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Había una puerta, más estrecha que las otras, con una diminuta ventana en su centro. Dhamon se agachó y miró por la abertura, tosiendo a causa del intenso olor. No advirtió la presencia del hombre del interior, no inmediatamente. Había un revoltijo de otras cosas compitiendo por la atención del guerrero: cajones de madera y loza desportillada amontonados en estanterías, junto con utensilios de metal y hueso, cuya utilidad no quiso ni considerar. Resultaba evidente que ese lugar era usado como almacén. Había cadenas colgando de la pared opuesta, la mayoría oxidada por el tiempo y la humedad reinante, pero unas cuantas habían sido forjadas recientemente. Del techo colgaban más cadenas, junto con sogas y látigos de púas.

Fue al estirar el cuello, y descubrir que su rostro podía atravesar la madera, cuando descubrió al hombre. El prisionero estaba desnudo, de espaldas a Dhamon, con la piel cubierta de enormes llagas y la enmarañada cabellera extendida sobre los hombros como la melena de un león. Estaba sentado muy erguido, casi con orgullo, y sus huesos sobresalían con asombrosa claridad, lo que recordó a Dhamon los cadáveres sobre los que los sacerdotes que pertenecían a los Caballeros de Takhisis demostraban técnicas de cirugía de campaña. Había un cuenco de cobre lleno de agua espumosa junto a él, así como unos cuantos mohosos mendrugos de pan.

Dhamon se preguntó por qué el hombre no había utilizado algunos de los utensilios de la habitación para escapar. Desde luego había objetos lo bastante afilados en los estantes para agujerear la madera de la puerta. Pero cuando el hombre se volvió, obtuvo la respuesta.

Tenía una argolla de hierro alrededor de su cuello, sujeta con una cadena corta al muro, tan corta que no permitía al hombre ponerse en pie, ni tampoco alcanzar ninguno de los objetos que podrían ayudarlo a conseguir la libertad. El cautivo era joven; Dhamon se dio cuenta por la suavidad de su rostro demacrado y el azul oscuro de sus ojos. Y era alguien importante.

Llevaba un tatuaje en el brazo, justo por debajo del hombro, ingeniosamente reproducido y lleno de colorido, que representaba la zarpa de un dragón azul sosteniendo un estandarte rojo. Dhamon no estaba dispuesto a acercarse lo suficiente para leer lo que estaba escrito en el estandarte. No necesitaba hacerlo; había visto el símbolo con anterioridad. Pertenecía a una familia de ricos militares de Taman Busuk que se habían aliado con los caballeros negros. De modo que aquel prisionero tenía dinero y procedía de Neraka y probablemente estaba conectado con los caballeros negros que allí había, si es que no era uno de la Orden. Tal vez Sable pedía un rescate por él, y es posible que hubiera algo de cierto en la creencia de Fiona de que el dragón aceptaría riquezas a cambio de sus prisioneros… de algunos de ellos, al menos.

Los ojos del hombre se abrieron desmesuradamente y abrió la boca como si quisiera hablar con su visitante, pero Dhamon abandonó la celda y siguió adelante, pues no deseaba saber lo que la aparición tenía que decir. Esa visión por sí sola ya resultaba bastante perturbadora, no era necesario aumentar aquel desaliento con palabras.

Dobló otra esquina y encontró aún más calabozos. ¿A cuánta gente tenía encerrada el dragón en sus mazmorras? A través de veloces ojeadas descubrió que la mayoría de los prisioneros eran humanos y, por su estado, daba la impresión de que estaban allí desde hacía unas horas hasta varios meses.

Dhamon había estado en calabozos otras veces, cuando los Caballeros de Takhisis conservaban prisioneros por cuestiones políticas. Había tenido que acompañar a unos cuantos cautivos a sus celdas, pero jamás había estado en una prisión tan deplorable como la que mostraba esa visión. El sufrimiento era incluso casi excesivo para que pudiera soportarlo.

—Es suficiente —anunció por fin, cuando descubrió una celda en la que no quedaban prisioneros con vida, y los cuerpos habían sido amontonados como haces de leña a lo largo de una pared—. Ya es hora de que abandonemos este lugar diabólico.

