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Mientras Vaasuki seguía contándome cosas sobre su pasado, me sentí cada vez más soñoliento. Supongo -dada la profesión de mi anfitrión- que su sirviente habría añadido polvo de valeriana o de beleño negro, o cualquier otra sustancia calmante entre las docenas existentes, al contenido de mi taza. Seguramente había decidido que mi agitación era un riesgo para ambos.

Cuando me desperté descubrí que Vaasuki me cogía por las manos; me estaba ayudando a levantarme. Me sobresalté un poco, pero me sentía mucho más ligero de lo que me había sentido jamás.

– Bienvenido a casa otra vez -dijo con una leve reverencia.

– ¿Cuánto tiempo he estado durmiendo?

– El suficiente -rió mientras me daba unas palmaditas en la mejilla.

Me dio agua y luego me pidió que me arrodillara ante Shiva. Dijo una oración por los dos y puso un botellín minúsculo de cristal parecido al rubí en la palma de mi mano.

– De momento, puedes esconderlo en un zapato -me dijo-. Pero tu padre ya te debe haber explicado dónde tienes que esconderlo cuando vayas a verlo ¿no?

– Sí.

– Bien. Ti, llevarás la propia muerte en tu interior, debes ir con cuidado.

Antes de salir por la puerta, el pandito se disculpó por tener que ayudarme de ese modo.

– Echaremos de menos a tu padre -me dijo-. Pero estoy seguro de que tendrá una buena reencarnación.

Le ofrecí todas las monedas de plata que había traído y le prometí conseguir más, pero él me cerró el puño y puso su mano sobre la mía.

– No es necesario -me dijo.

– Gracias… Vaasuki, en la puerta del curtidor mi padre escribió algo sobre un camino que lleva más allá del Señor.

– Sí, lo he visto, por supuesto.

– ¿Sabe qué puerta es ésa? ¿La muerte?

– Eso es lo que todo el mundo cree -respondió con una leve sonrisa.

– Pero ¿no es así?

– ¿Dónde estamos antes de nacer?

– En la matriz de nuestra madre.

– Sí, eso es cierto -asintió, mi respuesta le pareció divertida, como si la hubiera dicho un niño-. Pero ¿antes de eso?

Me encogí de hombros.

– No sé si estamos en alguna parte.

Se dio unos golpecitos en la cabeza y luego me los dio a mí.

– ¿De dónde viene ese yo que hay dentro de nuestra mente? ¿Y por qué está dentro de tu cabeza y no dentro de la de otro?

– No lo sé.

Me dio unas palmaditas en la espalda.

– Cuando sepas la respuesta, sabrás también adónde lleva el camino que no pasa por el Señor. Pero, por ahora, eso no importa. Ese mensaje no está pensado para un joven como tú. Tiago, recuerda lo que me dijo mi padre. Aférrate a sus palabras. Y deséale un buen viaje a tu padre de mi parte, dale las gracias y mi bendición.

– Soy yo quien le está agradecido -dije.

Su mirada se tornó seria.

– No me gustaría volver a verte por aquí, ni a ti ni a nadie de tu familia. Hazme caso: márchate de Goa cuando esto termine, y no vuelvas.

Cuando llegué a casa, Sofía y mi familia vinieron corriendo hacia mí.

– Papá se encuentra bien y está animado, os manda recuerdos a todos -les dije, intentando parecer alegre.

– ¡Gracias a Dios! -dijo mi hermana.

Mientras mi tía mandaba que me trajeran ropa limpia, me inventé una historia para ellos, la que también yo habría querido oír: que papá se encontraba bien, que era fuerte y que no lo habían torturado. Que estaba de acuerdo con el tío Isaac en que lo que la Inquisición quería era un soborno y que estaba seguro de que en cuanto lo obtuviesen lo liberarían.

– ¿Se enfadó conmigo por no ir a verlo? -preguntó mi tío con temor.

– No, por supuesto que no. Te agradece mucho la ayuda.

– ¿Pudiste darle el pollo? -preguntó Wadi.

– Me lo confiscaron. Pero no come tan mal.

Le pedí disculpas a mi tía por no haberle devuelto el recipiente. Le prometí que lo recogería en la próxima visita.

