Выбрать главу

Para terminar, cité a san Lucas, pensando en la necesidad que yo mismo tenía de ser paciente:

«Con autoridad y poder, manda a los espíritus inmundos, y salen.»

En mi primera carta a Tejal le pedí que me esperara y le prometí que le sería fiel. Le rogué que me enviara noticias sobre nuestro hijo o hija y acabé sugiriéndole que fuera a ver a mi tío si necesitaba ayuda, pero sólo si se aseguraba previamente de que mi tía no estuviera. Le mandé una flor silvestre seca con la carta, como tantas veces había hecho cuando estaba en la India.

Escribía a Tejal y a mi familia dos veces al mes desde entonces; les mandaba descripciones de la ciudad y de mis pequeñas aventuras con Don Alfonso, ya que me pareció que no tenía sentido sacar a colación más cuestiones desagradables. No esperaba recibir respuesta alguna, ya que nos encontrábamos a varios meses en barco de Goa. Al ver que no obtenía respuesta, no obstante, no pude evitar sentir una decepción que me volvió algo deprimido y mezquino. Les había pedido a Sofía y a Tejal que me escribieran a la prisión Galé de Lisboa, y tenía la esperanza de encontrar sus cartas allí al cabo de unos meses.

Justo antes de abandonar Brasil en agosto, oí que Don Alfonso le contaba mis circunstancias a un mercader que comerciaba con pieles exóticas y que acababa de llegar de Lisboa. Entre otras cosas, el propietario de la plantación afirmó que yo era el hijo mayor de un noble rico que en Goa recaudaba los impuestos portuarios para el rey. Entonces todo cobró sentido: el capitán Martins debía haberle contado a Don Alfonso que yo procedía de una familia importante y el anciano creyó que darme un empleo era una manera de elevar su posición en la ciudad. ¡Todo el tiempo que habíamos estado juntos me había estado exhibiendo como un trofeo!

En la misma conversación también descubrí que el capitán se quedaba con todo mi salario, y que sólo le pagaban la mitad de la tarifa vigente, lo que constituía una prueba, supongo, de que las cosas casi nunca son lo que parecen en esta vida terrenal. Y que la mayoría de la gente prefiere que así sea.

Llegamos a Lisboa el 11 de noviembre de 1594 después de tres meses más en barco y una sola parada en la isla de Terceira, en medio del Atlántico. De esos primeros días en Portugal recuerdo sobre todo las frías lluvias y el viento. Parecía que tuviera los huesos hechos de cristal helado.

Tras una noche en una celda del Palacio Inquisitorial de la plaza principal de Lisboa me llevaron a la prisión de Galé, sobre el banco del río Tajo, más o menos a un kilómetro y medio del puerto. Un barbero me afeitó la cara y la cabeza, y luego me encadenaron al tobillo de un cristiano nuevo de Santarén cuyo nombre era Manuel Lopes. Tenía una apariencia enfermiza -color ceniza- e iba muy encorvado porque había sido torturado recientemente. No quiso mirarme ni decirme nada. Más tarde, otro prisionero me contaría que cuando lo colgaron por las muñecas, Manuel había admitido que su esposa y sus hijos eran judíos secretos. De ese modo se salvó a sí mismo de la hoguera mortal, pero su familia se pudría ahora en las tripas de alguna mazmorra de la Inquisición.

He conocido a mucha gente desgraciada, pero Manuel era el único cuyo espíritu se había extinguido completamente. Aún hoy, no sé cómo podía continuar viviendo.

Enseguida pregunté si habían recibido alguna carta para mí, pero me dijeron que no había llegado ninguna. Sospeché que me las ocultaban, pero no recibí más que amenazas cuando se las supliqué a los carceleros.

– Incluso a Jesús le dieron el pergamino de Isaías -les dije, pero era obvio que no les interesaba demasiado su propio salvador, ya que me dieron una buena paliza.

