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Algunos de los ogros llevaban una única arma, siendo ésta una larga espada curva que, por lo que la mujer había averiguado, se forjaba allí en Bloten y se entregaba a los que gozaban del favor de Donnag. Otros iban prácticamente tan cargados como Rig: con hachas atadas a la espalda, ballestas pensadas para manos humanas colgando de sus cintos, largos cuchillos enfundados sujetos a sus piernas y garrotes de púas en las manos. Necesitarían todas esas armas y muchas más, se dijo Fiona. Necesitarían suerte y la bendición de los dioses ausentes.

¿Y ella qué necesitaba? reflexionó la guerrera. ¿Una buena dosis de sentido común? ¿Qué hacía ella allí? Cometer una falta de decoro tras otra, se reprendió. Asociarse con ladrones, que posiblemente también eran considerados asesinos, hacer tratos con un despreciable jefe ogro y mandar una escuadrilla de aquellos seres. Estaba segura de que la Orden Solámnica no lo aprobaría. Y en lo más profundo de su ser, ella tampoco lo hacía. Tal vez la expulsarían de la Orden si descubrían lo que había hecho. ¿Y su hermano? ¿Qué pensaría Aven de los extremos hasta los que era ella capaz de llegar en sus esfuerzos por pagar su rescate?

—Aven —musitó; todo estaría bien, todo esto, se dijo, si conseguía obtener su libertad. Ya tendría tiempo para expiar sus acciones cuando su hermano estuviera junto a ella.

No obstante… su sensibilidad se veía asaltada por ciertas dudas. Tal vez debería abandonar todo eso ahora.

—¡Fiona! —llamó Maldred, que acababa de salir del palacio de Donnag y trotaba hacia ella, con una amplia sonrisa en el rostro—. Dhamon está bien, viene de camino.

La dama relegó sus preocupaciones a un rincón de su mente y aguardó a que el otro llegara junto a ella. El hombretón posó una mano sobre su hombro.

—Eso es una buena noticia —replicó, alzando la vista hacia su bien afeitado rostro—. Me alegro de que no le haya ocurrido ninguna desgracia durante el derrumbamiento. —No obstante sus palabras, Fiona parecía imperturbable ante la noticia, pues quería aparecer estoica e indiferente ante su tropa de ogros—. Y esta información sobre Dhamon te ha llegado debido…

—¿Recuerdas? Soy un ladrón que flirtea con la magia. —Los ojos de Maldred se clavaron en los de ella—. Dhamon encontró un modo de salir de la montaña a muchos kilómetros del lugar por el que salimos nosotros. Al menos tardará un día o dos más en llegar aquí.

—¿Y Rig?

Los labios del hombretón se curvaron hacia abajo.

—El marinero lo sigue. También él se encuentra bien. No te preocupes por su persona.

—No me preocuparé por él —repitió la mujer en voz baja.

Al cabo de dos mañanas, con la lluvia amainando hasta convertirse en casi una llovizna, Maldred salió del palacio de Donnag y fue al encuentro de Fiona en el jardín del caudillo ogro. No había flores, sólo innumerables hierbajos alimentados por las lluvias. La mayoría tenía espinas, con retorcidas enredaderas de un color gris verdoso que intentaban trepar por las pocas estatuas desperdigadas por el lugar o que enviaban sus apéndices a recorrer los senderos de adoquines. El jardín ocupaba un patio circular frente al imponente comedor de Donnag y perfumaba el ambiente con una mezcla de fragancias agradables y acres.

La dama había sido llamada a reunirse con Maldred allí, y éste le acarició la mejilla para atraer su atención.

—Dhamon fue visto cruzar la puerta sur hará unas pocas horas. En este momento está reunido con el caudillo Donnag.

—¿Y Rig? —La mujer se irguió en toda su estatura, con los ojos muy abiertos—. ¿Está él con Dhamon?

