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—Los Reyes Sacerdotes —me dijo— tienen su Lugar Sagrado en las Montañas Sardar, un desierto en el que nadie puede internarse. Para la gran mayoría, el Lugar Sagrado es tabú. Hasta ahora nadie ha regresado de esas montañas.

Mi padre parecía mirar al vacío.

—Ha habido casos de idealistas y rebeldes que hallaron la muerte en las pendientes heladas de los Montes. Si uno desea aproximarse debe ir a pie, pues nuestros animales no se atreven a acercarse al lugar. Miembros de los cuerpos de algunas personas que habían buscado refugio allí se encontraron en las llanuras, como pedazos de carne arrojados para alimento de los animales de rapiña desde una distancia inconcebible.

Mi mano agarró el jarro con cierta vehemencia.

—A veces —prosiguió—, algún anciano se pone en camino hacia las Montañas para encontrar allí el secreto de la inmortalidad. Pero nadie ha regresado jamás. Algunos afirman que llegan a ser Reyes Sacerdotes, pero yo más bien creo que querer averiguar su misterio significa una muerte segura.

A continuación, mi padre me explicó las leyendas que circulaban acerca de los Reyes Sacerdotes, y me enteré que, al menos en un aspecto, eran los verdaderos dioses del planeta, ya que podían aniquilar o controlar todo lo que deseaban. Según rezaba la opinión general no se les escapaba nada de lo que ocurría en el planeta, pero si esto era cierto apenas parecían percatarse de ello, como pude enterarme después. Según decían, tendían hacia la santidad y en su recogimiento íntimo no se podían ocupar de las nimiedades del mundo exterior. Esta suposición, por cierto, no me parecía estar de acuerdo con el terrible destino que aguardaba a todos aquellos que escalaban las Montañas Sardar. Me costaba imaginar a un santo espiritualizado que sale un momento de su estado contemplativo para despedazar a un intruso y dispersar sus restos sobre la llanura.

—Existe, sin embargo, un área —dijo mi padre— por la cual los Reyes Sacerdotes muestran sumo interés: la tecnología. Ellos limitan, mediante intervenciones activas, nuestro desarrollo en esta área. Resulta increíble, pero las armas más poderosas que nos permiten utilizar a nosotros, los cismontanos, que vivimos a la sombra de las Montañas, son la lanza y la ballesta. Aparte de esto no existen medios mecánicos de transporte o de comunicación o dispositivos de detección, como por ejemplo el radar, sin los cuales resulta imposible imaginar la vida militar en la Tierra.

»Por otra parte, nosotros los mortales, los cismontanos, hemos evolucionado mucho en cuanto a áreas como iluminación, construcción de ciudades, agricultura y medicina —me miró divertido—. Seguramente te habrás interrogado por qué esas numerosas lagunas en nuestra tecnología no fueron llenadas pasando por alto a los Reyes Sacerdotes. Sería extraño que no hubiera mentes en este mundo capaces de inventar algo así como un fusil o un tanque.

—Yo pienso lo mismo —dije.

—Y así es —agregó mi padre con enojo—. De tiempo en tiempo ocurre algo por el estilo, pero los inventores siempre son aniquilados poco después. Mueren devorados por las llamas.

—¿Cómo el sobre de metal azul?

—Sí —dijo—. Quien posee un arma prohibida debe morir devorado por las llamas. A veces, algunos hombres valientes llegan a poseer material bélico y eluden la Muerte Llameante, quizá durante un año. Pero más tarde o más temprano se los descubre.

—¿Y cómo explicar entonces la existencia de la nave que me trajo hasta aquí? ¡Es un ejemplo magnífico de vuestra tecnología!

—No de nuestra tecnología, sino de la de los Reyes Sacerdotes —dijo—. No creo que la tripulación de la nave contara con hombres procedentes de las sombras de las Montañas, a cismontanos.

—¿La tripulación estaría constituida por Reyes Sacerdotes? —pregunté.

—Sinceramente creo que la nave de las Montañas Sardar se hallaba pilotada a distancia, de la misma manera, según dicen, que todos los viajes de adquisición.

—¿Adquisición?

—Sí —dijo mi padre—. Hace mucho yo realicé el mismo viaje extraño que realizaste tú. Igual que muchos otros.

