A partir del banco inferior y en forma ascendente, cada miembro del Consejo se iba poniendo de pie, daba a conocer su nombre, y declaraba que también, por su parte, aceptaba la palabra del rubio luchador de espada. Cuando todos hubieron terminado, mi padre me entregó las armas que se hallaban delante del trono. Sobre mi hombro colocó la espada de acero, sujetó el escudo redondo en mi brazo izquierdo, me puso la lanza en la mano derecha y lentamente dejó descender el casco sobre mi cabeza.
—¿Cumplirás con el código de los Guerreros? —me preguntó.
—Sí —dije.
—¿Cuál es tu Piedra del Hogar?
Sospeché cuál era la respuesta que se esperaba de mí y respondí:
—Mi Piedra del Hogar es la Piedra del Hogar de Ko-ro-ba.
—¿Y en aras de esta ciudad empeñas tu vida, tu honor y tu espada? —preguntó mi padre.
—Sí —respondí.
—Entonces —prosiguió y me colocó solemnemente las manos sobre los hombros—, te declaro de este modo Guerrero de Ko-ro-ba, en mi calidad de administrador de esta ciudad, en presencia del Consejo de las Castas Elevadas.
Mi padre sonrió. Me quité el casco y me sentí muy orgulloso al escuchar el consentimiento del Consejo, la variante goreana del aplauso, que consiste en que la mano derecha golpee en rápida sucesión el hombro izquierdo. Aparte de los candidatos que debían ser admitidos en la Casta de los Guerreros, nadie podía entrar armado a la sala del Consejo. Si hubieran estado armados, mis hermanos de casta del último banco habrían manifestado su aplauso con la lanza y el escudo; en las circunstancias actuales se atuvieron a la forma generalmente aceptada de expresar el aplauso. De algún modo yo tenía la impresión de que se sentían orgullosos de mí, a pesar de que no podía imaginar el motivo. Al menos aún no había realizado nada que justificara su interés.
Acompañando a Tarl el Viejo abandoné la sala del Consejo y entré en una pequeña sala lateral para esperar allí a mi padre. En la habitación había una mesa, sobre la que se encontraban algunos mapas. Tarl el Viejo se inclinó de inmediato sobre ellos. Me llamó a su lado, y mientras los miraba atentamente me iba señalando determinados lugares.
—Y aquí —dijo finalmente y colocó el dedo sobre el papel— está la ciudad de Ar, enemiga mortal de Ko-ro-ba, la capital de Marlenus, que desea convertirse en Ubar de todo Gor.
—¿Y esto de alguna manera se relaciona conmigo? —pregunté.
—Sí —dijo Tarl el Viejo—. Tú viajarás a Ar, robarás su Piedra del Hogar y la traerás a Ko-ro-ba.
5. Las luces de la fiesta de la plantación
Subí a mi tarn, esa espléndida ave salvaje. El escudo y la lanza estaban sujetos a la silla de montar; llevaba la espada encima del hombro. Del lado derecho de la silla colgaba una ballesta con una aljaba llena de flechas; y del lado izquierdo, un arco con una segunda aljaba. Las bolsas de la silla de montar contenían el equipo liviano que un tarnsman suele llevar consigo —en particular raciones alimenticias, una brújula, mapas, cordones y cuerdas de repuesto para el arco—. En la silla, delante de mí, se encontraba una muchacha. Estaba encadenada y llevaba una gorra de esclava sobre la cabeza; era Sana, la esclava de la torre, a quien había visto el día de mi llegada a Gor.
Saludé desde mi tarn a Tarl el Viejo y a mi padre, tiré de la primera rienda y de inmediato comencé a volar. Dejé atrás la torre y las diminutas figuras humanas que se encontraban en ella. Solté la cuarta rienda y tiré de la sexta, marcando de este modo la dirección hacia Ar. Cuando pasé el cilindro en el que Torm guardaba sus rollos escritos, creí ver al pequeño escriba de pie junto a su ventana ensanchada Alzó un brazo azul en señal de saludo. Daba una impresión de tristeza. Respondí a su saludo y volví la espalda a Ko-ro-ba. Poco quedaba de la excitación que había sentido al realizar mi primer vuelo. Estaba preocupado y molesto por ciertos aspectos desagradables de la misión que me esperaba. Pensé en la muchacha inocente, sentada delante de mí, en estado inconsciente.
¡Cuán sorprendido me había sentido cuando Sana apareció en la pequeña habitación junto a la sala de reuniones! Se había arrodillado delante de mi padre, que me explicó el plan del Consejo.
