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Mi tía me miró mal, algo muy gratificante, pero Sofía también parecía enfadada. «No se lo pongas más difícil a papá», me pareció que me advertía sin decir nada. Levanté la mano para indicarle que estaba de acuerdo, y ella se llevó el dedo índice a la oreja como solíamos hacer de pequeños, de manera que supe que me había entendido.

– Salga conmigo al jardín un momento, padre Antonio -dijo mi tío-. Tengo que discutir algo con usted antes de que se vaya.

Sentados bajo un tamarindo, mi tío le explicó al cura la delicada posición en la que nos encontrábamos, y la necesidad de que yo le sustituyera para visitar la celda de papá. Más tarde me enteraría de que también le dio cuatro anillos de oro, uno para él y los otros tres para sobornar a la gente que creyera conveniente en el momento adecuado. Puede que ésa fuera la razón por la que el padre Antonio estaba de tan buen humor cuando volvió a entrar, incluso me dio unas palmaditas en la espalda.

– Bueno, jovencito, ¡será mejor que nos marchemos! -dijo con entusiasmo, como si tuviéramos previsto un viaje al mercado de flores.

Antes de irme, fui a la cocina y cogí un pequeño recipiente lleno de pollo que había guisado la cocinera de mis tíos, porque estaba seguro de que papá debía de estar comiendo poco y mal.

Sofía me miró preocupada cuando nos íbamos. Parecía incapaz de seguir adelante en su vida sin unas palabras que le sirvieran de guía, pero me sentía tan inútil y desolado que sabía que esas palabras no podía dárselas yo.

– Dile a papá que lo quiero más que nada en el mundo -gritó.

Levantó una mano para decirme adiós, pero luego, al ver que el cura la observaba, se apresuró a recogerse un mechón de pelo tras la oreja para disimular.

– Ese pollo huele muy bien -dijo el padre Antonio en cuanto nos pusimos en camino-. Pero prefiero comer sólo huevos por la mañana. Los hiervo con sal, por supuesto, ya que sólo los hindúes la añaden después y eso está prohibido por el Santo Oficio. Aunque supongo que tú no sabes esas cosas, al vivir fuera de Goa.

– No, no tenía ni idea -respondí de forma distante-. Siento ser tan ignorante acerca de las costumbres de la Iglesia.

Respondió a mis disculpas con un gesto y sonrió. Quizá sólo estaba intentando empezar una conversación conmigo.

– ¿Dónde vives exactamente? -me preguntó.

– Cerca de la aldea de Ramnath, no muy lejos de Ponda.

Durante el camino me hizo muchas preguntas sobre la vida que llevábamos. Al principio me parecieron preguntas inocentes, pero empecé a sospechar que quería información que pudiera utilizarse en contra de nosotros cuando me preguntó si mi padre tenía buenos amigos cerca de la granja y cuál había sido el último trabajo que habíamos hecho para el sultán. Mis respuestas fueron vagas, aunque a veces contesté mintiendo descaradamente; no podía arriesgarme a ser yo quien le diera pruebas que nos pusieran en una posición más delicada aún.

Cuando llegamos a nuestro destino, nos recibió otro cura, el padre Crispiano, un castellano alto y moreno.

– Sé que te he hecho muchas preguntas -me dijo el padre Antonio antes de irse-. Pero tu familia me interesa mucho y hace pocos años que estoy en India, por lo que todo me parece nuevo. Sólo espero que podamos encontrarnos otra vez en una situación más agradable.

– Cuando mi padre quede libre iré a visitarlo y a agradecérselo.

– Espero que así sea.

Se santiguó, primero en el pecho y luego en la frente. Yo le hice una leve reverencia con la cabeza y le deseé un buen día.

Cuando entré en los dominios de la Inquisición con el padre Crispiano no cayó sobre mí ninguna sombra fría. Los muros del palacio no parecían más estériles y crueles que los de cualquier otro muro de piedra, y la constelación de llamas del sinuoso candelabro de cristal veneciano que colgaba del techo se parecía mucho a cualquier otra luz.

