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«Para que viendo, vean y no perciban; y oyendo, oigan y no entiendan.» San Marcos 4.

Busqué al padre Antonio, el confesor de mis tíos, tras la misa de domingo a la que asistí. Mi tía había salido a toda prisa para organizar una cena con varias de sus amistades, y Wadi se había ido a casa temprano para echar la siesta, por lo que me las arreglé para estar un minuto a solas con el cura. Estaba muy delgado, como siempre, y tenía la cara pálida como si le hubieran practicado una sangría con sanguijuelas. Después de saludarlo en las escaleras de la catedral y de recordarle quién era, derivé el tema hacia el padre Carlos Miguel Fonseca.

– ¿Por qué preguntas por él, hijo mío? -susurró sorprendido el padre Antonio.

– Me pidió que lo avisara a mi vuelta. Estaba muy interesado en mi crecimiento espiritual. Por favor, dígale que vuelvo a estar en Goa si lo ve.

Él sacudió el aire que nos separaba con la mano para evitar que dijera nada más.

– Baja la voz -dijo mientras se inclinaba hacia mí-. Ha sido encarcelado por el Santo Oficio -me confió.

Me sentí henchido de alegría, pero me las arreglé para soltar unas lágrimas pensando: «No es suficiente, Phanishwar, pero es todo lo que puedo ofrecerte…».

– Dios quiera que no sea por mucho tiempo -mentí.

El padre Antonio negó con la cabeza como si el caso del jesuita ya estuviera perdido. Me cogió por un brazo y me apartó de algunos feligreses que se habían congregado cerca de donde estábamos.

– Deja que te dé un consejo -me dijo-. No hables de él, ni le digas a nadie que lo conocías.

– Pero ¿por qué no? Tiene que ser inocente.

– Dicen que era el cabecilla de una conspiración urdida por judíos secretos para tomar el control del mismísimo Santo Oficio.

– ¿Judíos secretos? ¡Imposible!

– No, algunos de los soldados -e incluso el capitán de la flota -eran miembros del grupo. Según me han dicho, hasta podrían haber recibido ayuda de los protestantes ingleses. En Londres odian al papa.

Ése era el mejor regalo que podría haber imaginado: chusma judía y protestante por todas partes, ¡y amenazando el poder de la mismísima Inquisición!

– Supongo que a sus perseguidores les llevará un tiempo descubrir hasta dónde alcanzaba la conspiración -dije-. «Echad la red y hallaréis» -añadí citando el Evangelio según san Juan.

– No debes decirle a nadie que hemos hablado de esto -dijo el cura mientras miraba a su alrededor para asegurarse de que no nos oía nadie. Luego alzó la vista hacia el cielo y murmuró un avemaría. Vi que temía por su propia vida, lo que me hizo sentir como si estuviera sentado en un trono sombrío.

Necesitaba ocupar mis días con algo mientras buscaba pistas que me indicaran quién nos había traicionado a mi padre y a mí. Dado que muy difícilmente podría ilustrar Coranes y libros de oraciones para el sultán mientras estuviese en territorio portugués, Wadi me sugirió que trabajara como ayudante del encargado de su almacén principal, un hombre vago pero de maneras amables que llevaba muchos años trabajando para mi tío Isaac. Ese encargado andaba siempre arrastrándose por ahí calzado con unas zapatillas puntiagudas de seda de color carmesí, hasta el punto de que había recibido el sobrenombre de Chinelos, que significa «zapatillas». Pronto me encargué de llevar un registro de todas las mercancías que recibíamos de nuestros proveedores indios antes de enviarlas a Lisboa. El viejo Chinelos tenía mucha paciencia conmigo y el trabajo que me daba era de mi agrado, especialmente porque con frecuencia me ofrecía la oportunidad de observar a Wadi sin tener que hablar con él. Todos los obreros indios le hablaban a mi primo con un tono respetuoso, pero pronto me di cuenta de que cuando se volvía de espaldas, un buen número de ellos miraban a su patrón de reojo con desprecio. Chinelos me contó que una vez mi primo perdió los nervios y le dio un golpe brutal a un anciano indio porque a éste se le había caído y roto en pedazos una bandeja de porcelana, ricamente decorada, que Wadi le había ofrecido como regalo al duque de Lerma, un poderoso noble castellano al que había estado intentando convencer -sin éxito, al final- para que se convirtiera en su socio comercial.

