– Te haré caso, papá.
– Bien. ¿Y cómo está Tejal? ¿La has visto últimamente?
– Está bien -no le dije nada sobre nuestro hijo. Necesitaba más tiempo para hablar sobre lo que estaba pasando, y para oír los planes que tenía para que lo liberáramos.
– ¿E Isaac? -preguntó.
– Papá, todos estamos bien -dije con impaciencia-. Pero no hacemos más que pensar en ti. ¿Tú estás bien?
– Por supuesto que sí. Lo peor de todo es el aburrimiento. Cuatro paredes y unos mosquitos no es gran cosa. Mi cabeza, a veces… parece que no funciona como debería. Y la comida. Vivo básicamente de caldo de arroz. -Se tocó la frente-. ¿Sabes?, nunca me había parado a pensar la cantidad de cosas que tengo almacenadas en la memoria. Gracias a eso no me he vuelto loco. Me siento afortunado por mi pasado.
– He intentado traerte un guiso de pollo, pero me lo han requisado.
Su rostro empalideció súbitamente y se le escapó un gemido. Consciente de que había cometido un error al revelar su desesperación, volvió a abrazarme largamente.
– No importa -susurraba una y otra vez, como si estuviera formulando un hechizo sobre nosotros dos-. Tú y yo estamos juntos, y eso es más de lo que podría haber esperado -añadió con voz triunfal.
Sentí que los latidos de su corazón me envolvían. Quería quedarme junto a él para siempre.
– El tío Isaac dice que el hecho de que me hayan permitido verte significa que la acusación que pesa sobre ti no debe tener mucho fundamento. -Susurrando, añadí-: Cree que lo que esperan es un soborno.
– No. Esperan… esperan que me convencerás para que les dé lo que quieren de mí.
Papá había cambiado al konkaní, por lo que lo que me dijo sonó raro, y más tarde me preguntaría si acaso no me habría dado más opciones en caso de habérmelo dicho en portugués. Esto marcó el inicio de mi inevitable descenso a un mundo de hipótesis inciertas, el paisaje de inútiles especulaciones en el que he vivido desde entonces.
– ¿Qué quieren tus carceleros?
– Nombres.
– No te entiendo, papá.
– Quieren los nombres de judíos secretos que vivan en Goa. Sólo entonces aceptarán que confiese haber blasfemado contra la Iglesia. Creen que el hecho de verte debilitará mi resistencia. -Sonrió por un momento-. Y tienen razón, por supuesto. Ver tu cara es como estar ante Dios: algo extremadamente peligroso para un hombre como yo. Creen que tú conseguirás vencerme donde ellos han fracasado. -Me guiñó un ojo cautelosamente-. Pero yo me acuerdo de Masada y de que centenares de valientes judíos acorralados en la cima de la montaña se negaron a rendirse ante los romanos. No dejaré que mis antepasados hayan muerto en vano.
– Esos judíos secretos… ¿quiénes son? -pregunté.
– Hombres y mujeres que se convirtieron al cristianismo para tener contenta a la Inquisición, pero que practican nuestra religión en secreto. Hay varias docenas de ellos en Goa y yo conozco a muchos. Pero la Iglesia jamás me arrebatará sus nombres. Serás tú quien se asegure de eso.
– ¿Yo?
Me puso una mano encima del hombro.
– Papá, tal como hablas y como te comportas… me das miedo.
– Lo siento, pero no veo otra solución. Así son las cosas, Ti. Hace una semana, cuando me ataron con cuerdas y me hirieron, noté que mi alma me abandonaba. Sentí que se me escapaba, que fluía más allá de mi cabeza; fue una sensación extraña. Entonces supe que no podría soportarlo mucho más, que les daría los nombres de los judíos que querían.
– ¿Qué te hicieron?
