Alrededor de él los rostros enanos reían, con las sombras y la luz jugueteando sobre sus grotescas facciones. La criatura se dijo que Maldred tendría que admitir que había infundido vida a las esculturas.
Alzó la mirada y vio cómo las llamas danzaban a lo largo del techo mismo de la caverna, donde descansaban los extremos superiores de las columnas, con sus coronados reyes enanos que apenas eran otra cosa que leña. Resultaba increíblemente hermoso. El rojo y el naranja, el blanco y el amarillo.
Unos colores tan vivos y todo debido a él. Trajín sonrió de oreja a oreja, luego frunció el entrecejo al recordar que intentaba reprenderse por su mal comportamiento.
Entonces su boca se desencajó cuando el primer pilar se desplomó, lanzando ascuas por todas partes, y él corrió a ocultarse detrás del altar en forma de fragua para protegerse. Con un fuerte siseo y un estallido, el segundo también se vino abajo, y los trozos desprendidos ardieron sobre el suelo. Trajín sacó la cabeza por encima del altar y sus ojos se desorbitaron. Parecía como si la imagen del dios del suelo estuviera iluminada con sonrisas, satisfecha con su llameante magia.
Por un instante el kobold pensó que todas las columnas caerían y se consumirían antes de que Maldred regresara, en cuyo caso podría barrer las cenizas fuera de la entrada de la cueva y nadie lo sabría. Pero el hombretón advertiría que las columnas de madera habían desaparecido y olería el aroma a madera carbonizada.
—Maldred se enfurecerá —farfulló en voz baja—. Se pondrá realmente furioso. A lo mejor consigo convencerlo de que fue un accidente.
Luego se agachó cuando el tercer pilar se consumió, y el cuarto cayó también con un sonoro silbido. Volvió a sacar la cabeza y lanzó un suspiro de alivio. Los últimos dos tardarían un poco aún en consumirse. Sin duda les había prendido fuego bastantes minutos después de los otros.
Entonces el kobold levantó los ojos al techo, donde el fuego iluminaba enormes grietas que se habían formado, y más enanos tallados que no había visto antes.
—No se me había ocurrido que las columnas sostuvieran el techo —admitió—. Pensé que se trataba de simple decoración.
Las fisuras se ensancharon mientras Trajín observaba, y entonces el kobold se puso en pie y retrocedió, moviendo sus ojos veloces entre los dos huecos en sombras y la entrada de la cueva.
—Éste no es buen lugar donde estar —se advirtió a sí mismo, al oír que la piedra gemía y chasqueaba—. No es un buen lugar en absoluto. Tengo que salir de aquí. —La única pregunta que persistía en su infantil cerebro era en qué dirección hacerlo.
Dirigió una ojeada a la entrada. Era la apuesta más segura, pero también la más húmeda. Lanzó otra ojeada al hueco por el que Maldred y Fiona habían desaparecido; había que advertir a Maldred, al fin y al cabo era el amo del kobold y su mentor. Pero el hombretón se enfurecería y regañaría a Trajín y tal vez incluso lo castigaría.
Su mirada fue hacia el hueco por el que se había marchado Dhamon. Estaba más cerca, por una cuestión de centímetros. Bueno, tal vez, no mucho más cerca, pero Dhamon probablemente no le chillaría.
Cuando las grietas aumentaron de tamaño y las rocas gimieron con más fuerza, y cuando el polvo de roca empezó a caer con tanta fuerza como la lluvia en el exterior, el kobold giró en redondo, y sus diminutos pies corrieron sobre las baldosas con la misma velocidad con que el corazón le martilleaba en el pecho. El primer pedazo grande de techo golpeó el suelo cuando aún le quedaban algunos metros que recorrer.
Retumbó contra el suelo, lanzando fragmentos que volaron por los aires, Trajín perdió el equilibrio y cayó hacía adelante, agitando brazos y piernas en busca de algo a lo que agarrarse. Luego se desplomó otro trozo y toda la cueva empezó a temblar, mientras las paredes se bamboleaban y los rostros tallados de los enanos se disolvían. Risueño Lars y Risueño Dretch se convirtieron en polvo de roca.