—Pero ¿con qué fin, con qué propósito? —pregunté.

—Cada uno, quizá, por un motivo diferente, con diversos fines —dijo.

Mi padre me relató entonces que, según referencias de los Iniciados, que se consideraban intermediarios entre los Reyes Sacerdotes y los hombres, el planeta Gor había sido alguna vez el satélite de un sol lejano. La ciencia de los Reyes Sacerdotes lo habría desplazado repetidas veces y habría encontrado para él una y otra vez nuevas estrellas. Consideré poco probable esta historia, y no en última instancia por las enormes distancias. Si era cierto que el planeta había sido movido alguna vez —y yo sabía que esto era empíricamente posible— debió de ocurrir desde una estrella que se encontrara muy próxima. Quizá Gor había sido alguna vez un satélite de Alfa Centauro aunque también en este caso las distancias eran casi insuperables.

Existía otra posibilidad, que le comuniqué a mi padre: quizás el planeta siempre había sido parte de nuestro sistema, claro que sin haber sido descubierto. Esto parecía probable si se tenían en cuenta los estudios astronómicos realizados durante milenios desde el hombre de Neandertal hasta los brillantes investigadores de Monte Wilson y Monte Palomar. Asombrado advertí que mi padre admitía sin más esta hipótesis absurda.

—Esa —dijo vivazmente— es la teoría del escudo solar. Es por esta razón que también imagino a menudo al planeta como la Contratierra, no sólo porque se asemeja tanto a nuestro planeta de origen, sino porque se encuentra exactamente opuesto a la Tierra en su órbita. Tiene la misma órbita de revolución y mantiene siempre el fuego central entre sí y su hermana planetaria la Tierra, a pesar de que esto requiera de tiempo en tiempo una variación en la velocidad de revoluciones.

—Pero es imposible que no lo descubran —objeté—. No se puede esconder sin más un planeta del tamaño de la Tierra. ¡Es imposible!

—Subestimas a los Reyes Sacerdotes y su ciencia —dijo mi padre sonriendo—. Todo poder capaz de mover un planeta, y yo creo que los Reyes Sacerdotes lo tienen, también puede influir en la velocidad general de revolución de este cuerpo celeste, a fin de que el Sol nos sirva constantemente de escudo protector. Estoy convencido que los Reyes Sacerdotes pueden neutralizar la fuerza de gravitación, por lo menos en una zona limitada, y creo que efectivamente lo hacen. Por ejemplo, ciertos indicios físicos, que hacen pensar en la existencia de un planeta —como rayos luminosos y ondas sonoras— pueden ser desviados, quizás por una deformación de la fuerza de gravitación del universo en la proximidad del planeta, por lo cual las ondas luminosas y sonoras se dispersan, se desvían o son reflejadas; y, de este modo, no delatarían la presencia de ese mundo. De la misma manera pueden manejarse satélites de exploración —agregó mi padre—. Naturalmente sólo cito aquí algunas hipótesis, pues lo que hacen realmente los Reyes Sacerdotes, y cómo lo hacen, sólo ellos lo saben.

Vacié mi jarro.

—Efectivamente existen indicios acerca de la existencia de la Contratierra —dijo mi padre—. Determinadas señales naturales en el campo de radiaciones del espectro.

Mi sorpresa era evidente.

—Sí —agregó—, pero como la suposición de que pudiera existir otro mundo no es digna de crédito, estas referencias han sido interpretadas en conformidad con otras teorías, a veces se prefirió suponer imperfecciones en los instrumentos antes que admitir la presencia de otro mundo en nuestro sistema solar. Y es que es más fácil creer sólo lo que se quiere creer.

Mi padre no tenía nada más que decirme. Se levantó, me tomó por los hombros, me retuvo durante un instante y sonrió. A continuación el sector de la pared se desplazó silenciosamente hacia un costado y mi padre abandonó la habitación. No había dicho nada acerca de la misión que me esperaba aquí. La razón por la cual yo había venido a la Contratierra era algo acerca de lo que todavía no deseaba conversar conmigo, y tampoco me explicó el secreto relativamente poco importante de la extraña carta. Lo que más me dolía era que no había hablado nada acerca de sí mismo. Sentía un deseo imperioso de conocer más de cerca este amable extraño que era mi padre.