Esa premeditación deliberada continuaba siendo lo que, en mi opinión, convertía ese crimen en algo tan malvado. Al final, mis fantasías acababan invocando las formas más crueles de asesinato.
Una vez tras otra, encerraba a mi tía y a mi primo en una mazmorra y los condenaba a morir de hambre hasta que los dos acababan confesando que habían robado el manuscrito de mi tío abuelo para poder destruir a papá. Y por lo que respecta al padre Carlos Miguel Fonseca, al que despreciaba casi con la misma vehemencia, lo engañaba para que entrase en la cámara de tortura de mi mente con algún señuelo, igual que él había engañado a Phanishwar para apartarlo de su vida. Luego lo destrozaba con la ayuda de cuerdas y poleas.
Las decenas de miles de cajones que tuve que llevar de un lado a otro y los carros de mercancías que tuve que arrastrar llegaron a penetrar en mis fantasías asesinas contra Wadi, la tía María y los inquisidores, y esas fantasías reforzaban a la vez mis músculos y mi voluntad. ¿Sería una exageración decir que me renovaron para convertirme en alguien nuevo y mejor?
Dar rienda suelta a mi odio volvió a darme un motivo para seguir viviendo y, no obstante, durante mis primeros meses en Lisboa en ocasiones luché contra mis sentimientos más oscuros, como un adicto al opio que rechazara el tranquilizante aroma de su pipa. A veces dejaba que mi frustración sacara lo mejor de mí y me enzarzaba en peleas con otros hombres. Una vez, al sentir la necesidad imperiosa de cometer un error irreparable, cogí una plancha de madera y golpeé con ella en toda la cara a un ladrón de Coimbra que había intentado robarme la capa, con lo que le rompí un pómulo. Y la cicatriz en forma de «C» que tengo en la oreja derecha me la hizo la uña de un asesino de Braganza, enfadado porque le dije que no escupiera cuando yo estuviera cerca. Saltó sobre mí mientras yo descargaba bacalao en salazón, pero conseguí zafarme de él y lanzarlo al río antes de que pudiera dejarme más cicatrices en la cara.
Una vez aceptado mi exilio de la India y mi destino, empecé a comprender la utilidad de formar alianzas en prisión y trabé amistad con varios tipos. Incluso los más fanfarrones y salvajes llegaron a comprender que jamás me rendía si me enzarzaba en una pelea y tendían a mantenerse alejados de mí.
Uno de los prisioneros con los que trabé amistad era un pastor de la iglesia anglicana educado en Oxford que se llamaba Benedict Gray, que posteriormente escribiría de forma muy elocuente sobre sus experiencias en prisión, en un volumen publicado en Londres en 1602 titulado Una breve narración de la Inquisición en Lisboa. Me han dicho que el libro se ha vendido muy bien y que puede encontrarse en casi cualquier biblioteca británica.
Llegué a aprender inglés estudiando con Benedict Gray cada noche, ya que entonces creía que conocer otra lengua europea podría serme útil, y el hecho de tener un amigo de un país sin católicos podría llegar a ser una gran ventaja para mí.
Mientras discutíamos acerca de su visión del cristianismo, Benedict me contó que el rey Enrique VIII había prohibido el culto papista, que es como los anglicanos llamaban a los católicos romanos. El pastor incluso creía que el papa era un anticristo cuyo objetivo era apartar a los hombres y a las mujeres del verdadero mensaje de compasión del Mesías.
A él y a otros les conté que era el hijo adoptado de un exportador de tejidos. No tenía hermanos ni hermanas. Que había aprendido latín y a tirar con el arco en la escuela jesuita de Goa.
¿Me creyeron? No me importó; me hacía sentir seguro robar el pasado de otra persona y al lado de eso las opiniones que los demás pudieran tener de mí me importaban menos que el polvo de las colonias portuguesas en la India, África y Brasil que había sacudido de mi ropa. La necesidad que sentía de dar caza al asesino de mi padre se escondía tras las palabras piadosas y las amables mentiras que solía pronunciar en público.
