– ¡Cállate! -grité furioso-. Yo no voy a olvidar. ¿Por qué querría olvidar el momento en el que supimos que nuestro padre había muerto? ¡Si hablas de ese modo es porque nunca te gustó que viviera abiertamente como judío!
Wadi y el tío Isaac fueron al Santo Oficio para intentar recuperar el cuerpo de mi padre. Papá me había dicho que eso no sería posible y demostró tener razón, por lo que llegó el momento de cumplir su último deseo. Subí al piso de arriba para hablar con Sofía y le pedí a mi tía si podía dejarnos a solas. Mi hermana no había hablado ni comido nada desde que nos habíamos enterado de la muerte de papá. Tenía los ojos abiertos, con la mirada perdida. Se ocultaba dentro de sí misma.
Cuando mi tía se hubo marchado, me senté junto a Sofía y le cogí la mano.
– Me voy, Sofía. Pasaré unos días en la aldea de Tejal. ¿Me oyes? -Sofía parpadeó una vez-. Debo ver a Tejal o no seré capaz de sobrevivir a esto. Volveré dentro de una semana. ¿Estarás bien sin mí?
Ella cerró los ojos y yo me lo tomé como una condena silenciosa.
– Sofía, ojalá no me dejaras solo de esta manera. Te necesito. ¿Comprendes lo que te estoy diciendo? ¿Quieres venir conmigo? Nos iremos juntos. No tenemos por qué volver.
Ni siquiera me miró. Me sentí abandonado y miserable.
– Me voy -le dije-. Cuando vuelva hablaremos con calma, pero no volveré a pasar ni una sola noche en Goa. Te llevaré a casa y luego iremos a visitar al sultán. A menos… a menos que decidas quedarte con Wadi y casarte con él enseguida. Ya sabes que papá te dio su bendición antes de morir, aunque creo que deberías volver a casa unos días, al menos para que Nupi vea que estás… -Iba a decir «bien», pero sentí que tendrían que pasar muchos años para que pudiera decirlo-. Al menos para que Nupi vea que te estás recuperando -concluí.
Estuve a punto de sentarme para insistir lo que hiciera falta, hasta que me mirara, pero sabía que si lo hacía sentiría la tentación de quedarme con ella. Recordé lo mucho que papá me había repetido que cuidase de mí mismo y de mi futuro; cerré la puerta con cuidado al salir.
El perro era grande y muy peludo; sus ojos eran como cuentas negras en una masa lanuda de pelo castaño. Acababa de torcer la esquina para dirigirme a las puertas del sur de la ciudad cuando estuve a punto de tropezar con él. Un chico con un sombrero de paja de ala ancha lo estaba llamando.
– ¡Vem, Carlito! -gritaba.
Mientras me volvía a poner bien la bolsa que llevaba colgada del hombro, un hombre que se identificó como alguacil de la ciudad se me acercó y me preguntó cómo me llamaba. Cuando se lo dije, me informó de que estaba arrestado. Me había estado esperando varias horas, me dijo. Había decidido no arrestarme en casa para no causarle molestias a mi tío.
Quizá lo que me impidió correr fue la sensación de estar atrapado también por el mundo entero. O porque necesitaba ver a Sofía otra vez.
¿O acaso mi deseo de enfrentarme a los que habían perseguido a mi padre me cegó ante los peligros que me acechaban?
Puede que se tratara de una mezcla de todas esas razones, pero a veces pienso que una parte vengativa de mí -un ladrón de almas sobre el que aún no sabía nada- ya esperaba tras una de las puertas de mi mente, calculando la posibilidad de acabar con lo que el que había traicionado a mi familia había empezado.
18
En la tarde del 17 de enero de 1594, más de dos años después de mi arresto y poco más de un mes después del auto de fe en el que Phanishwar fue reducido a humo, me pusieron unos grilletes oxidados cargados con las vidas de docenas de hombres que habían sucumbido a ellos antes que yo y me llevaron al barco que estaba a punto de partir, el que me llevaría a la prisión de Lisboa. Hacía sólo tres días que había cumplido los veintiún años.
