Donnag entrecerró los legañosos ojos. Los dedos de su mano izquierda aferraron el borde de la mesa mientras la derecha tomaba la copa de vino. Vació el contenido de un trago, y la mujer se apresuró a volver a llenarla. El ogro repitió, con los ojos fijos en el marinero:
—Tal como dices, ergothiano, todo tiene un precio. Considera esto como un favor a mí, como un pago en especies.
El kobold soltó su servilleta. Hasta el momento sólo había estado escuchando a medias la conversación. ¿Cabras? articuló en silencio dirigiéndose a Maldred.
—¿Cuándo hemos aceptado ir a rescatar cabras?
—Sí —dijo Fiona—, acepto ayudar a cambio del rescate y la ayuda de vuestros cuarenta hombres.
—Sólo os ocupará unos pocos días de vuestro tiempo —añadió Donnag—. Y los hombres estarán equipados y listos en cuanto regreséis.
—¡Aguarda un momento! —Rig se alzó de la mesa, volcando su copa de vino—. No puedes hablar en serio, Fiona. Ayudar a… a… No puedes pensar en hacer eso.
—Tengo intención de liberar a mi hermano —repuso ella, dirigiéndole una airada mirada—. Y éste es mi medio de conseguirlo. —Su tono era bajo pero tenso, como si regañara a un niño—. Necesitamos las monedas y las gemas, Rig. Lo sabes.
—Ojalá pudiera ir contigo a las montañas, dama guerrera —manifestó Maldred—, pero tengo otras cosas de las que ocuparme en la ciudad. No obstante esperaré ansioso tu regreso.
El marinero se dejó caer pesadamente en su asiento mientras la criada ogra se afanaba en limpiar el vino vertido y le dirigía desaprobadoras miradas. Enderezó su copa, pero no volvió a llenarla.
—Muy bien, lady Fiona —Donnag se aclaró la garganta—. Vos y el ergothiano partiréis por la mañana en dirección a Talud del Cerro. —El ogro apartó la silla de la mesa—. Nos ya hemos comido. Pero nuestra cocinera tiene una magnífica comida lista para vosotros, Maldred, cuando hayamos terminado. Y ahora tal vez tú y Dhamon Fierolobo os reuniréis con nos en nuestra biblioteca, para discutir otras cuestiones.
Rig siguió mirándolo furibundo, negándose a tomar ni un bocado de la suntuosa cena que Donnag les ofrecía.
—No me gusta nada esto —farfulló—. No tienes ni idea de con quién estás tratando, Fiona. Donnag es cruel. Pone impuestos a humanos y enanos que viven aquí hasta arruinarlos. Lo que hace es…
—Asunto suyo —respondió ella—. Éste es su país. ¿Qué quieres que hagamos, derrocarlo?
No sería tan mala idea, pensó el marinero.
* * *
La biblioteca era a la vez espléndida y asombrosa. Tres paredes estaban cubiertas de estanterías que se extendían hasta lo alto de un techo de más de cuatro metros de altura. Cada estante estaba abarrotado de libros, cuyos lomos estaban etiquetados en Común, así como en elfo, enano, kender y unos cuantos idiomas más que Dhamon no reconoció. Algunos eran libros de historia, otros imaginativos relatos de ficción. Un grueso volumen repujado en oro trataba del arte de la guerra. Tras una rápida inspección, resultó que ninguno estaba marcado con los caracteres con aspecto de insectos que podían verse en los letreros de los establecimientos de Bloten. Tal vez los ogros no escribían libros, se dijo Dhamon.
Los libros olían a humedad y estaban cubiertos de polvo y telarañas, lo que indicaba que ninguno era leído jamás, sólo contemplado y poseído. De haber estado bien cuidados, habrían valido una auténtica fortuna en cualquier ciudad un poco grande de Ansalon.
La cuarta pared estaba decorada con cascos de metal plateado y negro: recuerdos de Caballeros de Solamnia y de caballeros negros. Una armadura completa de caballero negro se alzaba vigilante tras un sillón excesivamente mullido en el que Donnag se acomodó.
