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Rompí la nota y la lancé al río mientras volvía andando a la prisión. Estaba nervioso y entusiasmado. Sentí como si estuviera cruzando un río construido con mis deseos prohibidos.

Varios días más tarde, volví a escribirle, para decirle que aún no había obtenido respuesta del buen padre sobre sus planes de viaje.

He sentido una gran desilusión por no haber recibido ninguna respuesta en absoluto, especialmente porque el señor Benjamin había planificado vuestro viaje con mucho esmero. Estaba seguro de que apreciaríais todo lo que había hecho por vos y, aunque confío que vuestro silencio se debe sólo a la poca fiabilidad de las comunicaciones entre Goa y Lisboa, no puedo evitar preguntarme si ha ocurrido algo. Rezo por que no os encontréis enfermo ni os hayáis enojado conmigo por algún motivo. Por favor, tened la amabilidad de escribir a vuestro humilde sirviente.

Durante las dos semanas siguientes dibujé de memoria un retrato detallado del padre Carlos, con el Santo Oficio de Goa de fondo. Luego le envié dos cartas más. En la primera le decía:

Qué alegría he sentido al recibir de nuevo noticias vuestras, Su Excelencia. Gracias por vuestros regalos. A mi esposa le encantó el hermoso pañuelo de seda. Esos maravillosos bordados deben haberlos realizado los dedos más ágiles de la India. Y respecto a mi cepillo de carey, ¡ojalá tuviera más pelo por peinar!

Todos vuestros amigos del más sutil conocimiento os agradecen vuestros buenos deseos.

Debo añadir que no era necesario que me enviarais tantos regalos, fue un honor por mi parte poder ayudaros con vuestros planes. Espero que Tierra Santa viva siempre en vuestro interior a partir de ahora.

He tenido contacto con Charles Benjamin y me asegura que los deseos del Senhor Antonio Ribeiro también se han satisfecho recientemente.

Saludos cordiales,

James Matthews

P.D. He transferido vuestro pago a Charles Benjamin; os agradece enormemente la generosa gratificación que añadisteis.

«El hombre bueno, del buen tesoro del corazón saca buenas cosas.»

San Mateo 12

Mi segunda carta incluía el retrato que había dibujado del padre Carlos. Se lo enviaba para rebatir la afirmación del cura de que mi alter ego, James Matthews, lo había confundido por otra persona. Encima del dibujo escribí en inglés:

A Su Reverencia, el padre Carlos Miguel Fonseca:

Hice este dibujo durante mi estancia en Goa, como podéis ver. Confío en que no habréis cambiado tanto durante los últimos tres años y os reconoceré a pesar de mis humildes talentos.

Fue un placer hacer negocios con vos y el señor Matthews.

Saludos,

Charles Benjamín

Cualquiera que abriera mi carta y viera mi dibujo sabría de inmediato, por supuesto, que no había ninguna confusión de identidades.

No recibí más comunicaciones procedentes de Benedict Gray en las semanas siguientes, por lo que llegué a la conclusión de que el padre Carlos había decidido que el silencio sería el recurso más seguro.

Ese otoño llegó una carta, no obstante, de alguien a quien no había visto desde hacía muchos años: Sara, la chica a la que Wadi había dejado por mi hermana. En ella me contaba que mi tío le había dado la dirección del señor Pereira. Tras expresar sus esperanzas de que me encontrara bien, me contaba que le había prometido a mi tío Isaac que no me comentaría ciertos temas especialmente delicados. «Y, no obstante, me siento obligada, por lo menos, a decir lo siguiente», y añadió:

Tus tíos seguramente te ocultan algunas cosas que han sucedido estos últimos años. Me siento obligada a escribirte a este respecto porque lo que te cuenten probablemente contradiga lo que tu hermana me contó a mí. Por tanto, cuando vuelvas a Goa, te ruego que vengas a verme. Por favor, Tiago, no te formes opiniones firmes acerca de lo que sucedió entre Wadi y tu hermana hasta que hayas hablado conmigo.

