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– La música le ha dado una cara muy dulce -comentó.

Insistí en que se la quedara como obsequio y la aceptó entre risas.

– Bueno, ¿qué puedo hacer por ti? -preguntó.

Cuando le hablé del pandito, levantó las cejas y se puso la mano alrededor de la oreja como si no me hubiera oído bien. En voz baja, me preguntó si el Santo Oficio había apresado a mi padre.

– Sí, y lo están torturando -respondí sin rodeos.

– Entonces, entra -dijo el curtidor con la mirada grave, deseando que viera en ellos lo que no se atrevía a decir acerca de los gobernantes portugueses. Tras intercambiar unas palabras con su encargado me condujo a través de una puertecita negra con unas hermosas letras muy adornadas que, en portugués, rezaban: «Muchos son los caminos que llevan a Dios, pero qué afortunados somos de que sólo uno nos lleve más allá».

– ¿Qué significa eso? -le pregunté.

Negó con la cabeza.

– No lo escribí yo. Lo hizo tu padre.

– ¿Mi padre? ¿Cuándo?

– Hace años. Vino aquí un día y me pidió permiso para escribir sobre la puerta. Es una especie de oración, creo. Mi portugués no es muy bueno. La Inquisición arrestó a un amigo suyo y necesitó la ayuda del pandito. Tu padre quería que su amigo pudiera ver esas palabras antes de comprar el veneno que acabaría con su vida.

Pronto llegamos a un pequeño valle de viviendas diseminadas en las afueras de la ciudad. El camino estaba bordeado por plantas cuyas hojas parecían orejas de elefante, y el agua de la lluvia atrapada en sus pliegues brillaba con la húmeda luz del sol que se abría paso entre las nubes. Después de contemplar el vuelo de un halcón como si se tratara de un presagio imposible de descifrar, mi guía señaló una casa de un solo piso con un balcón de madera que la rodeaba por los cuatro costados.

– Toda la vida es sufrimiento, reza pues por tener una buena muerte -recitó mientras me decía adiós con la mano. Supongo que se lo decía a todos los que pasaban por sus manos para adentrarse en ese submundo.

La puerta principal de la casa del médico estaba pintada de color azul, con una pequeña flor de hibisco de color rosa y azul en el centro, como el principio de un mandala. Hice sonar una campana dorada que colgaba de una cuerda raída.

El sirviente barbudo y con turbante que me abrió la puerta me miró con escepticismo y se negó a dejarme entrar en la casa hasta que me hubiera secado. Me dio una toalla áspera, perfumada con agua de rosas.

El experto en venenos me saludó justo después de cruzar el umbral. El pelo blanco apenas le coronaba la cabeza, tenía los ojos negros como la obsidiana y la piel de un suave color canela. Su porte era seguro y exquisitamente estilizado, como si hubiera sido bailarín. Eso me hizo ver que era un brahmán: observaba el mundo -incluso a ese joven empapado que tenía delante- desde la corona de su prestigioso árbol genealógico, que sin duda debía remontarse cuatro mil años atrás o incluso más.

Me calmó estar en presencia de tanta historia y ahora me doy cuenta de que le ofrecí una parte de mí para que la cuidara cuando nuestros ojos se encontraron.

Después de identificarme, sonrió.

– Llámame Vaasuki -me dijo en konkaní-, aunque ése, igual que el nombre que te dio tu padre, no es mi nombre real. Por mi seguridad y también por la tuya, no te lo revelaré jamás.

Había algo entre paternal y amistoso en la manera con la que me invitó a sentarme: me indicó con la mano una silla de mimbre junto a una mesa baja de bambú. Se sentó delante de mí, muy erguido. No me pareció que ese hombre fuera capaz de mentirme con sus palabras o con sus gestos, pero probablemente sólo se trataba de mi deseo. ¿Quién querría poner todo su futuro en manos de un hombre que ocultara sus intenciones?

Mientras su sirviente nos traía té, Vaasuki dejó claro con su comportamiento que debíamos participar en ese ritual antes de hablar de las cuestiones que nos urgían.

