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En una pared colgaban armas, cuyas hojas reflejaban la luz. Otra exhibía estanterías de chucherías y objetos varios —tallas de animales con alas y cuernos y ojos hechos con piedras preciosas, inapreciables composiciones de conchas creadas por artesanos dimernestis, y frascos de fragancias exóticas que —aunque tapadas— seguían perfumando suavemente la atmósfera.

Y había más cosas. Se dirigió despacio hacia el centro de la gran sala.

En el interior de antiguas celdas, cuyas puertas habían sido retiradas tiempo atrás, podían observarse más riquezas: monedas y colmillos de marfil tallados, cofres ornamentados tan valiosos como lo que fuera que estuviera encerrado en su interior; bustos de minotauros y otras criaturas incrustados de joyas.

—Ésta es nuestra cámara principal del tesoro, Dhamon Fierolobo —anunció el caudillo con orgullo, saliendo de una especie de nicho y cogiendo al humano por sorpresa. El ogro no había utilizado la misma escalera que Dhamon, lo que sugería la existencia de pasadizos secretos—. En estos mismos instantes están cortando las gemas en bruto que nos regalaste. Luego se les dará un buen hogar aquí entre nuestra excepcional y apreciada colección, algunas serán engarzadas en delicadas piezas de platino y oro que adornarán nuestros dedos. Nos gustan tanto las joyas. Nos produce un gran placer contemplarlas. Otras serán almacenadas para admirarlas más adelante, cuando nos cansemos de las que lucimos normalmente.

Dhamon desvió la mirada de Donnag para estudiar una urna que parecía hecha de oro macizo.

—Y nos nunca podemos tener demasiadas riquezas, ¿no es cierto?

No era realmente una pregunta. El ogro se adentró más en la habitación, remangándose la capa antes de pisar uno de los charcos. Se encaminó hacia un trono ribeteado de platino y se acomodó en él, suspirando y bostezando al tiempo que unía las yemas de sus enormes y gordezuelos dedos. Desde esa posición podía vigilar mejor al humano y la colección de tesoros.

—La riqueza hace que los gobernantes sean más respetados, creemos. Pero nos hace más envidiados.

Dhamon se acercó en silencio a una caja llena de collares y anillos y se inclinó sobre ella con aplomo. Con el rabillo del ojo vio a Maldred que entraba en la habitación. El hombretón debía de haber usado la misma escalera secreta que Donnag,

—Toma tanto como desees, dentro de lo razonable, para ti y para tu ramera semielfa —prosiguió el caudillo ogro—. No nos importa. A decir verdad, nos deseamos ser generosos contigo, que has ayudado a Talud del Cerro. Nos amamos mucho nuestra leche y nuestra carne de cabra.

Dhamon dedicó un saludo a Maldred con la cabeza y eligió dos cadenas de oro, gruesas y salpicadas de esmeraldas y zafiros. Añadió un anillo de perlas y rubíes, lo bastante llamativo para que se adecuara a los gustos de Rikali, y un fino brazalete de jade que era elegante y fresco al tacto, algo que habría preferido que la mujer luciera. Había un huevo de jade, del tamaño de su pulgar, colocado sobre una pequeña base de madera. El huevo tenía un ave de brillantes tonos verdes y naranjas pintada sobre él, con toques de color blanco para simular nubes. Eso también podría gustar a la semielfa. Lo guardó todo en un bolsillo y tomó nota mentalmente de preguntar a Maldred hasta qué punto conocía bien la mansión y a Donnag y hasta dónde llegaba su amistad con él.

—Tienes buen ojo para las cosas de valor, Dhamon Fierolobo —observó Donnag.

Dhamon rebuscaba ahora en un cofre repleto de joyas, seleccionando unas cuantas y alzando cada una de ellas hacia la lámpara más cercana. Un rubí que había atraído su atención era la pieza central de un broche de oro batido. Tras considerarlo unos instantes, reclamó también aquel trofeo.

—Habrá más. Mucho más —dijo Donnag—, cuando regreses del pantano. Otro pequeño encargo para nos.

Dhamon se echó a reír largo y tendido, sin detenerse siquiera cuando los ojos del otro se entrecerraron hasta quedar convertidos en simples rendijas.

