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Cuando el cuidador desapareció escaleras abajo, el hombre metió la cabeza en la habitación para asegurarse de que nada allí podía desbaratar sus planes. Había una docena de guerreros tendidos sobre lechos, con heridas de diversa consideración y todos ellos tratados con un apestoso bálsamo u otro; la olorosa mezcla competía con los repugnantes aromas de la carne gangrenada y la sangre, tanto fresca como seca. La figura de la cama más cercana no respiraba y despedía el olor dulzón de la muerte. Dhamon había estado en suficientes campos de batalla para reconocer su aroma. Convencido de que esa calamidad sería la responsable de la expresión taciturna del enano, y nada de lo que debiera preocuparse, se encaminó hacia su objetivo.

El corredor resultaba espectral, silencioso y caluroso. Respiraciones resollantes, gemidos, toses y ronquidos resonaban obsesivos, erizando los pelos del cogote de Dhamon. Cada paso que daba era cauteloso, pues en ciertos sitios las baldosas eran resbaladizas, tal vez por culpa de la sangre o el sudor, o de algo que los enanos habían usado anteriormente para limpiar.

Por fin llegó al final del pasillo y se encontró frente a una puerta cerrada. Allí era, estaba seguro, pues se trataba de la única puerta de ese piso que lucía un candado, y la pesada cerradura de hierro se encontraba sobre dos gruesas tiras de metal que conectaban el marco a una puerta de aspecto muy resistente.

Dhamon abrió la bolsa de cuero y, como se hallaba demasiado lejos del farol, confió en sus bien adiestrados dedos para localizar lo que necesitaba. Tras arrodillarse ante la puerta y amortiguar su respiración, eligió dos finas ganzúas de metal y se puso manos a la obra. Sus grandes y sudorosas manos y los largos dedos dificultaban la tarea, pero insistió y por fin el mecanismo recompensó sus esfuerzos con un leve chasquido. Colocó la mano detrás del candado para que no golpeara la madera al abrirse, luego sacó con cuidado el cierre y lo depositó en el suelo, vacilando sólo cuando un sonoro y gutural gemido hendió el aire. Fue seguido por una tanda de toses profundas, y a continuación el paciente se calmó. Dhamon esperó unos momentos más, luego abrió las tiras de metal y probó el tirador de la puerta.

Frunció el entrecejo y maldijo por lo bajo. El candado no era suficiente por sí solo, farfulló en silencio, al tiempo que llevaba las ganzúas hasta el ojo de la cerradura y las introducía en su interior. Una se partió, con un repentino sonido agudo, y él contuvo el aliento y volvió a esperar. Nada. Sólo ronquidos y débiles quejidos de dolor, y el crujido de una cama al girar alguien en el lecho. Dejó transcurrir unos instantes y seleccionó una ganzúa más larga, que sus torpes dedos estuvieron a punto de dejar caer. Regañándose a sí mismo en silencio, se secó las manos en las calzas y reanudó la tarea.

Le pareció que transcurrían horas en lugar de segundos hasta que por fin venció al segundo mecanismo. Volvió a guardar las herramientas, se secó las manos otra vez y probó el tirador. En esta ocasión la puerta se abrió… a una oscuridad total. Malditos sean mis ojos humanos, pensó. Pero no iba a darse por vencido; no después de tomarse tantas molestias para conseguir entrar en el hospital. Se incorporó y se deslizó pasillo abajo, siempre alerta por si se despertaba algún paciente y por si aparecían más cuidadores enanos, echando veloces miradas al interior de las salas ante las que pasaba para asegurarse de que nadie se movía.

Arrancó un farol de la pared y lo encendió, para regresar veloz y en silencio a la oscura habitación. Se introdujo en su interior y cerró la puerta a su espalda. Aspiró más profundamente ahora, muy incómodo. Allí dentro no había ventanas y la estancia era tan pequeña como una despensa, con la atmósfera de su interior irrespirable y sofocante. Accionó la mecha, para tener más luz, y ésta reveló estantes y más estantes desde el suelo hasta el techo, todos repletos de arcas de madera, morrales, bolsas para monedas y más cosas. No había mucho espacio para moverse, y cada objeto estaba laboriosamente etiquetado con el nombre de su propietario, a salvo de ladrones que pudieran introducirse en las habitaciones de los pacientes y robarles sus cosas de valor mientras ellos se encontraban demasiado débiles para resistirse, a salvo hasta que sus propietarios hubieran recuperado la salud para marchar o, en el más desdichado de los casos, hasta que los supervivientes vinieran a reclamarlas.

