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Pero los centinelas de la Legión de Acero que ascendían por la escalinata alteraron sus planes.

Dhamon sintió que se le secaba la garganta. No podía haberse equivocado en su cronometraje de los centinelas. ¿Qué había sucedido? Pegándose a las sombras, salió zumbando pasillo adelante, con los sudorosos pies chirriando suavemente sobre las baldosas, mientras se esforzaba por oír la amortiguada conversación de los caballeros.

¡El cadáver que había visto minutos antes! Subían a buscar a su camarada muerto. Y, en definitiva, también, los efectos personales del difunto.

Dhamon hizo una mueca de desagrado y se introdujo por la primera puerta que encontró, una de las grandes salas ocupadas por una docena de pacientes y los aromas de los ungüentos, la sangre y las sábanas sucias. Contuvo la respiración y se encaminó al fondo de la habitación donde las sombras eran más densas, y donde sabía que habría una ventana, pues una corriente de aire así se lo indicaba.

Tienes que darte prisa —se instó a sí mismo—. ¡Vamos!

—¿Quién eres? —La voz provenía de un paciente situado a pocos centímetros de distancia. El caballero estaba recostado sobre varias almohadas.

¡Vamos! Dhamon había abierto los postigos y, al cabo de un instante, se encontraba ya sobre una estrecha repisa de piedra.

—¿Quién? —insistió el paciente—. ¿Qué estás haciendo?

Resultaba difícil negociar la repisa con el abultado fardo que llevaba a la espalda, y los dedos de una mano se hundían en las rendijas abiertas entre las piedras, mientras la otra mano sujetaba el pesado saco del hombro. Avanzando penosamente sobre las puntas de los pies en tanto que los talones colgaban sobre el borde, se esforzó por mantener el equilibrio. El suelo se encontraba a unos tres metros más abajo.

—Un salvaje —oyó decir a un paciente, probablemente el caballero que le había hablado—. Un montañero salvaje, peludo como un oso salió por allí… por la ventana.

Dhamon equilibró el saco del hombro y fue a sacar su cuchillo. No estaba allí. Lo había olvidado. Maldición. El hombre era afortunado, se dijo, pues había sentido el impulso de retroceder para rebanarle el cuello.

Deseó que el paciente estuviera hablando consigo mismo o con otro idiota postrado en cama, y no con uno de los caballeros que pasaban ni con un cuidador. El tiempo se agotaba. Se escabulló por la repisa en dirección a un tubo de desagüe y, tras probar la cañería con su peso, se deslizó hasta el suelo por él, con las rodillas entrechocando al tiempo que la pequeña bolsa se le escapaba de entre los dientes.

—¡Maldición! —escupió al objeto que caía y al ruido que él mismo había producido.

Agazapándose tras un amplio arbusto bajo al tiempo que soltaba el enorme saco, sus manos volaron sobre el suelo alrededor en busca del artículo perdido, apartando a un lado ramas y piedras con los dedos.

—¡Ahí! —musitó para sí.

El polvo se incrustaba en sus pies y dedos, y Dhamon se frotó distraídamente las manos en los pantalones y contuvo la respiración.

No me han descubierto —pensó—. Tal vez podría escabullirme al interior por mi ventana, cogerlas botas… luego seguir mi camino.

Todavía oía música que surgía amortiguada de la taberna. Ahora sonaba mejor, sin nadie que cantara a su son. Atisbo desde detrás del matorral. Había tres enanos en la calle, que se dirigían justo a su campo de visión desde el otro extremo del quebradizo césped del hospital. Dos de ellos sostenían al tercero. Tras dejar su botín oculto tras el arbusto, Dhamon se arrastró como un cangrejo por la pared, de vuelta a la parte central del hospital donde calculaba que estaba su habitación. Se detuvo bajo la ventana sólo un instante, pero fue suficiente, pues le permitió oír voces en el interior: dos enanos que hablaban preocupados sobre un paciente atacado de delirio que había desaparecido tras quitarse las vendas. Debía organizarse de inmediato su búsqueda con la ayuda de los caballeros de la Legión de Acero.