El poder de Marlenus —o al menos gran parte de su poder— se basaba en el mito de la victoria que lo rodeaba como un manto mágico, y parecía atraer milagrosamente a los soldados y habitantes de su ciudad. No habiendo sido vencido en ninguna batalla, en su condición de Ubar de todos los Ubares, se había resistido audazmente a devolver su título. Esto había ocurrido hacía unos doce años, al finalizar una guerra de menor importancia en los valles. Sus hombres continuaron jurándole lealtad, y no lo habían abandonado a la suerte normalmente deparada a un Ubar demasiado ambicioso. Los soldados y el Consejo de su ciudad habían cedido a sus amenazas y promesas; deseaba colmar a Ar de poder y riquezas.
En realidad, parecía que habían colocado su confianza en el hombre indicado. Ar no era una ciudad sitiada, aislada, a la manera de muchas en Gor, sino una metrópoli, en la que se conservaban las Piedras del Hogar de numerosas ciudades que hasta hacía poco habían sido libres. Existía un Imperio de Ar, un estado vigoroso, arrogante, aguerrido, que estaba interesado muy a las claras en aniquilar a sus enemigos y extender más y más su hegemonía política a través de las llanuras, montañas y desiertos de Gor.
No podía pasar ya mucho tiempo sin que también Ko-ro-ba tuviera que enviar su relativamente reducido poder bélico compuesto de tarnsmanes, contra el Imperio de Ar. Mi padre, en su calidad de administrador de Ko-ro-ba, había intentado formar una alianza contra Ar, pero las Ciudades Libres se habían opuesto a ello, llenas de orgullo y desconfianza; temían verse afectadas en su propia zona de influencia. Habían llegado al extremo de expulsar a los enviados de mi padre a latigazos, como a esclavos, de sus salas de Consejo, una ofensa que normalmente hubiera desencadenado una guerra. Pero mi padre sabía que un conflicto entre las Ciudades Libres era precisamente lo que Marlenus deseaba: era, pues, preferible que se considerara a Ko-ro-ba una ciudad poblada por cobardes. Pero si ahora se lograba robar la Piedra del Hogar de Ar, símbolo y núcleo del Imperio, podría destruirse también el poder mágico de Marlenus. Se convertiría en objeto de escarnio y sus propios hombres desconfiarían de él, un jefe que había perdido su Piedra del Hogar. Podría considerarse un hombre de suerte si no era empalado públicamente.
La joven que estaba sentada delante de mí comenzó a moverse; el efecto de la droga iba desapareciendo. Se quejó en voz baja y se reclinó en la silla. Al partir le había soltado las ataduras de sus pies y manos y sólo le había dejado el ancho cinto que la sostenía sobre el lomo del tarn. No me proponía cumplir con el plan del Consejo hasta los últimos detalles —por lo menos no en lo que concernía a esa muchacha, a pesar de que se había hecho cargo de su papel y sabía que no saldría con vida de esa empresa—. Apenas sabía de ella algo más que su nombre —Sana— y que era una esclava de la ciudad de Thentis.
Tarl el Viejo me había contado que Thentis era conocida por sus bandadas de tarns y que el nombre procedía de las montañas que la rodeaban. Guerreros de Ar habían asaltado en cierta oportunidad las bandadas de tarns y las torres exteriores de Thentis y en esa ocasión se habían apoderado de la muchacha. El día de la fiesta del amor había sido vendida en Ar y la había comprado un agente de mi padre. Ese hombre tenía el encargo de adquirir, de acuerdo con el plan del Consejo, una muchacha dispuesta a dar su vida para llevar a cabo la venganza contra la ciudad de Ar.
La joven me daba lástima. Había sufrido mucho e indudablemente no pertenecía a la misma especie que las jóvenes de la taberna; seguramente no le había resultado fácil vivir como esclava. De algún modo yo sentía que, a pesar de su collar de esclava, era un ser libre —ya desde el instante mismo en que mi padre le había ordenado que se sometiera a mí y me aceptara como su nuevo amo—. En esa oportunidad se había levantado, había atravesado la habitación hasta llegar al lugar donde yo me encontraba y se había arrodillado delante de mí; al hacerlo bajó la cabeza y me ofreció las manos con los antebrazos cruzados, No se me escapó el sentido ritual de este gesto: me ofrecía sus muñecas como indicándome que la encadenara. Su papel en el plan era sencillo, pero mortal.