—¿Crees que voy a hacer otro recado para ti, su señoría? Afirmaste que unos lobos mataban a las cabras de los pueblos de las montañas. Y, sin embargo, los aldeanos te habían informado de cuál creían que era la auténtica amenaza. No creo que pueda confiar en ti. Tus recados resultan demasiado letales.

—Nos hemos estado muy ocupados —replicó apresuradamente Donnag—. Y en ocasiones en nuestro apretado programa no escuchamos con demasiada atención a los mensajeros de los pueblos. Pedimos disculpas si no comunicamos la auténtica amenaza que se cernía sobre la aldea de Talud del Cerro.

Dhamon escogió un broche para capa con un oscuro zafiro, con la intención de quedarse con él.

—Ni tampoco me uniré a los ogros que envías con la solámnica a las ruinas de Takar. Créeme, su hermano está muerto. Rig lo vio en una visión en el interior de la montaña. Su viaje es una empresa descabellada.

Los labios de Donnag formaron una exagerada mueca de enojo, adquiriendo un aspecto casi cómico debido a los bamboleantes aros de oro. Luego, también él se echó a reír, y el sonido resonó de un modo curioso entre los montones de riquezas.

—¿Y tú crees que nos enviamos a nuestros hombres al pantano a petición de una mujer? ¿A Takar? ¿Por su hermano, a quien nunca hemos visto? ¿Por una mujer? ¿Por una mujer humana? ¡Bah! Resultas de lo más divertido, Dhamon Fierolobo. Nos debiéramos tenerte en nuestra noble presencia más a menudo. No nos hemos reído tanto desde hace mucho tiempo. Nos gustáis.

Dhamon se metió en el bolsillo unas cuantas gemas pequeñas, ejemplares sin el menor defecto, creía, y posiblemente más lucrativos que todas las chucherías que ya había cogido.

—Entonces ¿por qué enviar a los hombres? ¿Por qué molestarse con el rescate del solámnico?

Maldred se acercó más, y sus botas crujieron suavemente sobre las monedas desperdigadas. Dhamon estaba ocupado inspeccionando el tesoro y no vio las significativas miradas que el hombretón y Donnag se intercambiaron.

—¿Por qué deberías tú, que gobiernas todo Blode, rebajarte a ayudar a una Dama de Solamnia? ¿O por qué fingir hacerlo?

La mirada de Donnag abandonó a Maldred, y el ogro sonrió ampliamente.

—Porque, Dhamon Fierolobo, es la dama solámnica la que nos está ayudando, en lugar de ser nosotros quienes la ayudamos a ella. Se nos ha dicho que es excepcionalmente capaz en el combate, ¡tan buena como cualquier pareja de mis mejores guerreros! Y por lo tanto puede resultarnos, sin querer, muy útil en la ciénaga. Además, nos gusta tanto la idea de tener a un solámnico a nuestro servicio. Las riquezas que le dimos como señuelo son insignificantes por lo que respecta a nos. Y nos serán devueltas de todos modos. En cuanto a los cuarenta hombres, son para ayudarnos a atacar de nuevo a la Negra. Como puedes ver, tenemos un plan…

—Que bien pensado realmente no me interesa —lo interrumpió Dhamon—. Lamento haber preguntado sobre él. —Se irguió, limpiándose las manos en las calzas y mirando en derredor para ver qué otros objetos podían atraerle—. Sin embargo, lo que sí me interesa es mi espada. Me gustaría tenerla ahora.

—Yo sí estoy interesado en tu plan, lord Donnag. —Era Maldred quien hablaba ahora.

El caudillo saludó con un movimiento de cabeza al hombretón que se había colocado entre dos esculturas de mármol que representaban hadas danzarinas, apoyando el codo en la cabeza de una de ellas.

—Eran ogros los que siempre habían supervisado a los humanos y enanos de las minas Leales. Ogros que en una época nos eran leales.

Maldred ladeó la cabeza.

—Las minas Leales. En el pantano. Ogros que han traspasado su lealtad a la Negra se ocupan de ellas. Tal vez son ellos quienes hacen chasquear los látigos.

—¿Y qué piensas hacer con esos ogros traidores? —el hombretón parecía sentir una auténtica curiosidad.