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—Pero nos no confiamos en la dama y el hombre de piel oscura. Si realmente cumplen su palabra de ayudar al poblado, daremos a la mujer su rescate, pero sólo porque su idea de comprar la libertad de su hermano nos divierte. Luego, también, te entregaremos a ti la espada.

Dhamon frunció el entrecejo.

—Y aún más —prosiguió el ogro—. Te entregaremos unas cuantas chucherías más de mi tesoro para endulzar el trato. Por haberte tomado la molestia de ayudar a mis leales súbditos de Talud del Cerro.

Dhamon apretó las mandíbulas; sus ojos se oscurecieron y entrecerraron y su voz se tornó amenazadora.

—Cogeré la espada ahora y acompañaré a Fiona y a Rig. Pero quiero la espada por adelantado.

—Nos hacemos las reglas en esta ciudad, Dhamon Fierolobo —respondió Donnag, sacudiendo la cabeza—. No puedes exigirnos nada.

—Tú no confías en ellos —replicó él en tono uniforme—. ¿Cómo puedo confiar yo en ti?

—Oh, puedes confiar en él. —Estas palabras provenían de Maldred, que había salido de detrás del ogro para reunirse con ellos—. Te doy mi palabra, Dhamon Fierolobo, de que puedes confiar en el caudillo Donnag.

—Hecho, pues —dijo Dhamon, extendiendo la mano—. Nos ocuparemos de tu aldea de cabreros y luego cerraremos el trato. —Giró sobre las puntas de los pies y abandonó la habitación a grandes zancadas. Cuando hubo desaparecido, Maldred se volvió a Donnag.

—No lo comprendo. ¿Por qué ese interés en ayudar a un poblado de cabreros? Nunca te había visto tan preocupado por los aldeanos de las montañas. O preocupado por nadie, bien mirado.

—Nos no estamos preocupados —replicó él, haciendo un ademán con los dedos como si apartara un insecto.

—Entonces por qué…

—Tú no irás con Dhamon Fierolobo y los otros. ¿Entendido? Ni tampoco irá Ilbreth. Quedaos aquí, Maldred, en nuestro palacio.

Arrugas de curiosidad se extendieron por la frente del hombretón.

—Esos tres no regresarán de Talud del Cerro —prosiguió Donnag—. Nos los hemos enviado a la muerte. Nos nos quedaremos las preciosas gemas y la espada de Tanis el Semielfo y nos desharemos de todas esas gentes molestas al mismo tiempo.

9

Vida después de la muerte

La lluvia convertía la pared de roca en despiadadamente resbaladiza, y Maldred tuvo que emplear todas sus fuerzas para trepar por ella, hundiendo los dedos en hendiduras, gateando furiosamente con los pies y forzando los músculos al máximo, hasta que por fin consiguió izarse sobre una amplia repisa. Tras recuperar el aliento, arrojó su cuerda por encima del borde, afianzó los pies y tiró de Fiona hacia arriba para que se reuniera con él. La sostuvo entre sus brazos unos instantes, mientras los otros aguardaban abajo.

—Es una suerte que decidieras unirte a nosotros —le dijo la solámnica.

—Sí, decidí que los asuntos que tenía que tratar en la ciudad podían esperar.

El rostro de Maldred mostró una expresión sombría, al recordar las órdenes de Donnag de que se quedara. El caudillo no tardaría en averiguar que Maldred y Trajín se habían unido a la misión de Talud del Cerro. El hombretón se preguntaba qué podría ser tan peligroso en esas colinas, y esperaba que su presencia y habilidad con la espada fueran suficientes para impedir que aquello se convirtiera en una misión mortal.

—¿Algo te inquieta?

—Lobos, dama guerrera. Los lobos que atacan a las cabras. —Maldred dudaba de que los lobos fueran realmente la causa de los problemas de los cabreros.

—Enviaremos a los lobos a buscar su comida en otra parte —respondió ella.

El rostro del hombre se iluminó al tiempo que desterraba sus pensamientos sobre la muerte y Donnag.

—Eres realmente hermosa —dijo, y sus ojos capturaron los de ella y centellearon con una luz interior—. Juro por todo lo que más quiero que me dejas sin respiración. —Sus palabras sonaron dolorosamente sinceras.

—Creo que es esta altura la que te impide respirar bien, Maldred.