Junto con doscientos prisioneros más, Manuel y yo fuimos conducidos hasta los astilleros ese primer día de mi nueva vida, y nos pusieron a trabajar como estibadores, que es lo que me tocaría hacer durante lo que me quedaba de sentencia. Desde que salía el sol hasta que se ponía, descargábamos frutos secos, azúcar, telas de algodón, especias, madera y cualquier otra cosa de provecho que pudieran mandar desde las colonias. También se nos encargaban tareas de baja categoría, como recoger piedras para los lastres, reparar redes y limpiar aulagas para fabricar cuerdas. Mantenían apartados de nosotros a varios esclavos africanos que habían sido castigados por intentar escapar de sus amos. Ante el más mínimo quejido, esos desgraciados eran azotados con una cuerda llena de nudos. También trabajaban apartados media docena de moros que habían sido capturados durante una batalla naval cerca de la costa de Marruecos. Durante mi tercer mes de trabajo, vi que un soldado apuñalaba con una daga en la mejilla derecha a un musulmán porque se había negado a saltar al río Tajo para recuperar una cesta que había caído por la borda. Con un marcado acento árabe, el pobre hombre juró que no sabía nadar, pero eso al parecer no se consideraba una excusa válida.

Dormíamos en camastros en un dormitorio húmedo y frío -tanto los criminales comunes y los hombres que había enviado la Inquisición- y nos dieron a cada uno de nosotros una camisa azul muy holgada y una gorra, así como un abrigo grueso de lana gris que utilizábamos como manta por las noches. Podíamos comer, tantas como quisiéramos, una especie de galletas negras, tan duras que los hombres las llamaban tijolo esmagado, ladrillo aplastado. También nos daban pequeñas cantidades de carne en salazón y habas. Mis fantasías incluían los mangos y a veces, mientras dormía, me parecía oler el vindaloo que solía preparar Nupi.

Los domingos asistíamos a misa en la capilla de la prisión. Por aquel entonces yo ya citaba tan bien a los evangelistas que todo el mundo me consideraba un converso beato. Ayudaba al cura más anciano, el padre Pedro, en su servicio; mi tarea era la de encender todas las velas, dado que él ya no podía subirse a la escalera. Era un hombre fantástico que a menudo intentaba hacerme reír, pero sus payasadas sólo conseguían recordarme a mi padre.

Estuve enfermo casi todo ese invierno, y a menudo tuve fiebre y temblores a causa de ese tiempo tan frío, pero cuando llegó el mes de marzo y el sol lucía durante más tiempo sobre la ciudad sentí que recuperaba mis fuerzas. Si quitaba el tiempo que había pasado en el mar y en San Salvador con Don Alfonso, me quedaban poco más de cinco años para acabar de cumplir mi sentencia.

Estoy seguro de que papá habría querido que me ennobleciera trabajando en los años siguientes para estrechar lazos con los otros prisioneros pero, en lugar de eso, lo que hice fue acumular mi amargura y mi rabia con la avaricia de un joven Midas, y echado en mi camastro panza arriba, exponía esos sentimientos a la luz para poder admirar su forma y su lustre, les sacaba brillo cuando estaba a solas, siempre impresionado por su rotundo resplandor.

No tardé en entender que quienquiera que hubiese traicionado a mi padre ante la Inquisición debía haber conspirado contra él durante meses; para estar seguro de su éxito, ese traidor habría considerado esencial anotar hasta el último detalle de las herejías de papá, por nimias que pudieran ser. Además, habría tenido que planificarlo todo con sumo cuidado para poder robar el manuscrito de mi bisabuelo en el momento justo y sacarlo a escondidas de nuestra granja sin que nadie se enterase.

Los inquisidores que recibieron ese valioso texto antiguo habrían tenido que llevar a cabo una investigación exhaustiva sobre mi padre para poder construir una acusación sólida contra él. Incluso si los enemigos secretos de papá proporcionaron a los curas los nombres de posibles testigos -y aunque les hubieran ofrecido sobornos para inducirlos a testificar contra mi padre-, el proceso de acumular testimonios habría tardado por lo menos varias semanas.

También llegué a creer que Wadi y la tía María eran las únicas personas a las que conocía que me parecían lo suficientemente taimados para instigar una conspiración de ese tipo. También eran los únicos que odiaban lo suficiente a mi padre como para conspirar contra él durante meses.