—Espléndido —siseó; echaría de menos aquellas botas.

Tras girar en redondo, regresó a toda prisa al matorral y recogió saco y mochila, sujetando la pequeña bolsa con la mano libre. Los enanos seguían en la calle. Uno de ellos estaba sentado muy tieso, y los otros dos intentaban poner en pie a su mareado amigo.

Seguro de que estaban demasiado ebrios para advertir su presencia, Dhamon avanzó con aplomo en dirección al trío, con la reseca hierba crujiendo sordamente bajo sus pies. Al cabo de un momento, los había dejado atrás y se encaminaba al otro extremo de la ciudad donde sabía que se hallaban los establos. Anda con normalidad —se dijo—. Muéstrate tranquilo. No levantes sospechas.

Casi había llegado a la calle principal de Estaca de Hierro cuando oyó un sonoro y agudo silbido a su espalda, que fue seguido por el resonar de varios pares de pies.

2

Un cambio de escenario

—¿Eh?

—Rig, creo que he oído algo.

—Acabo de conseguir dormirme —protestó él—. No he oído nada. Voy… espera…

El marinero sofocó un bostezo, se apartó de mala gana del lado de Fiona, y se deshizo de un maravilloso sueño. Estaba capitaneando una galera impresionante por el Mar Sangriento, y todos sus viejos amigos estaban en la tripulación: Palin y su hijo Ulin, Groller y Jaspe. Dos mujeres estaban colgadas de sus brazos: Shaon, una belleza de piel color ébano vestida con prendas ceñidas y llenas de color, y una dama solámnica pelirroja, de tez clara vestida con una reluciente cota de mallas.

Estiró las piernas y arrolló un largo rizo rojo a su pulgar, luego inhaló su florido aroma y lo soltó, para a continuación abandonar la estrecha cama.

Se oyó un silbido, tenue al principio, que se repetía siguiendo una pauta, cada vez más agudo, y procedente de algún punto del exterior. Pasos: alguien que corría. Tambaleante, Rig se arrolló la sábana a la cintura y arrastró los pies hasta la ventana, apartando la cortina de lona para mirar a la calle. El conjunto de edificios de madera y piedra de más de un siglo de antigüedad que se extendía a sus pies estaba iluminado por la brillante luna llena veraniega, y sólo unos pocos faroles ardían en el exterior de un puñado de tabernas.

Torció el cuello para eliminar un ligero tortícolis y bostezó ampliamente mientras el silbido volvía a sonar.

—Un par de enanos —comentó—. Corren por una callejuela. Uno de ellos sopla un silbato. Nada que… espera un minuto. Uno de ellos se está poniendo una chaqueta. Creo que es un guardia del pueblo. Y veo a otros dos que los siguen. ¡Ah! Hay una Legión de Caballeros de Acero. ¡Y otra persona!

A su espalda, Fiona empezó a colocarse la armadura.

* * *

Dhamon corría ahora, sin hacer caso de la grava que se incrustaba en las plantas de sus pies descalzos. Una delgada figura vestida con una capa gris fue a su encuentro surgiendo de un callejón, con un enorme morral colgado al hombro.

—Cerdos —fue el velado juramento que se oyó, mientras la figura acortaba la distancia entre ambos; una ráfaga de cálido aire veraniego atrapó la capucha y la echó hacia atrás, y una masa de largos y rizados cabellos blancos quedó al descubierto, centelleando como plata hilada bajo la luz de la luna—. ¡Cerdos! —repitió ella—. Maldito seas, Dhamon Fierolobo, por tu torpeza. Se suponía que el tuyo iba a ser un trabajo silencioso, si bien el más arriesgado. Te escabulles dentro del hospital como un paciente, y luego escapas con…