Mi tía me acarició el brazo con dulzura. Al parecer, incluso ella se hacía cargo de lo que estaba pasando.

– No importa -me dijo.

Después de responder a todas sus preguntas, confesé mi cansancio y pedí que me excusaran. Sofía me acompañó a mi habitación a empujones para bromear y me ayudó a ponerme la camisa de dormir. No quería irse, por lo que tuve que dejar el veneno oculto en mi zapato.

Levantó la ropa de cama y me ordenó que me metiera dentro. Me di cuenta de lo mucho que se parecían sus labios a los de mi padre; tan reflexivos. También me lo recordó esa manera de frotarse las sienes con el pulgar y el índice.

– Ti -dijo con voz tímida mientras se sentaba junto a mí-, puede que los otros no se hayan dado cuenta, pero yo he visto claramente que estabas mintiendo.

– No es cierto.

Ella frunció el ceño, esperaba encontrar más lealtad en mí.

– Dime la verdad, debes hacerlo.

Yo ya había previsto esa posibilidad y había admitido una pequeña mentira para que creyera la grande.

– No debes decírselo a nadie más. Ni siquiera a Wadi.

– Te lo prometo.

– Es sólo que papá no está comiendo nada bien. Se alimenta sobre todo de caldo de arroz. Le debe doler el estómago y ha adelgazado mucho. Le supo mal que no pudiera darle el pollo. Soltó un gemido cuando le dije que me lo habían confiscado.

– Oh, Ti -dijo ella-, estoy segura de que podemos hacerle llegar comida de verdad si seguimos intentándolo. Le pediré a la tía María que hable con el padre Antonio mañana a primera hora. Seguro que nos ayudará. Le prepararé chapatti con dal. Eso le sentará bien.

– Y yo le llevaré mangos -sonreí, con la esperanza de enterrarme en esa mentira para no sentir la tentación de revelarle verdades de más peso.

La alegría de volver a sentirse útil la puso en marcha otra vez.

– Sí, a papá le encantará. Tú descansa -dijo con entusiasmo, inmersa ya en sus planes-, yo me encargaré de todo.

Al día siguiente, el padre Antonio les aseguró a mis tíos que ya le había dado uno de sus anillos de oro a un hombre cercano a la cúpula de la jerarquía inquisitorial. El cura les explicó que no podía garantizarles ninguna concesión, pero que su regalo había sido bien recibido, pese a que evidentemente no lo reconocerían jamás ante nadie. También les aseguró que había solicitado que le dieran pescado y fruta a papá, y nunca cerdo ni calamares, aunque no se atrevió a mencionar que era por cuestiones religiosas que tenían que ver con las leyes kosher.

Wadi, Sofía y yo fuimos al Santo Oficio a mediodía. Caminábamos uno al lado del otro y Sofía iba en medio, como cuando éramos pequeños. Dado que ninguno de ellos dos sabía la verdad acerca de papá, intenté sortear rápidamente cualquier comentario que me hicieron esa mañana. Era como si hubiéramos reconstruido lo que se había roto entre nosotros. Wadi llevaba una bandeja de madera en la que Sofía había puesto el puchero de dal, un tazón de arroz con leche y dos mangos.

Un cura de ojos grises y apagados, y la piel amarillenta como la cera vieja, nos atendió cuando llamamos a la puerta del Santo Oficio. Lo encontré repulsivo, lo que facilitó mis súplicas, ya que sentía que los últimos vestigios de mi orgullo sólo merecían ser pisoteados. Un débil tono crispado se apoderó de mi voz cuando solicité que se le hiciera llegar la comida a mi padre. Después del rechazo inicial, que fue grosero y rotundo, intenté llegar a ese núcleo de solidaridad que aún creía presente en el interior de todos los hombres, independientemente de su condición. Al fin y al cabo, todos somos capaces de ver con los ojos de los demás cuando nos interesa. Le conté que nos preocupaba la salud de nuestro padre, pero al ver su expresión distante empecé a hablar como un chico obligado a jugar a cartas con un tahúr experimentado, tratando de encontrar las palabras adecuadas, sabiendo que estaba a punto de perderlo todo.