El ojo se cerró y volvió a quedar negro.
—Bueno, ya es suficiente —indicó Trajín en tono molesto—. Mal y la dama han conseguido salir. Están en alguna parte al pie de las Khalkist, probablemente dirigiéndose hacia Bloten. Parece como si empezara a amanecer en el exterior. No me extraña que me sienta tan cansado. Podría dormir durante un año.
Dhamon se acercó despacio al río.
—Otra pregunta —el tono del marinero era vehemente y dictatorial.
—¿Qué? —el kobold parecía exasperado—. Conocemos la salida, sólo tenemos que buscarla a tientas en la oscuridad, así que marchemos… a menos que desees preguntar si hay algún gran tesoro en las cercanías. —La idea atrajo inmediatamente a Trajín, y una enorme sonrisa se extendió por su rostro—. Algo mágico, tal vez cosillas hechizadas, monedas y gemas y…
—Un tesoro —musitó Rikali.
—No —aulló Rig—. Shrentak. Pregúntale sobre Shrentak. Los caballeros solámnicos que están retenidos allí. Probablemente en las mazmorras, si es que hay allí un lugar así. Debe haber un lugar así. ¡Hazlo, pequeña rata! Pregúntale por el hermano de Fiona.
—Uf… —Trajín arrugó la nariz con repugnancia.
—Se llama Aven.
La criatura sacudió la cabeza, pero volvió de nuevo a retorcer los dedos.
—A lo mejor hay riquezas en Shrentak —musitó.
Le dolían un poco los pulmones, como si hubiera realizado una larga carrera. Desde luego, estaba agotado por lo sucedido con el fuego y por correr escaleras abajo, por tantas horas sin dormir, por la zambullida en el río y todo lo que había tenido que nadar hasta llegar allí. Las articulaciones le dolían terriblemente, ahora que lo pensaba, las caderas eran lo que más le dolía, y en ese momento también los dedos. Pero allí estaba ese gran objeto mágico que obedecía sus órdenes…
—¡Aja! —El marinero dio una palmada.
La imagen que había dentro del ojo mostró un interior oscuro, catacumbas llenas de barro y porquería y exiguas celdas. Un grueso lodo gris verdoso rezumaba por las paredes y el techo, y lagartos correteaban por el pasadizo. La imagen cambió a un corredor bordeado de…
—¡Celdas! —prácticamente chilló el ergothiano—. ¡Quiero ver el interior de las celdas!
Trajín volvió a concentrarse, con más intensidad. Sumergió el índice bajo la superficie por un breve instante, luego lo retiró y volvió a remover el aire.
—¡Sorprendente! —jadeó Rikali—. Trajín, no tenía ni idea de que pudieras…
—¡Ahí, eso es! —exclamó el marinero, interrumpiendo el resto de la frase de la mujer.
En un momento dado contemplaba el interior del estanque y, al siguiente, la imagen de un corredor malsano surgió ante ellos, transparente y espectral. Pero al mismo tiempo resultaba espantosamente real; era como si hubieran sido transportados al mismo centro del pasillo toscamente tallado, que se extendía en ambas direcciones hasta donde alcanzaba la vista. El corredor estaba surcado de puertas de celdas, puertas construidas de gruesa madera medio putrefacta entretejida por gruesos barrotes oxidados. Oyeron con claridad el gotear del cieno desde el techo, y vieron cómo las etéreas gotas verdes caían al suelo y se desvanecían. Se percibía un hedor a orina, tan fuerte que arrancaba lágrimas a sus ojos, y el aún peor olor a muerte.
Rig dio un indeciso paso al frente, luego otro hasta que se encontró frente a la entrada de una celda. Atisbo por entre los barrotes y descubrió que su rostro los atravesaba, fue un sensación parecida a la de cruzar por entre una telaraña. Al otro lado había una docena de hombres, todos humanos y tan demacrados que parecían esqueletos con la piel colgando de sus cuerpos. Respiraban superficialmente, acurrucados unos contra otros y acuclillados sobre sus propios excrementos. Sus ojos hundidos lo contemplaron sin emoción. Uno se esforzó por extender una mano. Rig luchó por contener la bilis que le subía por la garganta, luego se obligó a salir y mirar en la siguiente celda.
