Выбрать главу

Al final de la tarde, Sofía subió corriendo las escaleras y abrió de golpe la puerta.

– ¡Te han convocado en el Santo Oficio! -anunció-. Puede que sea para liberar a papá.

Fingí sorprenderme por la noticia, incluso hice lo que pude por sonreír, pero Sofía enseguida notó algo en mi expresión.

– Crees que son malas noticias, ¿verdad? -preguntó dubitativa, con la voz entrecortada, como si temiera que le contara que nuestro padre ya estaba muerto.

– Es sólo que no me fío de ellos -respondí-. Aunque estoy seguro que el soborno habrá funcionado. Ahora sólo es cuestión de tiempo.

Su rostro se iluminó. Me sorprendió lo fácil que resultó levantarle el ánimo. Quizás había invertido demasiado en un final feliz para creer que pudiera pasar algo distinto.

Encontré a mi padre muy desmejorado, con el ojo derecho tan hinchado que ni siquiera podía abrirlo y las marcas de la cuerda que tenía en el cuello infectadas, como si los gusanos hubieran excavado bajo su piel. Le temblaban las manos, y olía a animal podrido.

Cuando entré en su celda, me abrazó. Enseguida noté que tenía fiebre.

La puerta de hierro se cerró detrás de nosotros.

– ¿Lo has traído? -me susurró al oído.

Asentí. Noté que no me llegaba la sangre a la cabeza, como si estuviera a punto de desmayarme.

– Que Dios te bendiga, Ti.

Se arrodilló para mirar a través del cerrojo de la puerta, quería asegurarse de que no nos vigilaban. Después de levantarse otra vez, alargó la mano con los dedos abiertos, los ojos enfurecidos, como si fuera el momento más importante que había vivido jamás.

Me quitó el frasco como un ladrón y empezó a llorar en silencio.

– Oh, papá -gemí.

– Todo va bien -no dejaba de repetirme mientras me acariciaba el pelo y me besaba las mejillas. Recuperó las fuerzas de golpe, cuando me abrazó lo hizo con firmeza-. Tú y yo arruinaremos sus planes -susurró antes de toser a causa del entusiasmo. Se bajó los pantalones y se contoneó como un pato sacudiéndose el agua de la cola en un intento de hacerme reír. Luego se metió el frasco donde nadie pudiera encontrarlo y dio una vuelta con los brazos en cruz, en una especie de danza triunfal.

– No te preocupes -me dijo-. No me he vuelto loco. Sólo estoy contento. Contento de tenerte aquí en este momento. Ti, has salvado tantas vidas… Que Dios te bendiga para siempre.

– ¿Entonces no les has dado los nombres…?

– No, y ya no pienso hacerlo jamás.

Nos sentamos juntos en su camastro.

– ¿Sabes lo que me apetece ahora? -me preguntó mientras me daba unos golpecitos juguetones en la coronilla.

– No, ¿qué?

– La crema de tamarindo de Nupi -se relamió y simuló derretirse.

– ¿Te han dado la comida que te hemos traído?

Negó con la cabeza.

– Sofía te preparó patatas bhaji.

– Dale las gracias de mi parte. Dime una cosa, ¿Wadi la ha tratado bien?

– Sí. Creo que ahora se arrepiente de haberme traicionado. Creo que serán felices juntos.

No sabía si eso sería cierto, pero no podía permitir que papá se preocupara por ella.

– Fantástico. Dales mi bendición a los dos. Es importante. ¿Lo harás por mí?

Tomó mi mano y se la puso en la mejilla mientras yo le decía que sí con la cabeza.

– Papá, tienes mucha fiebre -le dije.

– Ya no importa nada. Ti, me tomaré el veneno dentro de dos días. Nadie sospechará que has sido tú. -Hizo un gesto, como si lanzara algo por la ventana-. Me desharé del frasco, y tú no debes admitir jamás habérmelo dado mientras haya alguien de la familia que pueda ser apresado por la Inquisición. ¿Comprendes?

– No se lo diré a nadie.

– Buen chico…

– Papá… ¿estás seguro de que debes hacerlo?