Cerca del asiento colgaba una enorme espada de dos manos, que Maldred bajó de un anaquel. La empuñadura tenía la forma de un nudoso tronco de árbol, y había pedazos de brillante ónice incrustados en las espirales. La sopesó para comprobar su equilibrio y la balanceó describiendo un arco uniforme, que casi estuvo a punto de volcar una columna de mármol rosa que sostenía un busto de Huma.
—Tómala. La espada es tuya, Maldred —dijo Donnag—. Nos te la entregamos para reemplazar la que Dhamon Fierolobo dice que perdiste en el valle de las piedras preciosas.
El hombretón pasó el pulgar por la hoja, produciéndose un corte en la piel que empezó a sangrar.
—¿Y la espada que busco, por la que solicité esta audiencia? —Dhamon se colocó frente al caudillo, mirándolo con los brazos en jarras.
Donnag ladeó la cabeza.
—La espada que perteneció a Tanis el Semielfo.
—Ah, esa espada. La que puede hallar tesoros. Hemos oído hablar de esa arma.
—En tus establos hay un carro cargado con…
—Gemas en bruto procedentes de nuestro valle —terminó por él el otro—. Lo sabemos. Nuestros guardias nos informaron antes de la cena. Un botín de lo más admirable. Nos estamos muy complacidos. E impresionados.
—Y es más que suficiente para adquirir la espada que se dice está en tu poder.
Donnag tamborileó con sus largos dedos sobre los brazos del sillón, y Dhamon observó que la tela estaba raída en algunas partes y que pedazos de relleno amenazaban con derramarse al exterior.
—Desde luego, lo que se cuenta es cierto. Nos tenemos la espada de Tanis el Semielfo.
El humano aguardó pacientemente.
—¿Pero por qué debería entregar una espada que puede hallar riquezas? Nos gusta el oro.
—He traído…
Donnag agitó una mano cubierta de anillos para acallarlo.
—Sí, sí, nos has traído más que suficiente para adquirirla. Desde luego, nos sentiremos contentos de deshacernos de ese objeto. Nos tememos que si tú te enteraste de su existencia, otros también lo harán. No nos gusta la notoriedad ni el constante flujo de humanos, elfos y cualquier otro que pudiera dignarse venir aquí en su busca y exigirla por la fuerza en lugar de ofrecerse a pagar. Estamos demasiado ocupados para tener que enfrentarnos a tal estupidez. —Casi como si se le acabara de ocurrir, añadió—: Además, nuestras manos son demasiado grandes para empuñarla. Preferimos armas de mayor solidez. —El caudillo echó una ojeada a la espada que Maldred seguía admirando—. Y no tenemos tiempo para recorrer ruinas intentando utilizarla para obtener más riquezas.
Al cabo de unos minutos, Maldred introdujo la espada de dos manos en la vaina enrejada de su espalda.
—¿Cómo la conseguiste? —preguntó el hombretón—. ¿Esta espada que Dhamon quiere?
—Obtenemos muchos tesoros —respondió el ogro, soltando una gutural risita por entre los pastosos labios—. Éste provenía de un ladronzuelo sin agallas. Robaba a los muertos en lugar de a los vivos. Y luego intentó venderme su trofeo. —En voz más baja añadió, al tiempo que una sonrisa se extendía por su severo rostro—: El ladronzuelo está con los muertos ahora.
Donnag se levantó, alzándose muy por encima de Dhamon, pero éste no se acobardó, y echó la cabeza atrás para devolver la acerada mirada del caudillo.
—Nos consideraremos esta legendaria espada tuya, Dhamon Fierolobo, más porque eres un amigo de Maldred, a quien aceptamos como a uno de los nuestros, que debido a tu carro lleno de joyas. No obstante, antes de entregarla, nos debemos requerir que nos hagas un servicio.
—Y ¿cuál es ese servicio?
—Nos queremos que acompañes a tus dos amigos humanos a las montañas. Al poblado de los pastores de cabras, Talud del Cerro. Queremos que te asegures de que cumplen con su palabra de poner fin a las incursiones. Ayuda a tus amigos a ocuparse de los lobos.
—Rig y Fiona no son mis amigos.
—Pero son de tu raza —se apresuró a replicar él.
—No tengo el menor deseo de permanecer en su compañía. Todo lo que quiero es la espada. Has dicho que he satisfecho con creces el precio que pides.