Rikali se había reunido con él sin hacer ruido.
—¡Solámnicos! —exclamó.
Sus cotas de mallas habían desaparecido, pero algunos tenían capotes que los identificaban como miembros de la Orden de la Rosa. No había ni rastro de orgullo caballeresco en sus cuerpos dolientes, ni atisbo de desafío en sus rostros macilentos. Estaban totalmente destrozados. Algunos carecían de ojos, sólo desfiguradas cuencas vacías, a algunos les faltaban extremidades. Casi todos ellos estaban terriblemente mutilados, como testimonio de quemaduras y torturas.
El cuerpo del marinero se estremeció lleno de compasión y repugnancia y apretó los puños enfurecido.
—Horrible —musitó Rikali; se apartó de Rig y cerró los ojos.
El ergothiano siguió escudriñando los rostros, tragando saliva con fuerza cuando le pareció reconocer a uno.
—Aven —declaró.
Jirones de lo que había sido un capote solámnico se aferraban a su escuálido cuerpo; su piel era gris como los muros de piedra y estaba cubierta de furúnculos y gruesas cicatrices recientes. La roja cabellera aparecía larga y enmarañada y salpicada de caparazones de insectos, y su rostro en forma de óvalo, en un tiempo redondeado y perfecto, estaba demacrado por el hambre. En el pasado hubiera podido pasar por el gemelo de Fiona, pero ahora apenas era reconocible.
—Aven —afirmó Rig en voz más alta.
Con un considerable esfuerzo, el hombre alzó la cabeza y pareció devolver la mirada del otro. Se produjo un destello de reconocimiento en los entristecidos ojos.
—Es el hermano de Fiona, Aven —explicó Rig a Rikali—. Fiona y yo, fijamos nuestra boda para el día del cumpleaños de ella para que Aven pudiera asistir. Se suponía que tendría permiso de la Orden para ello.
El caballero parecía un cadáver y se movía con lentitud. Los miró fijamente, pero incluso esa simple acción parecía necesitar de todas sus energías y ocasionarle un dolor insoportable.
—Aven, puede verme de algún modo. Aven…
De improviso, el solámnico intentó ponerse en pie, apretando los esqueléticos brazos contra el suelo mientras sus pies resbalaban en las piedras cubiertas de lodo. Por fin consiguió erguirse, balanceándose sobre los pies destrozados que arrastró por el suelo para avanzar hacia Rig. Abrió la boca, como si quisiera decir algo, pero sólo surgió un chirriante silbido.
El marinero dio un paso al frente.
—¡No! —chilló cuando el solámnico cayó de rodillas, con los ojos fijos aún en Rig—. Aven, te sacaremos de allí —dijo el ergothiano, e intentó coger al hombre, pero su mano atravesó la aparición—. Aguanta y…
Aven emitió una tos seca y comprimió su pecho con las manos. Pareció contemplar al otro unos instantes más, luego cayó de espaldas y quedó hecho un ovillo sobre el suelo. Un suspiró escapó de sus labios, y luego dejó de respirar.
—Por todos los dioses desaparecidos —dijo Rig en voz baja, y contempló el cuerpo durante unos minutos—. Aven está muerto.
A continuación se apartó de la puerta para mirar a la semielfa. Esta atisbaba el interior de otra celda, murmurando sobre humanos, elfos y kenders. Algo sobre un grupito de enanos.
—Creo que también hay un gnomo aquí dentro —se dijo ésta en voz alta—. Un hombrecillo con una nariz enorme.
Luego retrocedió y dirigió una veloz mirada a Rig y después pasillo abajo, que era una ilusión pero más que una ilusión. Sus ojos preguntaron si debían seguir su exploración.
La curiosidad había vencido a Dhamon, y éste había entrado en el pasillo también. Se encontraba en el extremo opuesto, mirando el interior de un calabozo, del que se apartó para seguir adelante y dobló en una esquina. Se sentía impresionado por la magia, capaz de oler la vileza de ese lugar más que el olor a moho de la caverna en cuyo interior sabía que se encontraba. Pero todo allí parecía tan inquietantemente… palpable.