Estábamos sentados en una gran habitación entre un bosque de delicadas palmeras y densos arbustos de brillantes colores sobre tiestos de cerámica. En la esquina opuesta de la habitación había un altar dedicado a Shiva, pintado de azul hasta el cuello. Un banano con forma de corazón estaba colgado frente al Dios, como si sus flores de color rojo sangre tuvieran que convertirse en ofrendas cuando cayeran a sus pies. Detrás había una puerta abierta por la que dos pinzones diminutos de color amarillo habían entrado volando. Los pájaros saltaban por las ramas de un pequeño pero esbelto árbol que tenía a mi lado, buscando semillas que pudieran picar.

– Los pakló levantan muros de piedra vayan donde vayan -dijo Vaasuki, utilizando la expresión local para referirse a los portugueses. Pakló significa «los que llevan plumas», ya que los primeros colonizadores que llegaron a Goa se caracterizaban por llevar plumas en los sombreros. Bebió su té y me animó a hacer lo mismo-. No les importa matar pájaros para poder utilizar sus colores, pero les asusta tenerlos en casa. Necesitan separar claramente lo que está fuera de lo que está dentro.

Los pinzones bajaron al suelo y siguieron buscando comida. Oleadas de aire cálido entraban por la puerta y me daba la sensación de que la piel me ardía.

– Sé que debe de ser difícil para ti -dijo-. Quizá debería empezar por contarte algo sobre mí mismo. -Me dedicó un gesto de bendición-. No te preocupes. Aunque empiezas a entender que este lugar no forma parte de tu mundo, prometo devolverte sano y salvo a casa.

El sirviente volvió a llenar mi taza de té. Vaasuki me contó que había nacido cerca de Panaji, unos kilómetros al oeste de la ciudad de Goa, donde el río Mandavi se ensanchaba y formaba una amplia bahía al llegar a la costa. Como él mismo admitió, en otro tiempo había sido un joven egoísta. Había estudiado medicina ayurvédica con un maestro de Delhi sólo porque su padre se lo había ordenado y porque los brahmanes habían perdido el derecho a convertirse en sacerdotes hinduistas en territorio portugués. Él se había quejado constantemente de su destino hasta el final de su aprendizaje, cuando descubrió que los portugueses y otros europeos de Goa lo trataban con un respeto que no mostraban por el resto de los indios. Incluso se le permitía trasladarse de un lado a otro en palanquín.

– ¿Siempre ha… siempre ha ayudado a la gente como yo a obtener venenos? -pregunté con un susurro.

– No, pero hace unos doce años un hombre vino a verme y me pidió que viera a un amigo suyo que se estaba muriendo. Cuando llegué a la dirección que me había indicado, me encontré a mi padre, pálido y marchito, sentado en una alfombra. Hacía muchos años que no lo veía. Tenía muchas cosas que reprocharle, también -aunque no únicamente- la elección de mi profesión. Mi padre me había engañado para que fuera a verlo porque sabía que no habría ido voluntariamente a su casa. Nos sentamos y me contó que intentaba ocultar lo enfermo que estaba, porque, si la Iglesia llegaba a enterarse, se aseguraría de que lo visitase un cura para darle la extremaunción. Me di cuenta de que podía dejarlo morir como un falso cristiano o bien ofrecerle morir como hindú, que es lo que él deseaba. Así que, como ves, puedo entender un poco cómo te sientes. Después de ayudar a mi padre a morir como quería -añadió con una sonrisa- ir de un lado a otro unos palmos por encima del suelo en un palanquín ya no me parecía tan importante.

– Pero el hinduismo prohíbe ayudar a alguien a suicidarse -dije-. Al menos eso es lo que me han contado -añadí para suavizar lo que había sonado como una crítica.

– Imagina que estás en el desierto y te encuentras a una mujer a punto de morir de sed. Podría ser tu madre o tu hermana. ¿Sería un pecado darle agua? ¿Acaso no sería tu deber ofrecerle incluso tu propia sangre si fuera necesario?

– Pero, en ese caso, le estarías permitiendo seguir con vida.

– Y eso, Tiago, es justo lo que mi padre me dijo después de haber tomado el veneno que le di. «Hijo mío, ahora puedo continuar en paz hasta el final que me aguarda. Me has salvado la vida.»