Una vez en el muelle, el cura hizo jurar sobre un misal al capitán Martins, un hombre de cruel belleza, pelo plateado y piel curtida por el sol, que me entregaría a la Inquisición. Con su voz desdeñosa, no me costó darme cuenta de que al capitán no le gustaba recibir órdenes de un hombre que no tenía ni rastro de suciedad bajo las uñas de los dedos.
Un tripulante descalzo que sólo hablaba un portugués rudimentario me llevó a una bodega con cuatro barriles de vino del tamaño de una persona. Me dio un cuenco con agua, dos mendrugos de pan y un trozo de queso seco y maloliente. Cuando cerró la puerta, temí pasar todo el viaje atrapado en esa oscuridad asfixiante, pero a la mañana siguiente, muy temprano, mientras navegábamos río abajo, el capitán mandó que me llevaran a cubierta. Cuando perdimos de vista la ciudad, me quitó las cadenas. Las lágrimas empezaron a brotar de mis ojos cuando cedieron los últimos eslabones, pero mi gratitud sólo consiguió indignar a Martins.
– ¡Si te conviertes en una molestia, haré que te azoten hasta que tu sangre diluya ese pellejo de cristiano nuevo! -me dijo.
Arrimado a la barandilla ese primer día, con la sal que me golpeaba la cara y el mar que levantaba el barco hacia el cielo, ni siquiera su desprecio podía herirme. Sentí que si podía ver el sol, sería capaz de resistir mi destino. Y aun así, al anochecer, un temor se apoderó de mí. El horizonte cada vez más oscuro me recordó por qué me marchaba de la India, y me pareció que me dirigía a la ruina más absoluta. No tendría la fuerza necesaria para sobrevivir seis años más en la celda de una prisión. Ahora que papá estaba muerto, no.
Después de cenar, un joven miembro de la tripulación me mostró cuál era mi camastro. Me dio una naranja que había guardado para él antes de marcharse. Bajo la cubierta, mientras pelaba la fruta con las uñas sucias y mal cortadas, me sentí más seguro. Tras casi dos años en una celda de dos metros y medio por tres, era normal que agradeciera unas paredes y un techo a mi alrededor.
A lo largo de esos primeros días, siempre que trataba de rememorar la secuencia de acontecimientos de mi vida, me di cuenta de que el encarcelamiento había dañado, y mucho, mi mente. Tardé días en poder recordar los nombres de los aldeanos que había conocido desde que era un chico y algunos momentos cruciales de mi vida -incluso la muerte de mi madre- parecía que los había vivido algún lejano antepasado. Si me hubiera visto en un espejo, estoy seguro de que habría visto a alguien a quien no sería capaz de reconocer: alguien demasiado delgado hasta para tener una sombra real, demasiado inseguro y frágil, con cicatrices en las muñecas, el lugar por el que su alma había intentado escapar.
Al principio temí estar alejándome tanto de casa, como si fuera a desaparecer sin más, pero una semana más tarde empecé a creer que me habían dado una oportunidad única. Pronto estaría en otro continente, lejos de cualquiera que pudiera esperar algo de mí. No tenía que revelar la verdad sobre mí mismo o sobre mi vida a nadie.
Podía rehacerme como alguien nuevo.
Mientras comía con la tripulación no podía evitar hablar de vez en cuando, ya fuera sobre el débil viento, sobre los peces voladores o sobre los bulliciosos delfines que a veces jugaban junto al barco, y pronto trabé amistad con un marinero de diecisiete años de una pequeña ciudad llamada Tavira. Se llamaba José y había quedado tan embelesado por la India que le encantaba escuchar mis historias sobre mi infancia vivida en el campo. Le hablé de las ranas en las zapatillas y de un cálao llamado Sujay, pero jamás abordé el tema de la muerte de mi padre ni de mi propio encarcelamiento, y José tampoco me preguntó jamás por qué me enviaban a Lisboa. Nuestra amistad se deslizaba por la superficie de las cosas, como me pareció que tenía que ser, ya que sabía que no podía arriesgarme a nada más que a eso.
Si le hubiera contado que lo único que me mantenía en vida era la idea de encontrar a la persona que había traicionado a mi padre para acabar con su vida, ¿me habría creído?