– Será mejor que no lo sepas. Llegó un momento en el que perdí la conciencia. Cuando volví a despertarme estaba aquí, en mi celda, pero puede que la próxima vez no tenga tanta suerte. -Apartó la mirada un momento, con el ceño fruncido; sabía que estaba pensando en la mejor manera de contarme lo que hubiera preferido mantener en secreto-. Ti, la tortura te cambia. Es como si ya no supiera quién soy cuando estoy a oscuras. Es como si me hubieran arrancado algo…, el alma, quizá. -Presionó su mano contra mi pecho y luego la retiró de repente-. Lo poco que me queda de Dios quiere volver a casa. Quiere ir hacia el sol que ilumina la Torá. Por eso sé que no podré confiar en mí mismo. Y ellos también lo saben. No son tontos, son malvados e ignoran las verdaderas razones que los llevan a hacer lo que hacen, pero son listos. Me torturarán hasta que consigan lo que quieren… o hasta matarme.
– Papá, debemos tratar de sobornarlos…
– ¡No, escúchame! Todas las esmeraldas del sultán sólo servirían para comprar unas semanas más de vida. Y mi alma me abandonará la próxima vez que me torturen. Intentará escapar del dolor y volver a casa. Acabaré revelando los nombres que me piden. Y cuando lo haga, muchos hombres y mujeres de buen corazón acabarán como yo. No podría vivir con eso, Ti. ¿Me ayudarás aunque eso implique hacer algo que aborrezcas?
– Sí.
– Bien. -Me cogió un brazo-. Siento estar hablándote de este modo y tenerte tan preocupado. Es porque estoy nervioso y porque voy a herir a alguien a quien jamás me habría creído capaz de herir. Veamos, ¿recuerdas lo que siempre dice Nupi sobre el Guardián de la Aurora? ¿Recuerdas que a veces lo que quería decir es que debemos protegernos los unos a los otros, sea cual sea el riesgo que eso implique?
– Por supuesto.
– Pues tú vas a ser mi Guardián.
Cuando le vi sonreír, atisbé también una demencia que nunca había visto en él hasta entonces.
«No es el que era. Me han arrebatado al hombre que era mi padre…»
– ¿Cómo? -pregunté.
El tono de voz de papá adquirió el timbre de la complicidad.
– Necesito que vayas a ver a un pandito que vive cerca de ese salón de té al que solías ir con Wadi. Aquél tan destartalado del barrio hindú. Se llama…
Un pandito era un médico indio. Papá se limitó a susurrar el nombre del tipo y me dijo que debía preguntar por él en una curtiduría donde a veces iba a comprar papel de vitela, y añadió en tono de advertencia que jamás, bajo ningún concepto, debía revelar la identidad de ese pandito a nadie. Hablaba con mucha parsimonia y utilizaba las manos para enfatizar lo que me contaba, como lo haría un adulto para conseguir que un niño esté atento. Supongo que mi cara revelaba mi enorme confusión.
– Cuando le digas dónde estoy -siguió diciendo-, te dará un pequeño botellín de cristal con un polvo dentro. No debes perderlo ni dejar que nadie te lo arrebate.
– ¿Un polvo?
– Un veneno muy poderoso.
– ¿Y qué debo hace con eso?
– Me lo traerás.
– ¿Pretendes matar a tu carcelero? ¿Crees que podrás escapar? -El corazón me latía muy rápido; de algún modo estúpido, había confundido los últimos pasos que faltaban para cruzar un puente que se derrumbaba con el camino que llevaba a casa.
– No, no, lo utilizaré para acabar con mi vida. Tú me salvarás de todo el mal que podría llegar a provocar.
– ¡No!
Al ver el terror en mi rostro intentó abrazarme, pero yo lo aparté.
– Ti, esto no me resulta fácil -me dijo-. Por favor, trata de entenderlo, la muerte es la última cosa que deseo. Preferiría disfrutar de una larga vida contigo y con Sofía, ver cómo os hacéis mayores. Pero eso no será posible. -Se arrodilló delante de mí-. Hijo, puede que no nos quede mucho tiempo. No puedo pedírselo a nadie más. Eres mi única esperanza. No estés tan triste. He tenido una vida agradable y llena de cosas buenas; tú y Sofía sois más de lo que cualquier hombre podría desear. Y tuve mucha suerte de encontrar a tu madre. Aún me sorprende que se enamorara de mí.
– Papá, Tejal está embarazada -anuncié.
Ahora me doy cuenta de que se lo dije para sobornarlo. Seguro que con un nieto en camino no elegiría morir…