—Y yo por el de la izquierda, amigo mío.
—¡So! —Rig pasó corriendo ante ellos, luego giró, con las manos alzadas para cerrar el paso—. Estoy de acuerdo con la semielfa. Hemos cumplido las condiciones de Donnag. Matamos a los lobos, gigantes, como queráis llamarlos. Ahora regresemos a Bloten y veamos si lord Donnag cumple su parte del trato. Prometió a Fiona un cofre lleno de riquezas y hombres para custodiarlo durante el viaje a Takar. No corramos más riesgos.
—Vayamos de exploración, amor. —Rikali se colgó del brazo de Dhamon—. Iré contigo, sólo un trocito. Podríamos encontrar toda clase de bonitas chucherías para mi pequeño y hermoso cuello. —Alargó subrepticiamente una mano y tocó a Rig en el hombro—. Después podemos regresar al apestoso Bloten, una vez que hayamos echado una rápida mirada abajo. Luego quiero venir a arrancar para mí esos ojos de ónice —señaló la columna—, antes de que regresemos a ver a Donnag. Quédate aquí arriba si tienes miedo. —Dicho esto, tiró de Dhamon en dirección al hueco, y al cabo de un instante habían desaparecido en su interior.
—No confío en ninguno de los dos —refunfuñó Rig.
—Entonces ve con ellos —respondió Maldred—. Yo me quedaré aquí con Fiona.
El marinero apretó los labios hasta formar una fina línea con ellos y sus ojos se encontraron con los de Fiona. Su mirada le indicó que tampoco confiaba en Maldred.
—Estaré bien —respondió ella—. Es una buena idea no perder de vista a Dhamon.
El marinero se volvió para seguir a Dhamon, aunque sus pensamientos estaban puestos en Maldred y Fiona.
—¡Tres horas como máximo! —gritó el hombretón a Rig—. ¡Intenta calcular el tiempo y regresar aquí en tres horas! Tu antorcha no durará mucho más de eso. —En voz más baja, añadió a Fiona—: A la izquierda, pues, mi amor. —Tomó la antorcha y la condujo hacia la oscuridad—. Trajín —dijo, finalmente—, quédate aquí sin moverte y espéranos.
El kobold hizo una mueca de desagrado. Conocía aquel tono. Se sentó en el suelo, contemplando con fijeza las ascuas que relucían entre el montón de cenizas.
10
Rostros perdidos para siempre
Trajín hurgó con el extremo de su jupak en las cenizas de troll y refunfuñó:
—Trajín, haz esto por mí. Trajín, lleva esto. Trajín, quédate aquí. Trajín… apestas cuando te mojas. Trajín, deja de jugar con el fuego. Trajín, Trajín, Trajín. —Dio una fuerte patada al suelo de baldosas—. Mi nombre es Ilbreth.
Sus ojos rojos relucieron como tizones en la cada vez más oscura cueva y se fijaron en la columna más próxima, que lucía las imágenes de sacerdotes y guerreros religiosos.
—Y puesto que nadie vigila a Ilbreth, éste podría muy bien coger lo que quisiera.
Se acercó audaz hasta el pilar, moviendo los ojos a toda velocidad de un hueco a otro para asegurarse de que Maldred y Dhamon no regresaban ya, y luego empezó a trepar. Cuando llegó a la altura del rostro del primer sacerdote, hundió las afiladas zarpas en las cuencas de los ojos y arrancó pedazos de ónice. Los examinó, sonriendo al comprobar que eran notablemente lisos y grandes. Un poco más arriba encontró unas perlas que hacían las veces de pupilas en otro rostro espectral, también de buen tamaño. Moviéndose veloz de un lado a otro, sacó varias bolas de oro y latón bruñidos de la parte posterior, que resultaban agradablemente pesadas.
Sólo los dos pilares, situados más cerca del altar tenían tales tesoros. Trajín supuso que, en el pasado, otros visitantes habrían cogido también cosas, aunque tal vez luego fueron obligados a marchar antes de hacerse con el resto de los tesoros o… bueno, no se le ocurría otra razón para que no se lo hubieran llevado todo. Sólo cuatro pares de ojos eran piedras preciosas; los restantes eran de metales preciosos que, sospechó, habían forjado los mismos enanos, tal vez con mineral extraído de esa misma montaña. Las bruñidas bolas tintineaban entre sí agradablemente dentro de su bolsillo, y se inventó el juego de introducir los dedos en él, nombrando los metales —oro, plata o bronce— y ver si sacaba una del metal nombrado. Pero el juego no duró mucho, y no tardó en cansarse de él.
