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– No, ¿verdad? ¿O sí?

Ella bajó la mirada, estaba avergonzada e incómoda. Me di cuenta de que hubiese deseado que me quedase en Lisboa. Yo le estaba haciendo revivir recuerdos y sentimientos que deseaba olvidar, incluyendo, quizá, su sentimiento de culpa por haber testificado contra nosotros ante la Inquisición.

– ¿Acaso no conoces el sermón de la montaña? -le pregunté, con despecho-. Es lo que estaba citando.

– Lo conozco, pero ¿tú también?

– Sólo pude encontrar consuelo en Jesucristo. Y seguiré necesitándolo para soportar todo esto.

Se inclinó hacia mí.

– ¿Es cierto lo que estás diciendo? -preguntó con un susurro ansioso.

– ¿Por qué tendría que mentirte después de todo lo que ha sucedido?

– No lo sé, pero debemos ser prudentes. Esto aún es Goa, y el Santo Oficio aún…

– Ya no le tengo ningún miedo al Santo Oficio. Jesucristo me protegerá.

Se sorprendió al ver que me santiguaba. Nuestras miradas se encontraron y yo me mostré impasible.

– Si… si eres un verdadero cristiano, Ti, entonces todo irá bien. Eso lo cambia todo.

Aparté el brazo del que me tenía agarrado mientras me hablaba.

– Debes quedarte aquí hasta que vuelva Francisco Javier -dijo de repente-. Mandaré que vayan a buscarlo. Él te ayudará.

– No necesito su ayuda.

– ¿Es que no comprendes lo mucho que sufrió Tejal cuando te fuiste? Fue muy desgraciada. No le quedó nada por lo que luchar. Si el bebé hubiera sobrevivido, entonces… quizás…

Abrí la puerta.

– ¡Lo que está hecho, hecho está! -gritó mi tía a mis espaldas-. Tejal ha vuelto a sus costumbres hindúes, Ti. ¡Deja las cosas como están!

No sé cómo lo hice para que mis pies continuaran caminando los kilómetros que recorrí durante los dos días siguientes. Cuando pedía que me indicaran el camino en los campos de arroz, mi propia voz me sorprendía, como si procediera de un ser vacío. No me habría extrañado si el Señor me hubiera visitado y me hubiera dicho que ésos eran los últimos momentos que me quedaban de vida. ¿Comí o bebí algo? ¿Notaron mi desesperación aquellos con los que hablé? ¿Y me ofrecieron palabras de consuelo?

Uno hace lo que debe hacer, especialmente si la muerte anda cerca. Quizás ésa es la regla más importante de esta vida. O su misterio más sorprendente.

Me refugié en mis pensamientos incrédulos. Mi cuerpo era una coraza que los rodeaba. Mis manos eran de hielo.

«Cuida de tu hermana…» Mi madre había cruzado un puente desde el otro mundo para decirme eso. Y pese a todo, no estaba en mis manos cambiar nada. El Señor hizo lo que Él quiso con todos nosotros.

Lentamente, como si sucumbiera poco a poco a la corriente del río, me dejé arrastrar por mis fantasías mientras caminaba hacia Benali. Empecé a creer que mis tíos me estaban ocultando a mi hermana. Habrían pensado que era un peligro para ella. Puede que le hubiesen contado que yo había muerto en Lisboa.

Mi tía había dicho que mi cristianismo lo cambiaba todo. ¿Acaso había querido decir que ahora podría contarme dónde estaba mi hermana?

¿Qué habría ganado Wadi matándola? ¿Creyó que yo no volvería jamás y que con la muerte de Sofía podría quedarse con nuestra granja? Al fin y al cabo, la Iglesia no podía haberse apropiado de ella ya que estaba fuera de territorio portugués. Quizá simplemente quería su libertad, librarse de una esposa a la que ya no amaba.

El sol brillaba con tonos dorados y rosados sobre el horizonte del océano cuando llegué a Benali. Las cabañas de la aldea me parecieron más tristes de lo que recordaba, apiñadas como huérfanos durmiendo bajo los tamariscos y las higueras sagradas. Unos adolescentes jugaban en la arena, riendo y gritando para provocarse mutuamente. Uno de ellos llevaba flequillo y tenía los ojos grandes y marrones.

– ¿Arjuna? -lo llamé.

Otro joven, ligeramente mayor que el primero -puede que fueran hermanos-, se volvió como si le hubiera alcanzado una flecha.