– La sangre corrió por las manos de ese hombre aquel día -me contó apenado el encargado-. Los trabajadores no lo han olvidado.

A menudo me sentaba ante la lápida de Sofía después del trabajo, a últimas hora de la tarde, le ofrendaba alhelíes y caléndulas que solía comprar en el mercado y le susurraba en konkaní preguntas sobre las cosas que yo había visto y hecho durante los últimos años. Más tarde, cuando se ponía el sol, me iba a alguno de los barrios indios, en parte para que, si alguien me estaba siguiendo, viera que no había nada sospechoso en que pasase un tiempo allí, pero también porque era un rato durante el que conseguía librarme de los portugueses. Solo con la gente de mi tierra, me atiborraba de dulces de coco y de té amargo, y a veces me permitía llorar en silencio por todo lo que había perdido, especialmente por mi hijo. El recuerdo de estar acostado junto a Tejal pesaba en mi pecho como un saco de piedras. En esas ocasiones, ni siquiera me molestaba en cubrirme los ojos, sino que exhibía mi pena como un mendigo.

No quisiera exagerar la tristeza que sentía. Me acechaba a oleadas, por lo que a veces pasaba días enteros sin ningún rastro de melancolía. Incluso cuando las ideas taciturnas amenazaban con hundirme, me daba cuenta de la poca importancia que tenían, de que no eran más que molestias que no me disuadirían de realizar el viaje que me correspondía emprender. Además, el hecho de ocultar tantas cosas confería cierta importancia a mis acciones, una importancia que no habían tenido jamás hasta entonces. Había sido capaz de arruinar a un cura respetado y erudito a seis mil kilómetros de distancia, de encerrarlo en una celda no muy distinta de aquella en la que yo había pasado dos años. Tenía poder, y empezaba a creer que había sido un joven demasiado corto de entendimiento porque no había logrado comprender que el Dios del Antiguo Testamento respetaba ese poder más que cualquier otra cosa. Él -y cualquier otro dios que pudiera estar observando nuestro mundo- podría llegar a condenarme cuando acabase, pero también me admiraría.

Aunque Wadi y yo tuvimos unas cuantas conversaciones sobre las primeras dos semanas que pasamos juntos, nos sentíamos agobiados por el miedo a ofendernos mutuamente. Empezamos a relajarnos cuando empecé a criticarle en broma, ya fuera por su pelo hirsuto o por los jubones con bordados de oro que solía llevar en las ocasiones más especiales. Él interpretaba todo eso como un signo de mi renovado afecto, justo como yo había esperado; era una indicación, también, de mi posición supeditada, ya que me esforzaba en encontrar nuevas puyas que lo divirtieran, como si fuera su hermano menor. Él empezó a reírse espontáneamente y a guardar menos las formas durante la cena, e incluso ponía los ojos en blanco cuando su madre soltaba algún comentario vanidoso o autocomplaciente. Juntos no tardamos en formar un frente unido contra ella, como cuando éramos pequeños, volvimos a ser amigos gracias a un enemigo común. Debió hacer que se sintiera más seguro el hecho de que pudiéramos recrear un poco de la magia de nuestra juventud. Eso probablemente conseguía que la tía María se sintiera más segura de sí misma, también; porque de ese modo le daba la sensación de que nada importante había cambiado.

Pronto me sentí seguro, lo suficiente para preguntar sobre el manuscrito de Berequías Zarco. Cuando les dije que no tenía ni idea de si aún estaría en la granja, Wadi dijo que debía estar seguro en el lugar donde lo habíamos escondido, y que había dado órdenes explícitas al mayordomo que había contratado de que cuidara especialmente de los muebles. Mi tía dijo con toda naturalidad que había olvidado completamente que ese manuscrito existiera.

Ninguno de los dos sugirió que debiéramos volver pronto a la granja para asegurarnos de que aún estuviese allí. Seguramente se habrían puesto de acuerdo sobre lo que debían decir si se lo llegaba a preguntar, aunque también podía ser que estuvieran diciendo la verdad.