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Dhamon le pasó la pequeña bolsa, con lo que su mano quedó libre para desenvainar su nueva espada.

—¿Cuántos me siguen?

—Cinco. Tres son enanos, dos, caballeros. ¡Caballeros! Realmente maravilloso, Dhamon —le dijo la mujer mientras sacudía la bolsa ante los ojos del otro y seguía corriendo a su lado—. Hice mi visita al platero con toda tranquilidad y eficiencia. —Agitó el morral que llevaba al hombro para que él pudiera oír el tintineo del metal en su interior—. Yo hubiera debido ocuparme del hospital. Podría haberlo hecho sin problemas. Yo debiera haber sido quien…

—Rikali, tú no podrías haber cargado con todo esto —fue la respuesta que recibió.

Podría haberlo hecho, articuló ella en silencio, mientras corrían.

—Pero no me habría gustado el hedor —añadió en voz alta.

El silbato sopló detrás de ellos otra vez, y fue interrumpido por el sonido de postigos que se abrían de golpe, y de preguntas lanzadas a la oscuridad. El número de pies que corrían aumentó, todos los ruidos extrañamente amortiguados por los enanos edificios.

Varias manzanas más allá del campo de visión de Dhamon, empezó a reunirse una pequeña multitud en la calle, unos pocos de sus miembros vestidos con chaquetas y capotes de guardias. La mayoría de ellos, no obstante, eran juerguistas noctámbulos que habían salido desordenadamente de las tabernas para ver qué era todo aquel escándalo. Estos últimos se caracterizaban por sus andares tambaleantes y voces sonoras.

—¿Alguien dijo que han robado a Sanford? —gritó uno de ellos—. ¿Y la panadería?

Entre ellos había dos figuras que destacaban claramente, forasteras en Estaca de Hierro; una, con una considerable colección de bolsas y odres de agua colgando de su cintura, iba vestida con pantalones de gamuza y una camisa y parecía excesivamente grande e imponente comparada con la figura embozada que lo acompañaba que apenas le llegaba más arriba de la rodilla.

—¿La panadería? —repitieron unos cuantos de los juerguistas.

Entretanto, Dhamon y Rikali siguieron su carrera y se introdujeron en la calle principal, dejando atrás a los enanos y a los caballeros de pesadas armaduras que los perseguían.

—¡Ahí están: Mal y Trajín! Espero que lo hiciera igual de bien. Trajín es un inútil —afirmó Rikali, escupiendo al suelo, con los ojos fijos en el hombrecillo—. Trajín no es más que un inútil.

—¡Maldred! —llamó Dhamon.

De espaldas a Dhamon, la figura de mayor tamaño alzó una mano, luego la alargó hacia su espalda y sacó una espada de dos manos de una vaina enrejada que colgaba entre sus amplios hombros. El hombre se giró.

—¡Ladrón! —El grito hendió el aire desde detrás de Dhamon y Rikali; un miembro de la Legión de Caballeros de Acero los había alcanzado y doblaba ya la esquina—. ¡Han robado en el hospital!

—¡Cerdos! ¡Vienen hacia nosotros desde ambos extremos de la ciudad! —Rikali observó que cada vez había más parroquianos de las tabernas cerca de Maldred y Trajín—. Deberíamos habernos metido en un callejón.

—Hay luna llena —le replicó su compañero—. Nos habrían visto.

—Deberías haber sido más cuidadoso. —La mujer aspiró con fuerza, apresurando el paso.

—Lo cierto es que no creía que descubrieran mi obra tan pronto —manifestó él.

—Vamos —instó Rikali—. Mueve tus enormes pies a más velocidad. Tenemos que salir de aquí antes de que todo el maloliente pueblo se despierte. —Se acercó más a Maldred y a Trajín, con Dhamon cojeando tras ella.

* * *

Rig, que forcejeaba para ponerse las calzas y las botas mientras miraba por la ventana, vio que otras ventanas se abrían y se encendían faroles. Los enanos sacaban las cabezas al exterior e intentaban, como él mismo, averiguar qué sucedía. Rig percibió preguntas hechas a voces y el débil grito de ¡Ladrones!.