Sacudió la cabeza, como para aclararla, y se alejó a grandes zancadas de la imagen, en dirección al río, que estaba seguro había crecido más.

—No —protestó Rig; el marinero había estado siguiendo a Dhamon, manteniéndose a unos pocos metros por detrás para observar su reacción ante la escena—. Quiero ver más —prosiguió—. Trajín, muéstrame todo Shrentak. ¡Quiero saber cómo entrar en esa maldita mazmorra!

El kobold suspiró y sus hombros se encorvaron. Miró a Rikali en busca de respaldo, pero, por una vez, ésta no dijo nada. Miraba al final del espectral pasillo en dirección al río, ante el que se encontraba Dhamon.

—¡Más, Trajín! ¡Muéstranos un modo de entrar!

—¡No!

Dhamon giró en redondo y regresó desde el borde del río. Regresó a través de los pasillos de la prisión, que cada vez eran más transparentes, avanzando decidido hacia los peldaños de la plataforma. Su rostro seguía siendo una máscara de indiferencia, pero sus ojos habían perdido su dureza, y sus labios se crispaban. Había echado una ojeada en el interior de varias otras celdas al pasar, y el espectáculo le preocupó. De todos modos, no estaba dispuesto a admitirlo, ni siquiera a sí mismo.

—El río está creciendo —anunció con voz tranquila.

Ante aquella advertencia, la semielfa se apartó de un salto del estanque mágico y bajó corriendo los peldaños, rozando a Dhamon al pasar.

—No quiero ahogarme —gimió en voz baja—. Quiero mi hermosa casa.

El marinero soltó un profundo suspiro y dejó caer la mano al costado.

—Si hay que creer en esta visión, y creo que hay que hacerlo, el hermano de Fiona está muerto. Tengo que decírselo. Sí, cuando la vea de nuevo.

El kobold empezó a incorporarse.

—¡Espera, Trajín! —dijo Dhamon, que acababa de tener una idea. Vio que Rig entrecerraba los ojos—. Una pregunta más.

—Creí que habías decidido que ya no debíamos seguir con el estanque mágico —masculló el marinero.

Los hombros del kobold se hundieron. Estoy cansado, articuló en silencio. Realmente parecía agotado, y la luz verde que formaba una aureola alrededor le daba un aspecto arrugado.

—No puedo —declaró Trajín con voz forzada—. Sencillamente no puedo.

—Pregúntale sobre la lluvia —insistió Dhamon—. ¿De dónde viene?

—Del cielo. De las nubes —dijo Rig—. Es de ahí de donde viene la lluvia. Realmente ya no te reconozco, Dhamon Fierolobo. Eres un patán egoísta. Míralo. Está agotado. Yo ya lo he presionado en exceso.

—¿Qué provoca la lluvia? —Las palabras de Dhamon eran cortantes.

El marinero hizo intención de marchar, pero algo lo detuvo. La visión de Shrentak se había disuelto y el estanque mostraba de nuevo un punto negro en su superficie, mientras el kobold volvía a remover la magia ante las exigencias de Dhamon.

—El pantano. Y ¿qué? —refunfuñó Rig—. De algún modo la lluvia proviene de la ciénaga. Pero ni siquiera está lloviendo ahí, según esa imagen. De modo que…

—Esta lluvia no es natural, Rig. No puede serlo. Ha llovido más en Khur en los últimos días que probablemente en los últimos dos años. Simplemente por una curiosidad malsana, quiero saber qué es responsable de ella. La información podría ser valiosa. Y esto… —Movió la mano en dirección al estanque—. Esto al parecer es un modo seguro de saberlo.

La imagen se concentró con más nitidez en un claro pantanoso circundado por una maraña de viejos cipreses con raíces que se hundían profundamente en el lodo. De las ramas colgaban lianas que formaban una cortina florida. Abundaban los loros multicolores en los árboles, y el sol que empezaba a elevarse conseguía penetrar a hurtadillas en el tupido dosel.