaza.
Dos alguaciles con las espadas desenvainadas doblaron la esquina de repente y vinieron hacia mí. Detrás de ellos iba un cura bajito y delgado que llevaba un crucifijo, y unos pasos por detrás iba el Senhor Saravia, que intentaba no quedarse atrás pese a su cojera.
El corazón empezó a latirme muy fuerte; creí que venían a por mí. En lugar de eso, cuando ya no me atrevía ni a respirar, pasaron de largo y continuaron en dirección a la tienda de velas.
Me sentí muy aliviado, incluso me reí de la ridiculez de mi propio temor. Pero tan pronto como los alguaciles entraron en la tienda, oí que la clienta empezaba a suplicar a gritos.
– ¡No he hecho nada malo! No lo entiendo. Por favor, no me hagan esto.
Los alguaciles me hicieron temer por mi propia seguridad, pero volví atrás hacia la tienda y me coloqué de manera que pudiera ver lo que ocurría en el interior desde una distancia prudente. La joven estaba de rodillas. Levantaba las manos en señal de súplica hacia el alguacil jefe, empezó a hablar, pero su voz era tan débil que sólo pude entender algunas palabras vacilantes.
– Sólo estaba comprando velas. No hay… no hay nada malo en ello, ¿verdad?
– ¡Levántese Senhora Barbosa! -ordenó el alguacil, pero la pobre mujer bajó la cabeza y empezó a rezar.
El viejo candelero, que debía haber salido hacia el Palacio de la Inquisición al ver entrar a la Senhora Barbosa en su tienda, la señalaba enfurecido. Por desgracia no pude oír casi nada de lo que le dijo. Me acerqué sigilosamente hasta quedar al lado de la tienda. Ya no podía ver lo que sucedía allí dentro, pero lo oía todo.
– No podrás más que yo -le decía el Senhor Saravia muy enfadado, como conclusión de lo que yo no había podido escuchar.
– No… no lo entiendo -tartamudeaba la Senhora Barbosa. Sus palabras parecían el eco de mi propia confusión.
– No correremos el riesgo de que nos acusen de vender velas a judíos asquerosos para sus celebraciones -le espetó la Senhora Saravia, y dijo «judíos» como si la misma palabra le resultara repugnante.
– ¡Quieta ahí, mujer! -le ordenó el alguacil al mando.
No entendí por qué fue tan maleducado con ella hasta más tarde, cuando mi tío me contó que al mencionar las velas, la esposa del candelero le había dado a la Senhora Barbosa una pista del porqué de su arresto: una información que los inquisidores habrían preferido mantener en secreto.
– Enciendo las velas cada día cuando se pone el sol -explicó la Senhora Barbosa con voz temerosa-. Como todo el mundo, ¿no? ¿Quién puede vivir sin luz?
– Pero las has comprado en tres viernes sucesivos -dijo la Senhora Saravia.
– ¡Ni una palabra más! -ordenó su marido, y acto seguido se oyó un bofetón.
– No me fijo en los días en los que compro las velas. ¿Por qué tendría que hacerlo? Hago las compras en viernes porque es el día que mi hermana tiene libre y puede venir a cuidar de mi hija. Pregúntenle a mi hermana si no me creen. O vayan a ver a mi marido. Les confirmará que digo la verdad. Siempre he sido una buena cristiana.
Oí que la Senhora Barbosa gemía y el ruido de una pequeña refriega. Creo que uno de los alguaciles debió de obligarla a ponerse de pie antes de zarandearla.
– No lo hagas más complicado de lo que es, hija mía -le advirtió el cura.
– Por favor, padre -le imploró la joven-, vaya a buscar a mi marido. Trabaja en el puerto…, a menos de cinco minutos de aquí.
– Tu marido no podrá ayudarte ahora -le dijo el alguacil de más rango.
– Pero llevamos casados casi diez años. Me conoce mejor que nadie, él podrá decirles que… -soltó un grito ahogado, de repente se dio cuenta de lo que su captor había querido decir-. ¿Lo han… lo han arrestado a él también?
– Lo están llevando al Palacio en este mismo momento -respondió el cura.
– ¿Y nuestra hija? -preguntó la apenada mujer con desesperación-. ¿Qué le pasará a ella?
– Eso dependerá únicamente de si confiesas tus crímenes, hija mía.
– Vamos -gruñó el alguacil de más rango.
Al oír pasos dentro de la tienda, me marché para no levantar sospechas. Cuando me atreví a darme la vuelta, vi que la Senhora Barbosa caminaba ayudada por el cura. Estaba completamente pálida y avanzaba a trompicones por los adoquines.
Me dio tanta pena que desvié la mirada cuando pasaron por mi lado. El candelero se quedó en su portal viendo cómo los alguaciles la escoltaban. Estaba comiendo un puñado de higos secos. Unos cuantos vecinos se acercaron a mirar.
La confusión y la ira me obligaron a acercarme a él.
– Senhor Saravia -dije-, ¿qué ha hecho esa pobre mujer?
– Tiago, hazme caso y no te metas en esto -contestó.