Con temor, me pregunté a qué podría estar refiriéndose, pero más que eso, me preguntaba si era posible que Sara supiera quién nos había traicionado a mi padre y a mí. Por desgracia, no llegaron más cartas que explicaran sus crípticas palabras.

El 19 de diciembre de 1959, tras completar mi deuda de seis años con el Santo Oficio, salí de la puerta principal de la prisión de Galé para encontrar el viento y la lluvia implacables que siempre había asociado con el invierno lisboeta. Me santigüé y murmuré plegarias cristianas mientras me dirigía al centro de la ciudad.

Durante esos primeros días que pasé fuera de mi dormitorio, me sentí abandonado. Me parecía imposible que nadie me estuviera vigilando o restringiendo mis movimientos. Desorientado como estaba, imaginé que mucha de la gente con la que me crucé eran espías contratados para seguirme. No dejaba de mirar por encima de mi hombro mientras andaba.

Con los fondos de mi tío, conseguí una buhardilla en un hostal desvencijado tras la iglesia de San Miguel, en el barrio de la Alfama. Me oculté allí durante unos días, acurrucado bajo mi manta de lana, comiendo queso y pan, y bebiendo sólo agua. Mi sueño era febril. El silencio nocturno ocultaba monstruos con los dientes ensangrentados de Kali. No había soñado con esas criaturas asesinas desde la muerte de mi madre.

Cuando me atreví a salir por algo más que unos simples minutos, fui a que un barbero me despiojara y me cortara las uñas bien cortas. Compré ropa cálida, entre otras cosas unos buenos pantalones de color beige, en la Rua Nova, donde muchos judíos conversos tenían sus comercios. A punto estuve de comprar también un Nuevo Testamento para refrescar la memoria, pero ya en la librería, el olor a papel y piel me recordó tanto a la biblioteca de mi padre que tuve que salir de allí a toda prisa. Anduve varios kilómetros río arriba para bañarme; cerca de allí, unas lavanderas hacían la colada aporreando la ropa mojada contra las piedras. Una de ellas me dio un trozo de un basto jabón negro. Cuando salí del agua fue la primera vez que iba limpio desde mi llegada a Lisboa. Sentí que había recuperado mi cuerpo. Mientras volvía a casa andando, el temor a que me vigilaran empezó a diluirse. Era como si la fresca agua del río me hubiera convencido de que al fin era un hombre libre.

Durante los días siguientes, descubrí muchas cosas de Lisboa que no había podido ver antes. Pasaba horas sentado en lo alto de la colina de Graça para ver a la gente por la calle, más de cien metros por debajo de donde me hallaba, cada persona con sus propias historias. Aunque ansiaba desesperadamente el consuelo de su amistad, pensé: «Cuando esto acabe, desapareceré unos años…».

Empecé a comprar cada día pan y fruta en la Rua de San Pedro, donde los abuelos de mi padre habían vivido. Los tenderos no habían oído hablar jamás de mangos y papayas, por lo que tenía que comprar manzanas rojas y peras verdes en su lugar, pero la fruta de Europa siempre me ha parecido demasiado dura y no acabé de acostumbrarme a ella. Me las arreglé para encontrar uvas e higos secos, y finalmente algo de coco seco también. Mezclaba los copos con miel y untaba la mezcla en el pan de hogaza que hacían en Portugal, aunque pronto empecé a comerla simplemente con una cuchara. El sabor me transportaba a la India. A veces, cuando el sol entraba por mi ventana, cerraba los ojos e imaginaba que la estatua de Shiva de mamá me protegía desde la entrada.

Al final de la primera semana que pasé en libertad, me senté en el suelo de mi habitación con una escribanía. Escribí cuidadosamente dos cartas con la caligrafía del padre Carlos y les puse fechas anteriores a la última carta que yo le había enviado. No me había atrevido a trabajar en esas cartas antes de abandonar la prisión porque habría tenido que esconderlas en algún lugar en casa del Senhor Pereira, lo que podría haberlo puesto en peligro a él.