—No —rió—. Eres tú, dama guerrera. —Agachó la cabeza y fue al encuentro de sus labios, en un beso prolongado y contundente.

Cuando él se apartó, ella enrojeció y se retiró, sujetando un mechón de pelo tras la oreja al tiempo que echaba un vistazo al fondo de la empinada cresta. Estaban a demasiada altura para ver los desmoronados edificios, los ogros deformes y los pobres humanos y enanos que se esforzaban por ganarse la vida en Bloten. La lluvia, combinada con el calor del verano, había engendrado una neblina alrededor de la ciudad de los ogros, una aureola de color rosa pálido y gris que daba al lugar un aspecto sereno y bello y muy remoto desde este observatorio en las alturas; una ciudad mágica extraída de los cuentos que se cuentan a los niños al ir a dormir donde todos vivían bien y eran felices. Al no estar acostumbrada a la altura, una sensación de vértigo se apoderó de la solámnica y ésta retrocedió para apoyarse en Maldred.

—¿Estás bien, dama? Aunque no es que me moleste.

—No me parezco demasiado a una dama con estas ropas —repuso ella.

El hombretón había conseguido convencer a la solámnica de que abandonara su cota de malla en casa de Donnag, puesto que no era la vestimenta apropiada para escalar montañas. Ella había discrepado tenaz, y Rig la había respaldado sólo para tomar partido en contra de Maldred, pero luego la guerrera había echado una buena mirada a la perpendicular y peligrosa ladera de la montaña. Por lo tanto, llevaba puestos sólo unos pantalones color marrón y una túnica negra de manga larga, una prenda masculina, metida por dentro a la altura de la cintura. Rikali había ofrecido de mala gana compartir sus ropas más elegantes y coloridas, y se sintió secretamente complacida al descubrir que eran demasiado pequeñas para la fornida dama.

—A decir verdad, Maldred, tengo el aspecto de un jornalero.

—No te gustan mucho los cumplidos, dama guerrera —dijo él, echando la cuerda por el borde—. Tal vez se deba a que las personas a las que frecuentas nunca los ofrecen. Y quizá carecen del buen sentido de darse cuenta de lo que tienen ante ellos. Me refiero a ese estúpido y grandullón marinero… Rig. No puedes casarte con él, Fiona.

—¿Realmente vive gente aquí? —preguntó ella, cambiando de tema, y sin apartar la mirada de Maldred.

—Cabreros en la aldea de Talud del Cerro y en otras aldeas más pequeñas. Ellos conocen mejores caminos para moverse por estas montañas que yo, y sin duda habrían elegido una senda más sencilla. El caudillo Donnag dice que trepan por estas rocas con la misma facilidad o más con que la mayoría de la gente anda por tierra firme. Y, claro está, las cabras también viven aquí arriba.

—Y los lobos, al parecer —añadió Rig, que fue el siguiente en llegar.

Usó la soga principalmente como seguridad, pues trepó como había hecho Maldred, como si hubiera nacido para ello. Como trepar por los mástiles de un barco, se dijo con cariño cuando finalizó su parte de la ascensión, aunque el peso de sus armas y de la alabarda sujeta a su espalda había obstaculizado en parte su empresa. Dhamon lo siguió, con Trajín sujeto a los hombros.

Maldred inició la siguiente sección de roca, acompañado del kobold, mientras Dhamon se quedaba atrás esperando a Rikali. La semielfa correteaba montaña arriba como una araña, sin necesidad de cuerda, puesto que sus dedos y pies cubiertos con sandalias hallaban grietas y hendiduras que a los otros les pasaban inadvertidas. Era una habilidad aprendida del gremio de ladrones de Sanction: encajar los dedos de las manos y pies en las estrechas rendijas que había entre los ladrillos que constituían el exterior de las casas amuralladas de los nobles. Dhamon la ayudó a subir a la repisa, justo en el instante en que Fiona se daba ya la vuelta para marchar.

En ese instante, la montaña tembló ligeramente, igual que había hecho unas pocas veces desde que iniciaran la ascensión. Rikali se aferró a Dhamon, fingiendo temor y luego continuó así, realmente asustada, cuando el temblor prosiguió sin menguar de intensidad. Sus manos friccionaron nerviosamente los músculos de los brazos de su compañero y, cuando la sacudida finalizó por fin, soltó un profundo suspiro y sonrió maliciosa.