Una sonrisa iluminó el rostro de Dhamon cuando observó que las estanterías tenían escaleras incorporadas para que las usaran los enanos. Él no necesitaría escaleras. Imaginó que habrían transcurrido diez minutos desde que abandonara su habitación, por lo que aún le quedaban veinte minutos o más. De todos modos, tiempo más que suficiente.

Colocó el farol en el suelo y empezó a abrir una bolsa tras otra, juntando a toda prisa piezas de joyería, en su mayoría anillos, pero también unas cuantas cadenas de grueso oro y plata pertenecientes a los caballeros más adinerados. Había unas pocas piezas femeninas, una un viejo y delicado anillo con diminutas perlas engastadas, y otra un delicado broche para capa, bien pertenecientes a damas guerreras, bien recuerdos de esposas y amantes.

Dhamon descubrió una pequeña bolsa de terciopelo llena de perlas negras sueltas; un magnífico hallazgo, ya que la mayoría de las bolsas contenían sólo monedas. Detrás de las bolsas encontró un saco de cuero de buen tamaño y dos desgastadas mochilas, una con una tosca flecha rota incrustada en ella, y depositó con cuidado el saco y la mochila de mayor tamaño en el suelo, intentando no hacer ruido, al tiempo que los abría y empujaba hasta ellos el farol. Dentro de uno había un capote de recambio pulcramente doblado, que lucía un emblema de la Legión de Acero. Lo desechó y vació también la otra mochila. Sólo contenía prendas.

Regresó a las estanterías y se movió con mayor celeridad. En unos instantes, anillos y muñequeras fueron a parar a una de las mochilas, junto con las bolsas de monedas repletas de piezas de acero, dagas de ornadas empuñaduras y una variedad de otros pequeños objetos de valor. Utilizó el capote como relleno para que las chucherías no tintinearan entre sí e introdujo las restantes monedas y joyas en el saco.

Dhamon no prestó atención a las espadas y hachas etiquetadas con nombres de pacientes, pues las consideró demasiado voluminosas, y más de uno dejaría que le desapareciera la bolsa de las monedas pero buscaría eternamente su arma favorita. Ah, pero no esa espada. Decidió que ésa no la dejaría allí, y se detuvo unos instantes ante un espadón guardado en una vaina con delicadas imágenes labradas de hipogrifos y pegasos. Lo desenvainó y comprobó que era robusto, simple y bien equilibrado, perteneciente sin duda a un caballero de cierto rango. El pomo lucía incrustaciones de latón y marfil y llevaba una marca de contraste.

—Ahora me pertenece —musitó—, hasta que consiga algo mejor.

Se lo sujetó a la cintura y dejó su propia espada colgando de un gancho, con una etiqueta balanceándose de ella donde se leía Paciente humano desconocido, habitación cuatro. Luego se dirigió a otras cajas. Había más monedas en el interior, un broche de rubí, que agarró velozmente e introdujo en un bolsillo, y un anillo recubierto de piedras preciosas de la Legión de Acero que se dijo debía de pertenecer a un comandante ingresado allí; tal vez el mismo propietario del espadón. Dhamon introdujo el anillo en su dedo índice y prosiguió su tarea.

Cuando ya no pudo meter nada más en el saco de cuero y la mochila parecía a punto de reventar por las costuras, se llenó los bolsillos de pequeñas bolsas, e incluso ató unas cuantas al cinto de su espada. Una última bolsa, de pequeño tamaño, pero fabricada de un material valioso, la sujetó entre los dientes.

Incapaz de transportar nada más, apagó el farol de un soplo, abrió la puerta y atisbo en el pasillo. Seguía vacío. Tras colocarse como pudo la pesada mochila y echarse al hombro el saco, permaneció quieto como una estatua durante unos instantes, escuchando para detectar entre los débiles gemidos y ronquidos cualquier ruido de alarma al tiempo que se habituaba al peso de sus nuevas posesiones. Convencido de que todos dormían profundamente, cerró la puerta a su espalda, se deslizó por el vestíbulo y llegó a la escalera. Su objetivo era regresar a su habitación tan deprisa como le fuera posible, recuperar las botas y escabullirse por la ventana.