Transcurrida casi una hora, la cueva se tornó más oscura aún, y la lluvia que repiqueteaba contra las rocas del exterior empezó a sonar amenazadora. Trajín se sentía como un conejo nervioso en un profundo agujero oscuro e imaginó que las gotas de lluvia eran pisadas de trolls y cabreros y enanos ansiosos de joyas procedentes del lejano valle de los cristales, que acudían a robarle sus valiosos ojos de metal.
—No me gusta esta oscuridad —farfulló para sí.
Aunque el kobold poseía una visión extraordinaria que le permitía ver a través de las tinieblas, detestaba la noche, pues toda clase de cosas horribles salían al exterior al ponerse el sol.
—Un fuego —decidió—. Encenderé un fuego y estaré bien y calentito y además iluminará la cueva para mí.
Se frotó los hombros. Desde luego, se dijo, aunque estaban en la mitad de un muy caluroso verano, empezaba a hacer un poco de fresco ahí arriba.
—Agradable y calentito y, además, podré ver.
Paseó por la cueva en busca de algo que quemar. No quedaba gran cosa de los trolls. El altar estaba construido con una especie de suntuosa piedra negra que resultaba suave al tacto y que desde luego no tenía la menor posibilidad de arder. Tampoco registraba el menor calor, lo que acobardó al kobold, pues lo consideró anormal. Su jupak estaba hecha de madera, pero no tenía intención de sacrificarla. El arma había sido adquirida a un kender que le había ofrecido su amistad años antes y contra el que Ilbreth se había vuelto, matándolo durante las negociaciones sobre cierto tesoro adquirido de manera dudosa. Así pues, la criatura escogió finalmente uno de los pilares del centro para encenderlo, el que mostraba figuras talladas de guerreras enanas. No lo consideraba tan artístico como los otros, no tenía ningún ojo de metal, y daba la impresión de que ardería muy bien.
Tras sentarse frente a la columna, recorrió con el dedo el contorno de una fea arpía que sin duda tenía más músculos que cerebro para poder soportar a todas las otras encima de sus hombros. Echó una nueva ojeada a los nichos y, empezó a tararear una cancioncilla mágica que Maldred le había enseñado; de hecho, era el primer hechizo que su amigo le había enseñado y, además, resultaba ser su favorito. Buscó la chispa que había en su interior, la esencia mágica que Maldred dijo que había percibido cuando encontró al kobold en el desierto. Al notarlo, su canción aumentó de volumen y fue interrumpida por una especie de gárgaras que no formaban parte del conjuro pero que él añadía para impresionar. Sintió cómo la energía fluía desde su pecho a los brazos, de allí a los dedos, y al rostro de la enana tallada en la columna.
—Danos un poco de luz —dijo a la talla.
Instantes después, la figura tallada empezó a arder. Despacio al principio, ya que las llamas tenían dificultades para prender debido a que la madera era tan compacta, vieja y seca. Pero Trajín fue perseverante y sopló sobre las llamas: era un gran experto en encender fuegos. Luego se recostó, satisfecho, cuando el fuego engulló el pilar.
No era más que una columna, se dijo, aunque ardía deprisa y con fuerza. Todavía quedaban cinco para rendir homenaje al desaparecido dios de los enanos. ¿Qué nombre le había dado Dhamon? ¿Rocas? No. ¿Rork? El kobold paseó alrededor del pilar, calentándose las manos y acercando el rostro para atrapar el agradable calor. Su mirada vagó a los otros rostros tallados en piedra. El bailoteo de las llamas daba a los rostros la impresión de que reían, y Trajín se unió al festejo, riendo agudamente, al tiempo que resoplaba y danzaba, fingiendo orar a Rork, el dios de los enanos esculpidos. Al kobold le gustaba bailar, aunque no cuando Maldred andaba cerca. El baile era algo frívolo, y la criatura hacía todo lo posible por ofrecer una imagen seria y aplicada a su señor y mentor. Pero el hombretón no estaba aquí, de modo que danzó más deprisa y con más frenesí hasta que el pecho le ardió por el esfuerzo y la altura.