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—No vendrá aquí —finalizó la enana tranquilamente—. El horario de visitas finalizó hace más de una hora, y nuestras puertas están cerradas… a las personas sanas. Te descubrimos escabulléndote sin ser visto por una puerta lateral, y vine a echarte. El horario de visitas empieza de nuevo mañana a media mañana. Los letreros lo dicen muy claro. Si te hubieras molestado en leerlos. Tú y…

—Fiona.

—… podéis regresar mañana. —Retrocedió al vestíbulo y señaló una puerta situada en el otro extremo—. Tu amigo podría estar mejor para entonces.

—Señora, jamás he considerado a Dhamon Fierolobo mi amigo. —Rig le dedicó un cortés saludo con la cabeza y pasó junto a ella, con los talones de las botas golpeando rítmicamente sobre el suelo de baldosas.

Cuando las pisadas se apagaron por completo, una sombra se deslizó de debajo de la cama más pequeña y se acercó sin hacer ruido a Dhamon.

—Creí que ese hombre no se iría jamás —susurró el desconocido en una voz velada que sonaba como una brisa ardiente resbalando sobre arena—. De pie en el umbral y sin hacer otra cosa que mirarte, sin decir nada que valiera la pena, y luego apareció esa mujer rechoncha. ¡Cerdos! ¿Dónde estaban sus modales? Ni siquiera te trajo flores o dulces.

La figura era delgada, envuelta en una capa gris con capucha de un tono tan oscuro que parecía un pedazo de noche caído al suelo. Del interior de la capucha surgió una profunda inhalación.

—Uf, este hedor es insoportable.

Dhamon abandonó las fingidas convulsiones, abrió los ojos y dedicó a su visitante una leve sonrisa.

—Uno se acostumbra a él.

Una mano de delgados dedos se alzó y desapareció en el interior de la capucha, para sofocar una náusea.

—Yo jamás podría acostumbrarme a esto —surgió la apagada respuesta—. Me alegro de que seas tú quien yace aquí, Dhamon Fierolobo, y no yo. ¡Uy!

—¿Mal? —aventuró el otro, cambiando de tema.

—Él y el hombrecillo están en la ciudad. Está noche efectuarán su ronda. Igual que yo. Tal como planeamos. —A continuación la figura dejó caer una pequeña bolsa de cuero en una de las botas de Dhamon y se deslizó silenciosamente hasta el vestíbulo.

* * *

Poco antes de medianoche, Dhamon se incorporó, desentumeció y friccionó la zona posterior de sus pantorrillas, terriblemente doloridas de descansar sobre los pies de aquella cama tan pequeña. Se acercó con cautela a la puerta, atento a los ruidos.

No había nada por lo que mereciera la pena preocuparse. Sólo el leve siseo de su propia respiración y algún que otro gemido procedente de los pacientes de las otras habitaciones. No había nadie por allí; incluso parecía como si los encargados de cuidarlos se hubieran ido a dormir por fin.

Los centinelas de la Legión de Acero acababan de pasar de nuevo por el vestíbulo, lo que indicaba que al cabo de unos instantes estarían patrullando la zona. Los caballeros efectuaban siempre tres vueltas previsiblemente monótonas y lentas, custodiando vigilantes a sus camaradas heridos. Dhamon había estado escuchando el hospital desde su llegada poco después del alba y había memorizado la monótona rutina de los caballeros, por lo que sabía que dispondría de poco más de media hora para trabajar sin que lo descubrieran.

Tiempo más que suficiente.