No me llegaba ninguna carta de Sofía, de Tejal ni de mis tíos. Empecé a escribirles el último domingo de cada mes, ya que en nuestro día de descanso una monja de rostro dulce llamada María Magdalena venía a prisión con papel y una pluma, y tomaba nota de cualquier cosa que cada hombre quisiera comunicar a su familia. La hermana María Magdalena pronto se dio cuenta de que yo sabía escribir y, animándome a coger el cálamo, insistió en que no perdiera la esperanza de recibir respuesta algún día.
Al ver que las noticias seguían sin llegar, no obstante, dejé de aprovecharme de sus visitas con el convencimiento de que cualquier intento sería en vano. Supuse que si me habían enviado alguna carta, debían haberla confiscado.
Al final de mi tercer año en Lisboa, un cristiano nuevo, un mercader llamado Marcos Severino Pereira, empezó a dar limosnas a los prisioneros. Cuando me dio una gruesa manta de lana, sus ojos de color castaño mostraron tanta compasión que impulsivamente le pregunté si podía decirle a mi familia que me escribieran y mandaran las cartas a su dirección. Al principio, jugueteó nervioso con el llavero que llevaba asido al jubón y tartamudeó alguna excusa relacionada con los meses que pasaría alejado de Lisboa. Sin duda tenía miedo -dada mi reputación- de que aún fuera un hereje, pero cuando le aseguré que simplemente ansiaba tener noticias de mi hermana, aceptó a condición de reservarse el derecho de leer mi correspondencia.
A su casa llegó una primera carta de mi tío meses después de haberla escrito, casi cuatro años después de mi llegada a Lisboa. Cuando vi la caligrafía serpenteante de mi tío Isaac, tan parecida a la de mi padre, sentí que todo daba vueltas a mi alrededor y mis manos empezaron a temblar. Todo el tiempo que había pasado alejado de la India se reducía a nada. Mientras leía la carta, floté por encima de mí mismo hacia un lugar en el que sus palabras sonaban tiernas y susurradas.
Fue muy inteligente por tu parte pedirle ayuda al Senhor Pereira. Tengo esperanzas de que finalmente llegues a recibir lo que te escribo. Te mando todo mi cariño y mi amor.
Luego me dio la noticia que tanto ansiaba recibir:
Se ha levantado tu orden de destierro. Por tanto, eres libre de volver con nosotros en cuanto hayas cumplido tu pena. Haré que te transfieran fondos a través del Senhor Pereira para que puedas volver a casa sin tener que seguir trabajando.
Mi tío también me escribía para contarme que Wadi había asumido gran parte de su trabajo en Goa. Mi tío pasaba gran parte de su tiempo en Damão y en Diu, pequeñas colonias portuguesas en la India con las que esperaba poder establecer mayores vínculos comerciales. Entre líneas interpreté que su matrimonio con mi tía estaba en las últimas.
Sobre mi hermana y mi futura esposa sólo escribió una línea: «Sofía te echa muchísimo de menos y hace poco tuve noticias de Tejal, que por lo visto está bien».
Pensé que no se había extendido más porque ellas también querrían escribirme por separado, pero nada de lo que me mandaron me llegó jamás. Con tan poca información, mi mente no tardó en fantasear acerca de las desgracias que podrían haber sufrido y que mi tío podría estar ocultándome. En las cartas posteriores le pedí que me lo contara todo sobre ellas y que les rogara que me escribieran directamente, pero nunca me dijo nada que no fuera que las cosas les iban bien.
No dijo nada de nada respecto a mi hijo o hija, aunque escribí a mi tío durante mi arresto para contarle que Tejal estaba embarazada. ¿Acaso había nacido muerto? Ése pasó a ser mi principal temor, me preocupaba que si nuestro bebé estaba muerto, los padres de Tejal podrían haberla obligado a casarse con otro. Empecé a comprender que en la India me esperaba un mundo que ya no sabría reconocer. Intenté prepararme para lo peor, pero lo único que sabía con toda seguridad era que, en cuestión de amores, prepararse sirve de muy poco.