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Se arrodilló sobre la semielfa y le apartó los cabellos del rostro. Le pareció que tenía un aspecto muy hermoso, con aquella expresión serena y el rostro desprovisto del recargado maquillaje que acostumbraba a llevar. Le palpó el cuello, le giró la cabeza a un lado y a otro, atendiéndola con toda la suavidad posible.

—Está bien —dijo a Rig—. Su cabeza golpeó con una roca, ¿ves? —Le ladeó la cabeza ligeramente, para mostrar la sangre que sobresalía por entre sus plateados mechones—. Nada demasiado grave. Respira normalmente. —Le tanteó la herida de la cabeza—. Tendrá un buen chichón cuando recupere el conocimiento. —A continuación se puso en pie y extendió las manos hacia la lluvia para que lavara la sangre—. Y lo recuperará muy pronto. Esta lluvia ayudará. —Dio media vuelta y reanudó la ascensión a la montaña.

—Espera un minuto. —Las palabras surgieron furiosas de los labios del marinero—. Es tu compañera. No irás a dejarla aquí.

—Riki lo comprenderá —replicó él—. Tengo que recoger un importante paquete de manos del caudillo Donnag y venderle cierta información valiosa. Cuanto antes sepa lo de la lluvia, más valdrá la noticia. Y tengo que encontrar a Maldred. También querrá saber lo de la lluvia. Riki nos alcanzará. Es más lista de lo que crees.

—Primero Trajín, ahora Riki… —Rig lo miró incrédulo.

El rostro de Dhamon era impasible. Sus manos colgaban inertes a los costados, los labios eran una fina línea, y sus ojos tenían una expresión indiferente.

Aquella imagen de Dhamon permanecería en la mente del marinero durante el resto de sus días, mostrándole hasta qué punto podía ser insensible una persona. Eran como cuentas de piedra… no mostraban el menor atisbo de compasión; no había más que una determinación egoísta en ellos. Rig lo reconoció. Los ojos de Dhamon mostraban astucia y egoísmo. No había ni rastro del hombre que había conocido en el pasado, no eran los ojos del antiguo caballero negro que había respondido a la llamada de Goldmoon pidiendo un campeón y que los había conducido intrépidamente a la Ventana a las Estrellas; ni sombra del héroe que había osado enfrentarse a los señores supremos dragones y que, aunque no se había ganado la amistad de Rig, desde luego había obtenido su respeto.

—Te acostumbrarás a ello, Rig —dijo él, leyendo sus pensamientos—. No soy el hombre que conocías.

¿Acababa Dhamon de decir esas palabras? se preguntó el marinero, ¿o sólo recordaba lo que éste había dicho una noche en las montañas Khalkist? No importaba. Eran ciertas. Rig contemplaba a un extraño. El marinero había conocido ladrones en su juventud, y se había asociado, lleno de orgullo, con piratas, a los que consideraba unos cuantos peldaños por encima de los ladrones corrientes. Ninguno de ellos había sido como este Dhamon, un Dhamon al que realmente no conocía.

—No eres humano —musitó.

Dhamon se echó a reír. Luego sin una palabra ni un gesto más, giró y volvió a ascender por la senda, avanzando un poco más despacio y sujetándose a las rocas para no sufrir una caída como la semielfa.

El marinero se llevó una mano al hombro y tiró hasta que una de sus mangas se desprendió; luego rodeó con ella la cabeza de la mujer para intentar detener la sangre. Alzó la mirada hacia el sendero cubierto de agua, luego contempló a la semielfa, le pasó los brazos bajo las rodillas y hombros y la levantó.

—¡Ahhh… por la bendita memoria de Habbakuk! —Vio que el brazo izquierdo colgaba torcido, y que había un feo bulto donde el hueso intentaba abrirse paso a través de la carne—. Está roto, supongo. —Volvió a dejarla en el suelo y empezó a mirar en derredor—. Necesitaré un trozo de madera —se dijo en voz baja—. Nunca he arreglado huesos rotos, y no voy a empezar ahora. Podría causar más daño que bien. Pero al menos puedo impedir que se mueva de un lado a otro.

Chapoteó hacia los restos parcialmente sumergidos de lo que parecía ser una casa y arrancó un tablón.

—Sí, algo como esto servirá. —Se quitó la camisa y empezó a rasgarla en tiras para hacer un tosco entablillado—. Arrojaría a Dhamon Fierolobo a la capa más inferior del Abismo —rezongó.

