La mujer deseó poder ver, poder verlo, poder ver algo que no fuera esa oscuridad.
—¿Cómo podemos llegar hasta ellos?
Fiona volvió a palpar con las manos, y él tomó las dos entre las suyas y acercó el rostro de la joven al suyo. A pesar de la lluvia y el polvo de roca, y un débil vestigio de sudor, una especie de perfume envolvía a su compañera. Aspiró con fuerza. Luego, inclinándose, sus labios rozaron los de ella.
—Dama guerrera, no podemos llegar hasta ellos.
11
El ojo que todo lo ve
—¡Cerdos, no pienso morir aquí! ¡No voy a permitirlo! —Rikali apretó los dientes y se abrió paso por entre Dhamon y Rig, pisando casi a Trajín al hacerlo—. Voy a tener una mansión magnífica en una isla. Muy lejos de aquí, y ningún derrumbamiento me lo impedirá. —Descendió a tientas por la escalera, con cuidado para no tropezar con trozos de rocas y peldaños desmoronados—. Una maravillosa idea, amor, la de bajar aquí a mirar a todos esos enanos esculpidos. ¡Estoy harta de enanos, ya lo creo! Todo lo que yo buscaba eran unas cuantas chucherías. No he conseguido muchas cosas que centelleen últimamente. Muy poca cosa, en realidad, después de arriesgar mi lindo cuello en aquel valle de los Cristales consiguiendo gemas para que puedas comprarle una vieja espada a Donnag.
Dhamon la fulminó con la mirada, y los ojos del marinero se entrecerraron y estudiaron a su compañero, con expresión cada vez más hosca.
—Bueno, pues ahora no tienes nada, amor. Donnag tiene todas las joyas y también esa espada. Donnag es mejor ladrón, diría yo. Esto es todo realmente maravilloso. Debiera haberme quedado arriba y sacado los ojos a aquellos enanos de madera. Profanar el templo de un dios muerto. ¡A los cerdos con todo ello! Jamás me gustaron demasiado los dioses, de todos modos.
Trajín fue a decir algo, pero la semielfa lo interrumpió con un gruñido, de modo que encogió los pequeños hombros y decidió que era más sensato mantenerse callado.
—¡Hay una puerta aquí abajo! —chilló Rikali—. Pero la condenada está atascada por el óxido.
Dhamon bajó la antorcha hasta donde estaba ella, seguido por Rig y Trajín. No le quedaba mucho tiempo de vida a la antorcha, como máximo media hora de luz.
—Será mejor que conduzca fuera de aquí —siguió refunfuñando la mujer—. Espero que sea una puerta trasera a la base de la montaña. ¿Eh? —Aplicó la oreja a la puerta y escuchó, concentrándose con el entrecejo fruncido—. Oigo algo. Puede que sea el silbar del viento por entre unos árboles. Por mi vida, que es una buena señal. —A continuación empezó a rebuscar en su cinturón, sacando pequeñas ganzúas de metal de detrás de su enjoyada hebilla—. Prefiero usar los dedos —dijo, más para sí misma que para Dhamon—. Pero mis uñas no han crecido de nuevo aún. Qué cerdada de suerte. Esa luz, bájala más. ¡Eh, no tan cerca que me queme!
Dhamon se agachó junto a ella y observó fascinado cómo metía y sacaba las ganzúas en la oxidada cerradura con una habilidad que para él era inalcanzable, girándolas primero en una dirección y luego en otra, para a continuación acercar el oído a la cerradura, haciendo chasquear la lengua contra los dientes mientras dejaba finalmente dos de ellas en el interior y retiraba una tercera.
—Es una cerradura vieja —dijo para explicar por qué tardaba tanto—. Los mecanismos están enmohecidos en su interior. No quieren moverse.
—Podríamos derribarla —sugirió Rig, con los ojos fijos en la antorcha que se apagaba.
—Bárbaro —susurró Rikali—. No hay que ser un genio para dar una patada. No hace falta habilidad ni capacidad de pensar. —En voz más alta, siguió—: La abriré en un minuto, esperad un poco y… ¡ya!
Con un satisfecho gesto de asentimiento, sacó las ganzúas, volvió a guardarlas en la hebilla y corrió el pestillo, sonriendo triunfal al percibir un sordo chasquido.
