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Aún hoy recuerdo cada palabra de esa carta:

Escrito el 3 de febrero del año de Nuestro Señor de 1.640

Tarl Cabot, hijo mío:

Perdóname, pero no existe otra alternativa. La decisión ha sido tomada. Haz siempre lo que consideres justo según tu propio interés, pero has sido elegido y no puedes eludir tu destino. Te deseo lo mejor a ti y a tu madre. Lleva contigo el anillo de metal rojo y tráeme, por favor, un puñado de tierra verde.

No conserves esta carta. Debe ser destruida.

Afectuosamente

Matthew Cabot

Leí el texto una y otra vez y mientras lo hacía me iba sintiendo extraordinariamente tranquilo. Estaba seguro de que todavía estaba en mi sano juicio. Metí la carta en la mochila. Debía regresar inmediatamente a la ciudad. No sabía de cuánto tiempo disponía, pero si se trataba de algunas horas, quizá aún lograría llegar a una carretera, un río o una choza.

Lleno de inquietud miré a mi alrededor. De algún modo tenía la sensación de ser observado, una sensación bastante desagradable. Me puse las botas y el abrigo, recogí mi mochila y apagué el fuego.

Algo relumbraba en la ceniza. Me agaché y recogí el anillo. Estaba caliente por el fuego, pero era duro y sólido; un pedazo de realidad. Existía. Lo deslicé dentro del bolsillo de mi abrigo.

Apremiado por el impulso indefinido de abandonar el campamento me marché en la oscuridad. Era algo así como desafiar al destino, porque apenas podía ver mi mano delante de los ojos. Había avanzado a tientas entre los árboles unos veinte minutos cuando advertí horrorizado que se incendiaban la bolsa de dormir y la mochila sobre mi espalda. Con un movimiento precipitado arrojé lejos de mí la carga quemante. Parecía como si estuviera contemplando un alto horno. Yo sabía que la carta era la causa de este infierno y me estremecí al imaginar qué habría ocurrido si hubiera guardado el sobre en el bolsillo del abrigo.

Si reflexiono acerca de esto en la actualidad, resulta en realidad extraño que no haya huido despavorido. Por el contrario, examiné los restos de mi bolsa de dormir con una pequeña linterna y comprobé que, en apariencia, el sobre se había disuelto sin dejar ningún rastro. Al mismo tiempo se percibía un perfume desconocido en el aire.

Reflexioné acerca de si el anillo podría incendiarse de la misma manera, pero aunque parezca extraño, lo puse en duda.

¿Acaso no me habían indicado expresamente que llevara el anillo y me deshiciera de la carta? Una advertencia que, por imprudente, había desoído.

De todos modos, todavía me quedaba la brújula, que representaba un fuerte vínculo con la realidad. La silenciosa llamarada me había confundido; había perdido el sentido de la orientación. Mi brújula me auxiliaría. Pero al tomar la bitácora, me pareció que mi corazón dejaba de latir: la aguja se movía ciegamente trazando un círculo, como si de repente ya no existieran las leyes de la naturaleza.

Por primera vez después de haber hecho el extraño hallazgo perdí la serenidad. La brújula había sido mi ancla, mi apoyo, algo en que confiar. Se escuchó un ruido intenso: indudablemente mi propia voz, que estalló en un alarido repentino y asustado que siempre recordaré con vergüenza.

Momentos después salí corriendo como un animal aterrorizado. Ya no recuerdo cuánto tiempo corrí. Quizá durante algunas horas, quizá sólo unos minutos. Innumerables veces tropecé o caí, y otras tantas veces las ramas de pino se me clavaban en la carne y me retenían.

De repente salió la luna e iluminó la pendiente con su fría luz. Caí al suelo exhausto. Por primera vez en mi vida había sentido un miedo incontrolable, al que me había sometido por completo, como a una fuerza a la que no puede ofrecérsele ninguna resistencia. Debía cuidarme de este poder. Miré a mi alrededor y distinguí la meseta rocosa sobre la que había instalado mi campamento, y las cenizas del fuego. Había regresado al campamento.

Sentí la tierra debajo de mí, la presión contra mis músculos doloridos, el cuerpo bañado en sudor. Y sabía que era bueno sentir dolor. Era importante poder sentir: eso me indicaba que estaba vivo.

