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Del lado de Dhamon, los enanos también se retiraron, pero los caballeros, si bien momentáneamente aturdidos por la mágica exhibición de Maldred, se mantuvieron firmes.

Rikali distinguió a más enanos que surgían de sus hogares, la mayoría cargando con armas de diversa clase —algunas incluso improvisadas, antorchas, y unas cuantas ballestas— y estas últimas le preocuparon en especial. Ahora habría demasiados para que Maldred pudiera ahuyentarlos o asustarlos o enfrentarse a ellos.

Dhamon vio a Rig y a Fiona que corrían calle abajo. El marinero chillaba algo y agitaba la mano, y su compañera se movía veloz a pesar de la pesada armadura solámnica, mientras las antorchas iluminaban la incrédula expresión de su rostro.

Rikali y Dhamon hicieron caso omiso de ellos, sacando provecho de la momentáneamente aturdida Legión de Acero para girar sobre sí mismo y seguir a Maldred, que había hecho huir a un grupo de enanos más allá del establo.

Cuando el gigantón se detuvo y abrió la puerta del recinto, Trajín se introdujo en el interior a toda velocidad, y el hombretón hizo una seña a Rikali y a Dhamon. Deprisa, articuló. Detrás de la pareja, media docena de caballeros corrían hacia ellos, y más enanos se abalanzaban sobre ellos, maldiciendo mientras corrían y chillaban ¡Ladrones! a pleno pulmón. Únicamente las gordezuelas piernas de los enanos impedían a éstos adelantar a los caballeros. Un dardo se clavó en el establo a pocos centímetros de la mano de Maldred.

En medio de los enanos podía verse a Rig y a Fiona. Los ojos de la dama solámnica llameaban, y la mujer se deslizaba decidida hacia el frente de la enfurecida multitud.

—¡Al interior! —instó Maldred, agachándose cuando un dardo silbó sobre su cabeza.

Un segundo después siguió a Rikali y a Dhamon al interior del edificio y cerró la puerta con fuerza, colocando la barra que la atrancaba.

El hombretón indicó a Dhamon que hiciera lo mismo con una puerta lateral apenas discernible en el oscuro y cavernoso interior.

—¡Vaya, esto es estupendo! —se burló Rikali—. ¡Nos has metido en una trampa, Mal! Ahora somos como ratas. Y aquí apesta. ¡Cerdos, veo que hay una dama solámnica en la ciudad además de la docena más o menos de caballeros de la Legión de Acero que no están confinados en el hospital! No nos hacía falta nada más. ¡Una dama solámnica con su reluciente armadura!

—Es una vieja amiga mía —dijo Dhamon, pasando junto a ella.

—¿Amiga? —Rikali apoyó las manos en las estrechas caderas—. Tienes muy mal gusto, amor. O al menos lo tenías. Nadie necesita a un caballero como amigo. Causan disgustos, al menos a los que son como nosotros.

—Deja de quejarte —intervino Trajín, que resoplaba y resollaba mientras hacia rodar un tonel para apoyarlo contra la puerta— y échame una mano.

—Oh, eso funcionará, hombrecillo —repuso Rikali, irónica.

—No. La idea de Trajín está bien —replicó Dhamon, y señaló al centro del establo, donde pudieron distinguir la silueta de un enorme carro.

Maldred palmeó a Rikali en el hombro al pasar corriendo por su lado para sujetar la lanza frontal del carro. Los músculos de sus brazos se hincharon y las venas del cuello se marcaron como sogas en cuanto empezó a tirar; los caballos se pusieron a relinchar nerviosos mientras Dhamon, soltando la mochila y el saco de cuero, se colocaba detrás del carro y empujaba.

Trajín se precipitó al fondo del carro, tirando de media docena de sacos de lona.

—Monedas de la panadería, que fue idea mía robar —anunció tanto para sí mismo como para Dhamon—. Monedas del armero. Cucharas y candeleras de una vieja mansión. Lo metimos todo aquí, Mal y yo. Pensamos que usaríamos el carro para marchar de la ciudad.

En el exterior, los enanos aporreaban las puertas, asustando aún más a los caballos; pero eso no fue nada comparado con el temblor que sacudió repentinamente el edificio. Alguien desde fuera chilló: ¡Terremoto!. Y otra persona exclamó: ¡Hechicería!. Finalmente, el suelo dejó de temblar.