Terminó de vestirse apresuradamente al tiempo que paseaba la mirada arriba y abajo de las calles desde la atalaya que era su tercer piso. ¡Ahí! Se quedó boquiabierto, al divisar ni más ni menos que a Dhamon Fierolobo, huyendo hacía la derecha en dirección a la calle principal. Lo acompañaban otras tres personas.

—¡Dhamon! —exclamó—. ¡Ha… ha salido del hospital!

—¿Estás seguro de que es él? —Fiona se estaba sujetando las placas de metal que protegían sus piernas.

—¡Claro que es él! Y parece como si lo persiguieran —repuso el marinero, y hurgó detrás de él en busca del cinturón—. Están… ¡no!

Bajo su ventana un enano preparaba una pesada ballesta, equilibrándola sobre un poste para caballos y apuntándola en dirección a Dhamon. Si bien sería un disparo a gran distancia, Rig no quería correr el riesgo de que el enano pudiera dar en el blanco, de modo que farfulló una retahila de maldiciones y actuó sin pensar.

Corrió a la cama, metió la mano debajo y agarró el orinal de cobre, luego se acercó hasta la ventana, apuntó a toda prisa, y lo arrojó al suelo, golpeando al enano y partiendo la base del arma. El marinero volvió a meter la cabeza en la habitación a toda prisa y alargó la mano para coger su espada. Echó una veloz mirada a su plétora de dagas todas extendidas pulcramente sobre la silla y se mordió el labio, luego contempló con anhelo su preciosa alabarda apoyado contra la pared.

—No hay tiempo —masculló, dirigiéndose a la puerta.

Fiona agarró su escudo y salió pisándole los talones.

* * *

Cuatro enanos con casaca habían alcanzado al hombretón llamado Maldred. Tres de ellos blandían espadas cortas, y el cuarto soplaba con fuerza el silbato, con las rojas mejillas hinchadas de un modo casi grotesco.

—¡Fueranuestropaso! —resopló el cabecilla a tanta velocidad que las palabras zumbaron juntas como un moscardón furioso—. ¡Moveosmoveosmoveos!

—¡Moveos! —chilló otro con mayor claridad, agitando la mano ante Trajín—. ¡Muévete! ¡Muévete, kender detestable! ¿Qué es todo esto? ¿Quién hizo sonar una alarma?

—No soy ningún kender —escupió el hombrecillo.

—¡Moveosmoveosmoveos!

El grandullón sonrió de oreja a oreja y se apartó un mechón de cortos cabellos rojizos de los ojos.

—Calle pública —dijo, al tiempo que maniobraba para colocarse frente a ellos en el mismo instante en que éstos intentaban rodearlos para llegar hasta Dhamon y Rikali.

Dhamon, que estaba espalda con espalda con Maldred en posición de combate, se quitó el saco de cosas robadas del hombro para depositarlo en el suelo y efectuó un mandoble de prácticas con el arma hurtada. Satisfecho, se preparó para enfrentarse a los hombres que se aproximaban desde el otro extremo de la calle.

Trajín emitió una especie de gruñido y se apartó unos pocos pasos de Maldred, sujetando con fuerza una jupak, una curiosa arma de madera de roble de diseño kender que consistía en un bastón con una «V» en un extremo, en la que estaba sujeta una honda de cuero rojo.

—Mal, no tenemos tiempo de jugar con enanos —advirtió Rikali—. Limítate a matarlos deprisa.

El enano al mando oyó aquello y lanzó un juramento. Giró hacia la derecha del hombretón, pero Maldred fue más rápido y le cortó el paso. Alzó la pierna, golpeando al enano en el pecho y dejándolo sin aire en los pulmones, y cuando éste jadeó, lo pateó en el pecho una segunda vez, lo que le hizo perder el sentido. Un segundo enano vaciló, y fue su perdición, porque Maldred le puso la zancadilla y pisó su espada cuando ésta golpeó el suelo, partiendo la hoja. El tercer adversario giró hacia el lado izquierdo de su enorme oponente y se encontró cara a cara con Trajín.

El hombrecillo esbozó una mueca burlona, haciendo que el otro se detuviera en seco.

—E…e…eso no es un kender. Es un monstruo extraño —tartamudeó el enano.