Entonces, vi descender la nave. Durante un breve instante pareció una estrella fugaz, luego la distinguí con claridad, como un ancho y grueso disco plateado. Silenciosamente aterrizó sobre la meseta rocosa. Un leve soplo estremeció las hojas en el suelo y me levanté. Al mismo tiempo se abrió una puerta en el costado de la nave. Tenía que entrar en ella. Recordé las palabras de mi padre: «No puedes eludir tu destino». Antes de embarcarme, permanecí un instante de pie y recogí un puñado de tierra verde, en respuesta al pedido de mi padre. También para mí mismo era importante tener algo que representara mi patria. Tierra de mi planeta, de mi mundo.

2. La Contratierra

Cuando desperté, me sentía descansado. No tenía la menor idea acerca de qué había ocurrido conmigo después de mi ascenso a la nave. Abrí los ojos, y casi esperaba encontrarme en mi cuarto en el college. Pero no era así; yacía sobre una superficie lisa, dura, quizás una mesa, en una habitación circular con techo bajo. Las ventanas largas y estrechas me recordaban las cañoneras de torres medievales. A mi derecha colgaba un gran tapiz con una escena de caza. Un grupo de cazadores atacaba a un animal de aspecto desagradable, semejante a un jabalí; aunque, por cierto, en comparación con los hombres, resultaba excesivamente grande. Además tenía cuatro colmillos, que parecían tan afilados como cuchillos.

Del otro lado colgaba un escudo redondo con unas lanzas cruzadas por detrás. El escudo me recordaba los escudos griegos de épocas tempranas, pero no pude descifrar los signos que contenía. Encima del escudo había un casco con una incisión más o menos en forma de Y para los ojos, la nariz y la boca. De las armas, que colgaban allí de la pared, emanaba cierta dignidad severa, como si estuvieran listas para el combate.

Aparte de estos adornos en la pared y de dos bloques de piedra, que quizá servían de sillas, la habitación estaba vacía; las paredes, el techo y el suelo eran lisos como si fueran de mármol. Parecía que no había puertas. Me incorporé, me dejé deslizar por la mesa de piedra y fui hacia una ventana. Miré hacia fuera y vi el Sol, tenía que ser nuestro Sol. Aparentaba ser algo más grande de lo que yo recordaba. El cielo era azul, lo mismo que en la Tierra. Respiraba libremente, y esto me hacía pensar en una atmósfera que contenía mucho oxígeno. Por consiguiente, tenía que estar en la Tierra. Pero cuando seguí mirando a mi alrededor, comencé a darme cuenta de que no podía tratarse de mi planeta de origen. El edificio en el que me encontraba parecía formar parte de un enorme grupo de torres, cilindros planos que se extendían interminablemente, de formas y tamaños diferentes, comunicados entre sí por puentes angostos y coloreados.

No pude asomarme por la ventana lo suficiente como para reconocer también el suelo, pero en la lejanía podían divisarse montañas cubiertas de vegetación verde. Desconcertado, volví a acercarme a la mesa, contra la cual casi me golpeé la cadera. Sentí como si, a causa de un vahído, hubiera tropezado. Di una vuelta por la habitación y, por fin, salté sobre la mesa de la misma manera que normalmente subo un escalón. Era diferente, era otro movimiento. Sí, debía de tratarse de eso: una fuerza de gravitación menor. El planeta era pues, más pequeño que nuestra Tierra y, de acuerdo con el tamaño aparente del Sol, estaba quizás algo más cerca de él.

Mi vestimenta consistía en una túnica roja, sostenida en las caderas por un cordón amarillo. Vi que me habían colocado el anillo rojo con la «C». Tenía hambre y trataba de concentrarme, pero no me servía de nada. Me veía a mí mismo como a un niño que se encuentra de repente en un mundo de adultos completamente incomprensible.

Un sector de la pared se desplazó hacia un lado y apareció, un hombre alto y pelirrojo. Tendría alrededor de cincuenta años y estaba vestido igual que yo. Evidentemente se trataba de un hombre procedente de la Tierra. Me sonrió, colocó sus manos sobre mis hombros y dijo con cierto dejo de orgullo: