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—Qué grosero —replicó el otro, gruñendo y lanzando una feroz patada; falló, sin embargo, y fue a aterrizar sobre el trasero, con la jupak enredada en la capa.

Al mismo tiempo, el cuarto enano retrocedió unos pasos, siguió soplando el silbato y agitó frenéticamente los brazos arriba y abajo en dirección a la muchedumbre de la calle, como si fuera una especie de ave que intentara emprender el vuelo.

—Mal… —repitió Rikali.

—Tira la espada —advirtió Maldred al enano que seguía todavía de pie frente a Trajín, y apuntó hacia él la enorme espada, colocándose ante el enano—. Respira hondo, regresa a la cama, y vive para ver el día de mañana.

—Mal, no tenemos tiempo…

—¡Ladrones! —chilló una Legión de Caballeros de Acero, la avanzadilla del creciente grupo que se aproximaba por el lado donde estaba Dhamon.

—¡Vamos a quedar atrapados en medio! —escupió Rikali.

—La espada… —advirtió de nuevo Maldred al enano.

—Tira tú tu espada —replicó el guardia—. ¡Ladrones! —El enano hizo una finta a la izquierda, pero Trajín fue más rápido y saltó para cortarle el paso. El hombrecillo hizo girar la jupak por delante de él para mantener al guardia a raya.

—Preferiría no matar a ninguno de vosotros —indicó Maldred en tono amenazador; su voz era profunda, sonora, melódica, casi hipnótica—. Vuestras muertes no me servirían de nada.

Lanzó el pie al frente, derribando a uno de los enanos que intentaba levantarse.

La multitud que se acercaba se hallaba a sólo unos pocos cientos de metros de distancia ahora.

—¡Puaf! —se mofó el guardia situado frente a Trajín. Lanzó una estocada al hombrecillo y refunfuñó cuando ésta fue detenida por la jupak—. ¡A lo mejor yo preferiría no tener que matarte a ti o a tu diminuto monstruo! —Giró en redondo a la derecha, esquivando un golpe de Trajín para terminar frente a Maldred.

—Te lo he advertido —lo amonestó el gigantón.

El enano se agachó bajo la espada de su oponente y realizó otra intentona de rodear al hombretón.

—¡Mal! —Rikali saltaba nerviosamente de puntillas de un lado a otro, mirando arriba y debajo de la calle y evaluando a la multitud que corría hacia ellos.

—Lo siento —dijo Maldred al enano, con un matiz de pesar en su sonora voz—. De verdad.

Descargó con fuerza el pomo de la espada en lo alto de la cabeza del enano. Se oyó un perturbador crujido, y su adversario cayó y se quedó inmóvil. Maldred volvió toda su atención al otro guardia desarmado que finalmente había conseguido incorporarse; el hombretón tenía intención de repetir su oferta de paz, pero Rikali se abalanzó al frente y le lanzó una cuchillada. El guardia la evitó, pero la hoja atravesó la casaca y el miedo hizo desaparecer el color de su sonrojado rostro.

Maldred movió significativamente la cabeza en dirección al que seguía soplando el silbato. Para ese jaleo, articuló en silencio, al tiempo que mantenía la mirada fija en la muchedumbre que no tardaría en caer sobre ellos.

—He dicho que preferiría no mataros.

—¡Ladrones! —Una Legión de Caballeros de Acero chillaba órdenes—. ¡Cogedlos!

El enano situado frente a Maldred gruñó, escupió el silbato y arriesgó una veloz mirada a sus difuntos compañeros; Rikali acababa de eliminar al que estaba desarmado. El guardia buscó a tientas la espada que colgaba de su cintura, la extrajo y retrocedió.

—Somos demasiados. ¡Os detendremos! —Luego se agachó para esquivar el mandoble del arma de su oponente.

El enano comprendió demasiado tarde que su adversario era un experto. La hoja de Maldred realizó un amplio semicírculo por lo bajo en la dirección opuesta, y la cabeza del guardia cayó al suelo con un golpe sordo.

—¡Deprisa! —chilló alguien; la multitud se encontraba sólo a unos metros de distancia.

—Sí, deprisa —repitió Rikali.

—¿Dónde están los caballos? —jadeó Dhamon mientras agarraba el saco de cuero y se lo echaba al hombro. Con su arma, detuvo los mandobles de los primeros miembros de la Legión de Caballeros de Acero que habían llegado hasta él.