– Casi acaban conmigo esta última vez. Con un embudo en la boca y la cuerda alrededor del cuello, sería capaz de revelar cualquier cosa. No perdamos más tiempo. Dime, ¿cómo están Tejal y mi nieto?

– Pero papá, debemos seguir hablando de…

Se llevó un dedo a los labios.

– ¿Cómo está Tejal?

– He recibido una carta en la que me contaba que había vuelto a su aldea. Quiere que vaya a visitarla allí.

– Cuando salgas de aquí, hijo, debes ir a verla enseguida. Y quédate allí. No vuelvas a Goa incluso si te enteras… si te enteras de lo que habrá pasado. Quédate con ella. Y cuando vuelvas a nuestra granja…

– Pero… pero después, después de que… -no conseguía decir la palabra.

– No habrá funeral. Seré enterrado aquí sin ceremonia alguna.

– Pero esto no es tierra santa. No puedo dejarte aquí.

– Aquí entierran a todos los prisioneros muertos, pero mi cuerpo no tiene importancia. -Me secó las lágrimas con los pulgares-. Ya lo sabes.

– Pero tu alma vagará por los Reinos Inferiores si no…

– Eso es una superstición sin sentido. Mi alma ya habrá vuelto con Dios cuando la Inquisición haya encontrado mi cuerpo. -Imitó unas alas con las manos-. No podrán cogerme. Ti, a veces pienso que deberíamos hacer como los zoroastristas: abandonar el cuerpo en una torre y dejar que los buitres den buena cuenta de él. Es mucho más razonable.

– ¡Papá, no digas esas cosas! No soporto…

– Lo siento, siento hablar de forma tan estúpida. Ssshhh.

Me meció entre sus brazos y empezó a hablarme de cuando yo era un bebé. Poco después, la puerta se abrió y entró un carcelero seguido de un cura.

– No hemos tenido suficiente tiempo -dijo papá, muy enfadado.

– Tu hijo debe marcharse -le dijo el carcelero.

– ¡No me iré! -grité yo.

– No te arrepientas de nada de lo que pueda haber sucedido entre nosotros, Ti -dijo papá en konkaní, antes de besarme en los labios-. Siempre estaré contigo. Te quiero más que a ninguna otra cosa.

Fue como si mi corazón explotara. Me propuse no levantarme de allí. Me quedaría con papá y moriría con él.

El carcelero me agarró por el brazo.

– ¡Levántate! -gritó mientras me obligaba a ponerme de pie.

– Ti, escúchame bien -exclamó papá-. Ve a ver al sultán con Sofía -me dijo-. El sultán cuidará de vosotros. Hace años prometió que lo haría y no es un hombre que suela faltar a su palabra.

– Papá -respondí-, no voy a dejarte.

– Debes hacerlo. Espero que cuides de ti mismo a partir de ahora. ¡Debes darle una buena vida a ese nieto mío!

Maldije al carcelero y al cura mientras me sacaban a rastras de la celda. No paré de gritar ni siquiera cuando ya me habían dejado en la calle y no podía sino mirar las puertas cerradas por las que no podía volver a pasar ningún prisionero sin aceptar antes a Jesucristo como salvador.

Durante dos días intenté convencerme de que papá no tomaría el veneno. Pero a última hora de la tercera mañana, el padre Antonio vino a nuestra casa a informarnos muy apenado de que papá había muerto. Fue el 4 de noviembre de 1591. En la paz de mi corazón, tan escondido que incluso el lamento de mi hermana parecía distante, pensé: «No seremos capaces de continuar con nuestras vidas…».

Si existiera algún tipo de justicia, mis gritos habrían levantado todos los adoquines de las calles de Goa y habrían caído todas las casas hechas pedazos. ¿Qué derecho tenía el mundo a mostrarse tan indiferente ante nuestro destino?

Wadi fue muy amable tanto con Sofía como conmigo, pero la tía María, arrodillándose delante de mi hermana, no tardó en decir algo que me haría creer que, aunque no fuera ella la responsable de la muerte de papá, tampoco le dolía tanto.

– Olvidaréis este momento terrible algún día. Yo os ayudaré a olvidarlo. Todos nos ayudaremos.