Maldred se quitó la camisa, atándola a su cintura, y sus músculos relucieron sudorosos. Arrancó uno de los odres de agua que colgaban de su cinturón, lo vació, y arrancó otro, que pasó a Dhamon.
Dhamon parecía delgado cabalgando junto al hombretón, y su fibrosa musculatura quedaba empequeñecida por los gruesos brazos, el pecho fornido y los amplios hombros de su compañero. Algunas de sus heridas habían cicatrizado por completo gracias a la medicina del hospital, pero los cortes más profundos se habían abierto durante la pelea en la ciudad y brillaban rezumando sangre.
—Rikali —llamó Maldred—, no tenías que haberlo arañado con tanta ferocidad.
—Dijiste que Dhamon tenía que tener mal aspecto —replicó ella—. Dijiste que tenía que ser convincente.
—No tan convincente —repuso él en voz baja.
—Dhamon no se quejó —dijo la mujer, encogiéndose de hombros y agitando la espesa cabellera.
—Fui más que convincente —admito Dhamon al hombretón—. No tendría que haber surgido ningún problema. No estoy seguro de qué salió mal. Supongo que no tuve en cuenta la muerte de aquel paciente.
—La tuya fue la empresa más arriesgada en la ciudad —dijo en voz baja Maldred con una amplia sonrisa—. Todos los demás robamos en tiendas cerradas. Además, añadió un poco de emoción a nuestras vidas. No nos pasó nada malo. Y tenemos unos buenos caballos como prueba. —Dedicó una prolongada mirada a su compañero y aspiró con fuerza—. Necesitas ropa nueva, amigo mío. Rikali hizo trizas ésas, y además… apestan. A todos nos vendrían bien prendas nuevas. Dudo que podamos quitarles el olor a humo a éstas.
Los kilómetros fueron pasando ante ellos a medida que el sol ascendía desgarrador por un cielo azul pizarra, aumentando aún más la temperatura. Al norte, Rikali distinguió un pequeño bosquecillo y pastos altos, un verdadero oasis en Khur, y en un principio pensó realmente que se trataba de un espejismo, por lo que parpadeó con energía, creyendo que desaparecía, pero entonces descubrió un cuervo suspendido sobre un alto árbol. El ave ascendió hacia el cielo, donde ella lo perdió de vista por un instante, luego descendió, viró, y se introdujo en el dosel de hojas y desapareció. La mujer instó a su agotada montura en aquella dirección, soltando las riendas del otro animal, que la siguió igualmente. En cuanto la rozaron las primeras sombras, Rikali saltó de su caballo, quejándose de su dolorida espalda y sus piernas agarrotadas, del olor a humo de sus ropas y del hedor a medicinas que surgía de Dhamon. Luego condujo al animal por entre la docena de árboles que crecían allí y a lo largo del riachuelo que discurría perezoso por la base de las estribaciones de las Khalkist.
—Bendita sombra —anunció mientras se desperezaba, alzaba a Trajín para depositarlo en el suelo, y observaba beber a los caballos.
—Me iría bien algo de descanso —confesó Dhamon a Maldred.
—No pienso discutirlo. —El hombretón miró por encima del hombro—. Al menos no por el momento. —Se deslizó fuera de la silla y condujo a su caballo a la orilla—. Probablemente alimenta un afluente del río Thon-Thalas —dijo, señalando el agua con la cabeza.
El famoso río discurría por parte de Khur y penetraba en los bosques de Silvanesti, dónde finalmente se unía al Thon-Rishas, que serpenteaba hasta las profundidades de la ciénaga situada al otro lado de las Khalkist.
—El arroyo es la mitad de lo que tendría que ser normalmente —observó Dhamon, indicando la seca orilla donde parte del terreno estaba agrietado y grabado como si estuviera cubierto de guijarros—. Pero al menos el verano no lo ha secado por completo.
Maldred sacudió la cabeza, y el sudor salió despedido de su rostro y cabellos. Se sacó las botas e introdujo los gruesos dedos en el agua. Luego se inclinó y llenó dos odres que sujetó a su cinto; entregó un tercero a Dhamon.