—Mal no trajo caballos —respondió la mujer, mientras se enfrentaba también ella a uno de los caballeros—. Hicimos correr a los últimos que nos quedaban hasta casi reventarlos y pensamos que ya conseguiríamos otros nuevos aquí. Ya sabes que me gusta ir de compras de vez en cuando.

—Maravilloso —repuso él.

El guerrero estaba rodeado de caballeros y buscaba alguna abertura. Por fin encontró una y lanzó la espada por delante del guardamano del adversario, provocándole un profundo corte en la pierna. El caballero cayó de rodillas, sujetando el muslo con ambas manos.

Los otros se hallaban igualmente asediados.

—¡Rendíos! —gritó alguien—. ¡Rendíos y viviréis!

—¡Ese hombre! Tiene la espada del comandante. —Las palabras surgieron de un miembro de la Legión de Acero.

—¡Matadlo! —ordenó una áspera voz enana—. ¡Matad al ladrón!

—Me parece que rendirse no es una opción ahora —indicó Rikali.

Dhamon intercambiaba mandobles con dos enanos.

—Preferiría no mataros —anunció Maldred a los enanos que habían llegado hasta él.

—No seas tan educado —le gritó Rikali—. Lo repito, matémoslos rápidamente y salgamos de aquí… antes de que lleguen más. —Recogió el repulgo de su capa en la mano libre y, con un grácil movimiento, saltó al frente y azotó con la capa la espada de un enano que atacaba. Al mismo tiempo, lanzó el cuchillo hacia arriba y lo hundió en el vulnerable cuello de un caballero, giró en redondo y acuchilló a otro enano, atravesando el capote y hundiendo el arma en el cuerpo—. Mira todas las luces que se encienden, Mal. ¿No oyes todas esas voces? ¡Todo el mundo empieza a despertar! La situación ya es bastante mala, pero dentro de pocos minutos será demasiado fea. Hay muchos caballeros por aquí. ¡Haz algo!

Dhamon hundió el pomo de su espada sobre la cabeza cubierta con un casco de un enano, abollando el metal y dejando inconsciente a su dueño.

—Sí, haz algo, Mal —repitió como un loro Trajín.

El hombretón lanzó un gutural gruñido y al instante se deshizo de dos que tenía delante, rociando de sangre a la multitud. Los siguientes en la fila retrocedieron y alzaron las espadas ante ellos en un esfuerzo por mantenerlo a raya y evaluar mejor la situación.

Trajín golpeó su jupak con fuerza contra las manos de su adversario, y el ataque hizo que el enano soltara su espada.

—Preferiría no matarte —se mofó Trajín, imitando a Maldred; el enano extendió las manos a ambos lados del cuerpo en señal de rendición y retrocedió, y el otro lanzó un victorioso hurra.

Unos cuantos de los otros enanos se retiraban, intentando empujar hacia atrás a la multitud de modo que la Legión de Caballeros de Acero llegados del hospital pudiera rodear a los ladrones y ocuparse de ellos. Pero había una docena de guardias de la ciudad en el batiburrillo, y éstos siguieron presionando al frente. Fue en éstos en quienes se concentraron Maldred y Trajín.

Rikali atacó con su cuchillo a los enanos que tenía en su lado, que superaban ligeramente en número a la Legión de Caballeros de Acero. Imaginó que habría más de una docena en el grupo situado ante ella y Dhamon, y no pensaba mirar por encima del hombro para ver cuántos más había allí. Uno de sus atacantes era un espadachín especialmente bueno, y no conseguía desbaratar el ritmo de sus mandobles ni arrebatarle el arma.

—Mal, hay más que vienen a toda prisa. ¡Los oigo! ¡Caballeros con tintineantes armaduras! ¡No quiero morir en este pueblo! ¡Haz algo, Mal!

El hombretón farfulló por fin una respuesta y luego profirió un penetrante grito que sonó como un coro de gaviotas enfurecidas. Hizo girar su espada en un amplio arco sobre su cabeza, y el metal silbó en el aire, reflejando los rayos lunares. La luz recorrió la hoja y una lluvia de chispas —como un enjambre de luciérnagas— cayó sobre la multitud, prendiendo en las ropas de los enanos. Maldred echó a correr hacia la masa de sobresaltados adversarios que, acobardados por el gigantón o aterrorizados por la flamígera erupción, se apartaron como una oleada. Trajín siguió veloz a su compañero, golpeando con su jupak las espaldas de aquellos que eran demasiado lentos en apartarse y azotando accidentalmente a Rikali al hacerlo.