Rikali gimió con suavidad, y su rostro se crispó en evidente malestar mientras luchaba por recuperar el sentido. Los dedos de su mano sana se deslizaron hacia abajo para tocar su vientre.

—El bebé —susurró—. Por favor que mi bebé esté bien.

—¿Estás embarazada? —Rig la contempló consternado—. ¿Lo sabe Dhamon?

Ella negó con la cabeza.

—Y tú no se lo dirás —dijo, antes de volver a perder el conocimiento.

El marinero se dedicó a recolocar todas sus posesiones. Todas las dagas quedaron sujetas sobre el pecho, la larga espada colgaba al costado, la alabarda volvió a ir atada a la espalda. Tuvo que mover las cosas un poco para estar cómodo, pues resultaba difícil transportarlo todo y, además, a la semielfa, pero ya se las arreglaría.

Rikali profirió un quejido cuando él la tomó en brazos. Rig alzó los ojos hacia la montaña.

—Imagino que tendremos que probar este camino —decidió—. Pero lo haremos con calma.

* * *

Fiona se irguió muy tiesa en su armadura solámnica, que había limpiado hasta hacerla brillar como un espejo a su regreso de las catacumbas enanas. El trabajo le había dado algo en que ocuparse mientras aguardaba a Rig y a Dhamon, y mientras Maldred mantenía una reunión secreta con el caudillo Donnag.

Llevaba los cabellos sujetos detrás del cogote en dos tirantes trenzas, lo que no era muy corriente en ella, y el chamán ogro había curado la herida de la mejilla, a instancias de Maldred que, además, había corrido con todos los gastos. Las extremidades le dolían aún un poco después de la ardua aventura montaña arriba y en el interior de las ruinas enanas y el posterior regreso a Bloten. Pero su aspecto no delataba su auténtica fatiga.

Sacó pecho mientras deambulaba sobre el barro frente a los hombres que Donnag le había proporcionado como escolta para su rescate. Era tal como le había prometido. Cuarenta ogros robustos, el más bajo alzándose casi tres metros por encima de ella. Todos llevaban algún tipo de coraza, en general placas de piel curtida con tachuelas de metal desperdigadas en aleatorios dibujos. Tal vez los dibujos significaban algo en la lengua de los ogros. Unos pocos lucían cotas de malla y espinilleras de cuero, y algunas piezas de armadura parecían casi nuevas. Casi todos se cubrían con alguna clase de casco, y unos cuantos llevaban largas capas de fina tela oscura, que la continua lluvia oscurecía aún más. Se mantenían todos firmes, con las espaldas rectas y un porte impresionante muy distinto al aspecto encorvado que exhibía la mayor parte de la población de Bloten.

Si bien sospechaba que se sentían molestos con ella porque era una humana —una mujer— y, por encima de todo, una Dama de Solamnia— estaba segura de contar con su lealtad, ya que el caudillo Donnag les había ordenado que siguieran todas sus órdenes hasta la muerte si era necesario. También sospechaba que se les pagaba muy generosamente, aunque no sabía si era Donnag o Maldred quien se ocupaba de ello, y tampoco quería averiguarlo.

Sólo unos pocos podían hablar su lengua, y lo hacían de forma vacilante y pronunciando mal la mitad de las palabras. Maldred había dicho que todos los hombres eran luchadores bien adiestrados que habían tenido escaramuzas con los enanos de Thoradin, los hobgoblins y goblins de Neraka, y los dracs y abominaciones que invadían las colinas de Donnag procedentes del pantano. Su aspecto fornido y las gruesas cicatrices revelaban numerosas batallas previas.

Desde luego formaban un grupo muy poco agraciado. La mayoría tenía verrugas y furúnculos salpicando la piel que quedaba al descubierto, y la lluvia aplastaba sus ralos cabellos contra los costados de sus cabezas. Otros tenían dientes que sobresalían de sus labios hacia arriba o hacia abajo, y a unos cuantos les faltaban trozos de oreja. Uno lucía una nariz casi cadavérica. La piel de todos iba de un castaño claro, del color de la arena, a un marrón oscuro, del tono de la corteza de un castaño. Había tres hermanos cuya piel mostraba un tinte verdoso, y Fiona se dijo que les daba un perpetuo aspecto enfermizo; otro tenía la piel casi tan blanca como el pergamino. Maldred había explicado que ese individuo era un chamán en ciernes, ligeramente adiestrado en las artes curativas, y que su presencia podría resultar beneficiosa, dependiendo de qué habitantes de la ciénaga se cruzaran con ellos.