La voz de Fiona se abrió paso por encima del estrépito, gritando para que la escucharan.

—¡Dhamon Fierolobo! ¡Sal inmediatamente!

Rikali apoyó la espalda contra las puertas y apretó los dientes mientras los golpes seguían lloviendo sobre la entrada.

—Deprisa, amigos —instó—. Este establo es una resistente construcción enana, pero no aguantará eternamente. No con ellos golpeandola y con el suelo gruñendo de ese modo. —Trajín se reunió con ella y copió su postura, con las pequeñas piernas bien abiertas—. Oh, eres una gran ayuda —indicó ella, sarcástica, contemplando al hombrecillo.

Entonces el suelo volvió a estremecerse.

—¿Hay otro modo de entrar? —se oyó gritar en el exterior.

—¡El henil! —respondió alguien—. ¡Y la puerta lateral!

—¡Yo tengo un hacha! ¡Dejadme pasar! Derribaré la puerta a hachazos.

—¡Éste es mi establo! ¡No lo destroces! ¡Convencedlos para que salgan!

—Subidme. ¡Humanos! ¡Subidme!

—¡Buscad una escalera!

—¡Ladrones! ¡Robaron a los caballeros heridos! ¡Matadlos!

—¡Deprisa, Mal!

—¡Eso, deprisa! —añadió Trajín.

Dhamon y Maldred apuntalaron el carro contra la puerta y fijaron el freno en el mismo instante en que la hoja de un hacha empezaba a abrirse paso por entre la madera. Oyeron un gateo en la pared exterior, como si alguien intentara trepar por el muro, y a continuación un golpe sordo.

—Probemos otra vez. ¡Subidme a mí esta vez! —Se trataba de una voz humana, aunque no era ni la de Rig ni la de Fiona; probablemente se trataba de uno de los caballeros de la Legión de Acero.

—¿Dónde está la escalera?

—Olvidad la escalera. —Era la voz de Rig, y tenía un dejo de enfado—. Apartaos. Abriré vuestra maldita puerta.

—¡Mi establo!

—No vamos a contenerlo por mucho tiempo —comentó Dhamon.

—¿De veras? —Rikali fingió sorpresa—. ¿Tienes alguna idea de qué hacer, Dhamon? ¿Mal? Preferiría no morir en este montón de estiércol.

—¡Dhamon Fierolobo! ¡Sal! ¡Soy Fiona!

—¡Los tablones! ¡Arrancad los tablones!

—¡Condenados ladrones!

Dhamon corrió hacia la puerta lateral y empezó a arrastrar cajones y barriles frente a la puerta, afianzándolo todo con horcas que clavó en el suelo. También se oyeron golpes en esa puerta.

Maldred retrocedió al fondo del establo, sin hacer caso de los asustados caballos, las quejas de Rikali y las disculpas de Trajín. Extendió los dedos de par en par sobre la madera y palpó la áspera superficie.

—Resulta difícil ver aquí dentro —refunfuñó Trajín—. En especial en el caso de Mal y Dhamon. —Dio un salto cuando la hoja de un hacha se abrió paso a través de la madera—. Conseguiré un poco de luz.

Dhamon se unió a Maldred para arrastrar los sacos que habían estado en el carro.

—Ensillaré unos caballos —dijo.

Había advertido la presencia de una docena de corceles de tamaño normal, dos de ellos excepcionalmente grandes. Si la Legión de Caballeros de Acero tenía otros caballos, como Dhamon sospechaba, posiblemente éstos estaban guardados en un campamento fuera de la ciudad. Los demás pesebres contenían ponis, animales robustos ideales para los enanos. El hombre se apresuró en su tarea y seleccionó a los dos caballos de mayor tamaño, a los que condujo hasta el fondo del establo.

Maldred cerró los ojos y empezó a canturrear, con un sonido sordo que surgía de algún punto en lo más profundo de su garganta y que fluctuaba en tono y ritmo como una compleja pieza musical. Sus dedos se movían veloces de arriba abajo de los tablones, las yemas deteniéndose durante breves instantes en los clavos que sujetaban la madera, y a medida que proseguía con su tarareo, los clavos se iban calentando y empezaban a brillar débilmente.