—Parece que Rikali está herida —repuso él, negando con la cabeza—. Los centinelas informaron que Rig llegó más tarde y la llevó a ver a Sombrío Kedar.

La solámnica pareció algo perpleja al enterarse de que no estaban todos juntos. Arrugó los labios, meditando durante unos instantes.

—¿Y el kobold?

—Muerto —respondió Maldred, frotándose la barbilla pesaroso.

—Debo ir a casa de Sombrío Kedar, entonces —repuso ella por fin—. Si Rig está allí, desde luego yo debería…

—¿Por qué? —Lo ojos del hombretón centellearon—. No tardarán en aparecer por aquí.

—Supongo que sí —la mujer ladeó la cabeza—, pero debo ir junto a Rig.

—¿Por qué? —Maldred se acercó más y le tomó las manos, mirándola fijamente a los ojos—. ¿Tanto lo amas, dama guerrera?

Ella le devolvió la mirada, aunque sabía que podía perderse con suma facilidad en la enigmática mirada del otro.

—No lo sé. Meses atrás estaba segura de ello. No tenía dudas. Pero ahora… no lo sé.

—Él no te merece —dijo Maldred—. No te comprende, tan pocas de sus palabras llevan cumplidos. —Su sonora voz se había tornado melódica—. Es tan distinto a ti.

—Distinto a mí —repitió ella en voz baja, sin dejar de mirarlo a los ojos, deseando que hablara un poco más para poder oír su hipnótica voz; Rig acostumbraba a hablarle sin parar al principio, cuando intentaba impresionarla y hacerle la corte.

—No debes casarte con él —indicó él hombretón—. Tu corazón me pertenece a mí.

—No me casaré con él —repitió la dama—. Mi corazón te pertenece a ti.

Maldred sonrió. Si Fiona no hubiera puesto en duda sus propios sentimientos hacia el marinero, el hechizo habría resultado mucho más difícil. Pero su duda le dejó espacio para manipular su magia. Se inclinó sobre ella y le rozó los labios con los suyos.

Ella se dejó abrazar, trazando el contorno de su mandíbula con las yemas de los dedos, para apartarse de él finalmente, casi de mala gana. Él extendió un brazo e indicó con la cabeza en dirección a un banco de madera situado bajo un pabellón.

—Iré a ver qué hace Dhamon. Espérame aquí, dama guerrera.

—Claro que te esperaré.

13

La promesa de Donnag

Dhamon se hallaba al pie de la escalera, contemplando lo que había servido, décadas atrás, como mazmorra de la mansión. Se preguntó dónde estarían las actuales mazmorras de Bloten, en las que el jefe ogro encerraba a los que lo contrariaban o perdían su favor. Tal vez se limitaba a matar a todos los truhanes y se ahorraba el miserable gasto de alojarlos, alimentarlos y custodiarlos.

Dhamon desde luego llevaba la vestimenta apropiada para una mazmorra: tenía las ropas mugrientas y desgarradas por el accidentado viaje, los cabellos enmarañados y apelmazados, la barba del rostro espesa y desigual. Apestaba a sudor, con tanta intensidad que incluso era un ataque contra sí mismo, y tenía las botas recubiertas de una gruesa capa de lodo.

Esposas de hierro, atascadas por la orina, colgaban del elevado techo y goteaban humedad. En un rincón cercano había un deteriorado potro de madera, manchado con lo que Dhamon estaba seguro que era sangre, y tras un velo de telarañas había suspendida una jaula con restos de un esqueleto humano.

Más allá de los utensilios de tortura había unos imponentes arcones llenos a rebosar con monedas de acero, elegantes estatuas de oro, jarrones altos y cofres de los que se derramaban hileras de perlas sobre charcos producidos por filtraciones de agua de lluvia. La enorme estancia estaba iluminada por costosas lámparas de aceite hechas de cristal, que brillaban tenuemente entre lo que en el pasado habían sido tapices exquisitos y que ahora el moho había dañado de modo irreparable.