– ¿Cómo sabes mi nombre? -preguntó, poniéndose erguido, como un guerrero.

– Si eres tú el chico que yo conocía, entonces representamos juntos a Ganesha hace muchos años. -Al ver su mirada de sorpresa, añadí-: Mi hermana y yo vinimos de visita con Nupi una vez, y Madesh me golpeó en la cabeza con una espada.

El chico sonrió.

– ¡Ahora te recuerdo! Eres Tiago.

Corrieron todos hacia mí. Les dije que había estado estudiando en Lisboa, y que Sofía estaba bien. Negaron con la cabeza cuando les pregunté si Tejal aún vivía con sus padres.

– No, ahora vive por allí. -Arjuna señaló con el dedo una de las cabañas más alejadas.

Me dijo que se adelantaría corriendo para contarle que estaba en Benali, pero le dije que no era necesario. Dejé que el optimismo por mi futuro me convenciera de que sorprender a Tejal sería más emocionante para los dos.

Cuando vi a Tejal estaba arrodillada sobre el porche recubierto de estiércol prensado, frente al océano, regando las plantas de albahaca que tenía en macetas de barro cocido. Su perfil había envejecido y sus curvas eran más llenas y suaves de lo que yo recordaba. Ya era una mujer. Cuando se volvió hacia mí, sus ojos negros se llenaron de una emoción tan profunda que imaginé que contenían todas mis esperanzas además de las suyas.

La necesidad de tocarla me hizo soltar un gemido cuando nuestras miradas se encontraron. No estaba seguro de si sería capaz de formar una voz con todas las cosas que sentía que se habían roto dentro de mí. En lugar de eso, la saludé con la mano. Fue un gesto estúpido, pero sentía una tormenta de emociones en mi interior que aún no era capaz de expresar.

Ella se sobresaltó y dejó caer la jarra que tenía en la mano, que se rompió por la mitad.

Yo sonreí, como hacemos a veces cuando vemos cómo nos ha tratado la vida. Levanté las manos en un gesto de disculpa.

– He vuelto -dije.

Se levantó, pero en lugar de correr hacia mí o de saludarme, se volvió de espaldas.

– Tejal, he vuelto para bien, podemos volver a empezar -le dije.

Ella se envolvió el cuerpo con los brazos, como si la hubiese sorprendido el frío.

– Por favor… por favor, mírame -le supliqué.

Pero no lo hizo. Salió corriendo y se encerró en su casa.

Dejé caer la cabeza, maldiciéndome por haber intentado sorprenderla. Habría necesitado tiempo para preparar nuestro reencuentro. Debería haber dejado que Arjuna le contara que estaba aquí. Él conocía las costumbres de una aldea india mucho más que yo. Al fin y al cabo, no podía esperarse que una joven hindú recibiese a su amor perdido con besos.

Cuando la llamé otra vez, mi voz sonó débil. En el terrible silencio posterior me di cuenta de que la aldea estaba viva, llena de ruidos sordos: los vecinos de Tejal que se escondían de mí y susurraban entre ellos.

«Están esperando a ver qué hago», pensé.

Estuve a punto de volver a llamarla, pero pensé que quizá sólo conseguiría que el cielo cayese sobre nuestras cabezas si lo hacía. Sólo quería gritar de frustración.

«La esperaré -pensé-. Es lo único que sé hacer.»

Me senté en la cálida arena, preparado para permanecer allí el tiempo que hiciera falta hasta que saliese, pero de repente vi que Ajira, la hermana de Nupi, venía corriendo hacia mí, encabezando un grupo de mujeres, con los pliegues del sari recogidos. El anochecer ya había empezado a extender sus sombras por el mundo. Ajira llevaba una lámpara de aceite en la mano que hacía brillar su pelo gris como si de plata se tratara.

Me levanté para saludarla, pero ella retrocedió.

– El marido de Tejal llegará pronto a casa. No debe encontrarte aquí.

– ¿Tejal está casada?

Antes de que Ajira pudiera responder, Darpak, uno de los ancianos que nos habían elegido a Sofía y a mí para representar a Ganesha, se acercó a nosotros. Su pelo blanco era menos tupido y llevaba una gran cruz de madera colgada alrededor del cuello. Los críos se daban empujones por seguirlo y de vez en cuando asomaban la cabeza desde detrás de sus piernas para poder verme.