Con un supremo esfuerzo, consiguió arrodillarse y gatear, moviéndose tan deprisa como le era posible; hizo una mueca de dolor cuando la primera piedra del tamaño de un puño lo golpeó, al tiempo que caían más trozos del techo. Consiguió llegar al hueco de la pared justo cuando el mundo parecía estallar alrededor. Sin pensarlo dos veces, se lanzó por la empinada escalera, disculpándose profusamente ante los enanos tallados junto a los que pasaba y concentrándose al mismo tiempo en una tenue luz que distinguía muy abajo, y que esperaba fuera la antorcha que Dhamon llevaba.
Los peldaños eran sumamente empinados, pero el miedo espoleó al diminuto kobold, mientras la montaña seguía retumbando, y rocas y polvo de roca eran arrojados escaleras abajo tras él. Le pareció que llevaba corriendo una eternidad cuando dio un traspié en un peldaño medio desmoronado y cayó de cabeza varias decenas de metros antes de conseguir enderezarse, con el cuerpo convertido en una masa dolorida. No obstante, se puso en pie y siguió corriendo, mientras la montaña continuaba temblando.
El aire estaba muy viciado en la escalera, con un olor mohoso, teñido con el aroma de las rocas. Y él tenía un sabor curioso en la boca, debido a la gran cantidad de polvo que había ido a parar a su interior. No prestó la menor atención al sabor. La luz del fondo se balanceaba ascendiendo para ir a su encuentro, y él redujo la velocidad y casi se detuvo, pues estaba agotado. Soltó un suspiro de alivio cuando el humano apareció ante sus ojos.
—Dhamon Fierolobo —jadeó Trajín—. Me alegro tanto de encontrarte.
Rikali siseó furiosa y apartó a Dhamon, agarrando al kobold por la garganta y zarandeándolo con fuerza.
Trajín farfulló algo, agitando los brazos en el aire, mientras sus pulmones se esforzaban por bombear aire.
—Suéltalo, Riki.
—Dhamon, esta rata insignificante ha hecho algo y tú lo sabes muy bien.
Volvió a zarandear a la criatura y luego lo soltó sobre el peldaño. El kobold jadeó con fuerza, más para impresionar que debido a un dolor real; intentó atraer la atención de Dhamon, pero ahora el humano corría escaleras arriba, y sus pies resonaban con fuerza en los peldaños, llevándose la luz con él, hasta que por fin se detuvo. Al cabo de un buen rato, el humano regresó con expresión lúgubre.
—Ha habido un derrumbamiento —informó—. Y creo que es imposible que un pequeño kobold lo haya provocado.
Rikali siguió mirándolo enfurecida.
Trajín tosió y fingió estar herido y que le costaba respirar.
—Es lo que intentaba deciros —empezó a explicar—. Esos trolls. Pensabais que los habíais quemado. Yo creía que los habíais quemado. No eran más que cenizas. Pero ese brazo que arrojaste por la boca de la cueva. —Trajín señaló a Rig—. Se arrastró de nuevo al interior de la cueva y empezó a crecer otro enorme troll de su extremo. Intenté acabar con él con mi jupak, pero era demasiado para mí. Luego empezó a revolverse por entre las cenizas, se encendió, y yo creí que se destruiría a sí mismo. —Hizo una pausa, aspirando aire con dificultad para seguir fingiendo que estaba herido.
—Sigue —instó.
El kobold comprendió por la expresión del otro que el marinero creía su historia, y se dijo que lo mejor sería dejar que pensara que todo era culpa suya por arrojar el brazo fuera. Además, Trajín consideró que podría haber sucedido de ese modo. La extremidad probablemente habría regresado a la cueva si ésta no se hubiera derrumbado primero, y todo podría haber pasado tal como él lo contaba.
—Bueno, pues, el brazo del troll golpeó uno de los pilares y éste se incendió. No tardaron en arder todos. No pude apagarlos, y bajé corriendo para buscaros… y justo a tiempo, podría añadir. Las columnas debieron derrumbarse e hicieron caer la cueva con ellas.
Dhamon se mostró escéptico, pero no dijo nada. Rikali, que seguía siseando, ascendió pesadamente unos cuantos peldaños para mirar al frente y luego volvió a bajar corriendo.