Avanzó con pasos quedos hasta la ventana y abrió de par en par uno de los postigos, aspirando con fuerza el cálido aire fresco que le ofrecía cierto respiro al acre ungüento con el que le habían untado todo el cuerpo. Se preguntó cómo incluso alguien enfermo podía soportar aquella cosa, pues el remedio parecía peor que la enfermedad. Estiró el cuello a un lado y a otro y no divisó a nadie en la calle. Sólo le llegaron ruidos confusos, música amortiguada y cantos desafinados procedentes de una taberna situada al final de la calle. Empezó a quitarse las vendas, y la luz de la luna mostró su delgado cuerpo atlético que relucía con un brillo de sudor. El pecho bien torneado, el estómago tirante, las piernas musculosas, y en el centro del muslo derecho una escama de dragón, de un negro lustroso y atravesada por una reluciente línea plateada. Alrededor de la escama y por todas partes de su elevada figura se entrecruzaban docenas de marcas de zarpas. Sólo el rostro se había salvado del ataque, y era anguloso y atractivo, a pesar de la descuidada melena que lo coronaba.

Dhamon eliminó parte del asqueroso ungüento de su pecho y brazos con ayuda de los vendajes y echó otra ojeada a un lado y otro de la calle. Los jardines ya no estaban vacíos, y sus oscuros ojos centellearon mientras estudiaba la figura rechoncha que andaba torpemente sobre la hierba reseca que constituía el estrecho césped del hospital. Siguió observando hasta estar seguro de que se trataba de un borracho que intentaba encontrar el camino a su casa. Cuando el enano se introdujo por fin, tambaleante, en la calle y se perdió de vista, y tras observar que los centinelas de la Legión de Acero iniciaban su primera ronda, Dhamon estiró la mano para coger sus ropas. Éstas se hallaban en muy mal estado, e incluso su chaleco de cuero mostraba cortes entrecruzados. Además estaban desgastadas, con el color tan descolorido y la tela tan delgada que debería haberlas desechado hacía ya mucho tiempo.

Recogió la bolsa de cuero del interior de las botas y dejó éstas de pie sobre la alfombra situada a los pies de la cama. Era inútil ponérselas y recorrer los pasillos entre el repiqueteo de sus talones, se dijo, los pies descalzos resultarían más silenciosos. Cerró con cuidado los postigos y regresó a la puerta, volviendo a escuchar los ruidos del otro lado. Aún nada. Estupendo, articuló en silencio, mientras se introducía en el vestíbulo y avanzaba en silencio junto a una fila de faroles, que colgaban equidistantes a lo largo de la pared. Sólo uno estaba encendido. A medida que había avanzado la noche, habían ido apagando todos los otros, y el único que seguía ardiendo tenía la mecha recortada para que sólo despidiera un apagado resplandor.

Dhamon echó una mirada a dos puertas abiertas mientras andaba, abriéndose paso entre las sombras para espiar a caballeros envueltos en gruesos vendajes, algunos gimoteando en voz baja mientras dormían. A unos cuantos les faltaban los brazos y las piernas. Pasó junto a una puerta en la que se leía Consultorio de los Cuidadores, por cuyos resquicios se filtraba una tenue luz sobre el suelo. Con un poco de esfuerzo, consiguió distinguir la amortiguada conversación de dos enanos, que discutían sobre el estado de un paciente. No era cosa de su incumbencia y, por lo tanto, siguió adelante.

Instantes más tarde llegaba al final del vestíbulo, donde una amplia escalera curva se abría hacia la oscuridad. Como un felino, Dhamon se deslizó en silencio peldaños arriba y no tardó en encontrarse en el piso superior, donde otro solitario farol proporcionaba una luz espectral. Empezó a andar hacia el extremo opuesto del pasillo, pues sabía, por habérselo oído decir a los cuidadores, que era allí adonde tenía que ir. Entonces se detuvo de repente y se aplastó contra una pared cuando un joven enano cargado con un cubo lleno de vendas sucias salió bastante ruidosamente por una puerta cercana y casi lo rozó al pasar. El enano no lo vio; con su ancho rostro taciturno fijo en el cubo, farfullaba para sí en su lengua materna. El enano tampoco olió a Dhamon, porque un hedor aún peor surgía de la habitación que acababa de abandonar.