Quizá lo peor ya había pasado. Quizás estábamos empezando el camino de vuelta a como habían sido siempre las cosas.

Los soldados no tardaron en confiscar el estofado que le llevaba a papá. También me quitaron un cortaplumas que prometieron devolverme en cuanto saliera. La relación con todo el mundo fue formal, pero muy educada.

Confieso que no recuerdo ni una sola palabra de lo que me dijo el padre Crispiano cuando empezamos a subir las escaleras hacia la larga galería de celdas que quedaban en el piso de arriba. En lugar de escucharlo, mantuve una conversación imaginaria con mi padre en busca del tono de voz que consiguiera neutralizar tanto su miedo como el mío. Me imaginé a mí mismo contándole que sólo era cuestión de días que volviéramos a estar todos juntos. Seguramente eso sería cierto…

No tardamos en llegar a su celda. Yo estaba algo mareado, me parecía verlo todo borroso, como si estuviéramos bajo tierra.

La primera puerta de hierro se abrió para revelar una segunda puerta interior. Con un chirrido metálico, papá apareció frente a mí, -sentado en su camastro, con el torso desnudo, unos pantalones grises y el pelo muy corto. Tenía unas ojeras muy marcadas y los ojos muy hinchados, casi cerrados. Y sangre seca en la comisura de los labios y un arañazo en la piel del cuello. Debían haberlo atado con una soga.

– ¡Papá!

Estuvimos abrazados un buen rato. Me susurró palabras de cariño mientras el cura se iba y cerraba la puerta interior.

– Deja que te vea bien -dijo papá.

Me sonrió dulcemente y yo le besé en los labios. Sus ojos parecían fragmentos de cristal empañado.

Ver el sufrimiento físico de un padre puede hacer mella en los recovecos de la mente. Sentí un terror repentino al pensar que jamás volvería a parecer el de antes y que moriría agonizando.

– Me gustaría matarlos a todos por lo que te han hecho -le dije-. Dime quién te ha…

Levantó la mano para evitar que continuara.

– Eras un bebé tan precioso -dijo con entusiasmo-. Tan frágil. Me preocupaba que nunca llegases a ser adulto. Pero aquí estás. Eres un joven apuesto con toda la vida por delante. -Me tomó las manos-. Quiero que sepas que estoy muy orgulloso de ti.

La manera en que me habló -como si sus palabras tuvieran que quedar para la posteridad- convirtieron en arena las palabras que guardaba en la garganta. Me dio su jarra de agua para que pudiera beber.

– ¿Cómo está Sofía? No ha vuelto a enfermar, ¿verdad? -preguntó.

– No. Está triste y preocupada, como todos, pero está bien.

– Supongo que estáis en casa del tío Isaac.

– Sí.

Pasé la yema de los dedos por la línea inflamada que cruzaba su cuello. Hizo un gesto de dolor.

– ¿Te… te duele mucho?

La voz temerosa y dubitativa con la que hablé no era la que quería que oyese, y me enfadé conmigo mismo por no ser capaz de controlar mis sentimientos.

– No te preocupes por mí. ¿Qué le has dicho a Nupi?

– Sabe la verdad. Vino una noche a Goa y no pude mentirle.

– Debe estar muy preocupada -dijo, y cuando sonrió una de las costras que tenía en las comisuras de los labios se abrió. La sangre le cayó por la barbilla. Se la limpié con el dedo.

Él aprovechó la ocasión para besarme la mano y eso me dejó tan triste que estuve un buen rato sin poder hablar.

– Debes ser muy fuerte, Ti -me dijo al cabo de un rato.

Me hizo sonreír levantando la mano del mismo modo en que lo hacía Nupi para amenazarnos a Sofía y a mí.

– Espero que la tía María no te esté criticando demasiado -dijo-. Y que habrás tenido paciencia con ella.

– A veces nos peleamos, pero casi siempre me lo guardo para mí.

– Hijo, he estado pensando mucho en ti últimamente. A partir de ahora debes prometerme que harás lo que haga falta para encontrar tu propio camino. No te preocupes tanto por Sofía y por Wadi, ni por nadie más. Debes vivir tu vida con Tejal.