—¡Cerdos! Sin duda se hinchó demasiado para el marco con toda esa humedad de aquí abajo —decidió, mientras sujetaba el picaporte con las dos manos, afianzaba los pies y volvía a tirar. Dhamon intentó ayudar, pero ella lo apartó de un empujón.
—Yo abrí el cerrojo y yo la abriré. Seré la primera en ver lo que haya dentro. Retrocede y observa.
Dhamon hizo lo que le pedía, mientras Rig refunfuñaba que podría haberla abierto de una patada y que sería mejor que la mujer se diera prisa porque no quedaba mucha antorcha. Trajín sugirió que arrancaran algunos de los tablones de madera de la puerta, y él no tendría inconveniente en hacer otra antorcha con ellos, pero nadie le hizo caso.
—¡Sé que puedo hacerlo! —siseó la semielfa por entre los apretados dientes—. Sólo un poco más. Lo ves, se abre. Sólo un…
La puerta se abrió de golpe con un rugido al tiempo que una tromba de agua se precipitaba al hueco de la escalera, arrastrando a la mujer tras la puerta e inmovilizándola contra la pared. Dhamon dio media vuelta y trepó escaleras arriba, sosteniendo la antorcha en alto, al tiempo que se mantenía justo fuera del alcance del agua. Trajín se quedó anonadado, incapaz casi de chillar siquiera, no sé nadar, antes de que el agua pasara como un torrente sobre su cabeza. Sólo el marinero consiguió mantenerse inmóvil en su puesto. Se apuntaló y estiró los brazos de un extremo al otro del hueco de la escalera, con las manos firmemente posadas contra cada pared y los ojos cerrados con fuerza. Cuando la ola lo golpeó, permaneció en su puesto sin ser arrastrado por ella, y al detenerse la oleada, el agua se asentó alrededor de sus muslos y él abrió los ojos.
Rikali farfullaba y chapoteaba, atrapada entre la puerta y la pared. Rig descendió pesadamente los peldaños y empujó con todas sus fuerzas la hoja de madera, moviéndola lo suficiente para que la semielfa pudiera escabullirse al exterior. La mujer forcejeó con él unos instantes, luego se relajó y aspiró un poco de aire. El agua le llegaba hasta los hombros.
—Supongo que debería darte las gracias —consiguió decir.
El marinero sintió unas zarpas en la espalda e, instintivamente, se llevó la mano a la cintura para coger una daga; se detuvo justo cuando sus dedos se cerraban ya sobre la empuñadura al comprender el origen de aquellas zarpas. El kobold había trepado por su cuerpo y rodeado con sus brazos cubiertos de escamas el cuello de Rig, escupiendo agua y maldiciendo en una lengua que el otro no comprendía.
—¡Dhamon! —llamó el marinero.
La tenue luz de lo alto se tornó algo más brillante —pero sólo un poco— cuando Dhamon descendió por la escalera y se reunió con ellos, sosteniendo muy en alto lo que quedaba de la antorcha. Su rostro aparecía impasible, como si el apuro en que se encontraban no le concerniera en absoluto. Sus ojos insinuaban otros pensamientos en frenético movimiento y estaban fijos al frente. Al cabo de un minuto había dejado atrás a sus compañeros y chapoteaba a través de la entrada para penetrar en la sala situada al otro lado.
—¿Qué crees que haces? —le chilló Trajín a voz en grito—. ¿Adonde vas?
—¡Eh, tú, maloliente kobold! —lo interrumpió el marinero—. Si quieres que te lleve, no me chilles al oído. Te ahogaré como a una rata tan deprisa que…
—¡Dhamon! —siseó Rikali.
—El camino por el que vinimos está obstruido —contestó él; la luz se iba atenuando a medida que seguía alejándose de ellos—. Por el momento es nuestra única opción.
—Pues no me gusta tu opción —gimió ella mientras lo seguía, andando de puntillas y dejando que los brazos flotaran a sus costados—. ¡Soy demasiado joven para ahogarme, Dhamon Fierolobo!
Rig los siguió con pasos rápidos, intentando cerrar los oídos a lo que decían y no pensar más que en el agua. Puesto que era su elemento, tanto dulce como salada, la sintió fluir alrededor, agradablemente fresca a pesar de ser verano, pues era parte de un río subterráneo protegido del calor por las toneladas de roca que lo envolvían. Se concentró en su flujo, decidido a descubrir cómo había entrado el agua en la estancia.