—Para cuando realmente lo necesites —dijo—. Es todo lo que tengo, de modo que ten cuidado.
—Gracias.
—Era tu amiga —dijo Rikali, interrumpiendo su conversación; tenía las manos apoyadas en las caderas y la cabeza ladeada a un lado, como si sermoneara a un niño desobediente—. Era. Era. Era tu amiga.
Dhamon apretó los labios y ató su montura a una rama baja que sobresalía sobre la orilla. Se preguntó de qué estaría ella hablando, pero sabía que no necesitaba preguntar: ella se explicaría más tarde o más temprano.
—La solámnica. Pensaba en ella mientras cabalgábamos, melena roja como las llamas. Yo diría que era tu amiga. Esa gente tan rígida no perdona robos y asesinatos. Será tu enemiga ahora.
—No maté a nadie en esa ciudad. —Dhamon palmeó al caballo, pasando los dedos por entre su enmarañada crin—. Podría haberlo hecho, pero no lo hice —añadió.
Ella se encogió de hombros y se aseguró de que la observara mientras coreografiaba una elegante exhibición desprendiéndose de la capa y quitándose la túnica, prendas que dejó caer junto con su pequeño morral en la orilla, dejando al descubierto su menuda y pálida figura. Se introdujo despacio en el arroyo y empezó a bañarse, dedicándose en primer lugar al rostro para eliminar el kohl que se había corrido de sus ojos.
—Murieron enanos en ese pueblo, Dhamon Fierolobo —dijo, ahuecando las manos para recoger agua que luego se echó sobre los cabellos—. Y tal vez algunos caballeros que no eran solámnicos. No importa realmente cuántos o a manos de quién. Un muerto es un muerto. Y tú estabas allí en medio de todo ello. —Sujetó los cabellos tras unas orejas delicadamente puntiagudas que daban fe de su herencia semielfa. Luego le echó agua a él y arrugó la nariz—. ¡Apestas, te lo aseguro!
—Sí —respondió él con suavidad, mientras depositaba sus botas y su nueva espada en la orilla, se desprendía de los restos de sus pantalones y se reunía con ella en el río—. Desde luego que apesto.
El agua se arremolinó alrededor de sus pantorrillas y a continuación de sus muslos, y él vadeó tan profundamente como le permitió el lecho del río, hasta que el agua le llegó a la cintura. Había cicatrices en su cuerpo, mezcladas con los arañazos de Rikali, más antiguas y gruesas, aunque la mayoría se había desvanecido por lo que eran difíciles de distinguir.
La semielfa trazó con los dedos el contorno de algunos de los arañazos. Sus uñas eran largas, como garras, y estaban cubiertas con una gruesa capa de laca negra que destacaba intensamente con su piel color pergamino.
—Cicatrizarán, amor —indicó con voz ronca, recorriendo con los dedos su obra—. Y fueron idea tuya. —Besó uno de los rasguños más largos del pecho, y su rostro pálido y cabellos blancos contrastaron con fuerza con su piel bronceada por el sol.
—Todo se cura, Riki —contestó él en voz baja.
Maldred inspeccionaba los cuatro caballos, anunciando que dos de ellos eran especialmente magníficos y alcanzarían un buen precio si decidían venderlos. Trajín lo seguía, fingiendo estudiar el comportamiento del otro con los animales y disculpándose reiteradamente por haber incendiado sin querer el establo.
—Tú también apestas —dijo Maldred, bajando la mirada y arrugando la aguileña nariz.
El hombrecillo sacudió la encapuchada cabeza violentamente, apartándose del arroyo, pero Maldred lo levantó del suelo con una mano y le arrancó la ahumada túnica con la otra. La jupak y una pequeña bolsita cayeron al suelo, y bajo la chamuscada tela apareció una criatura.
Tenía menos de un metro de altura y la figura de un hombre, pero se parecía más a un cruce de rata y lagarto, con una piel de un marrón oxidado que era una mezcla de escamas y piel. Su hocico atrofiado, parecido al de un perro, tenía un leve atisbo de bigotes rojizos que crecían de cualquier modo desde la mandíbula inferior cuyo color era casi igual al de las largas orejas puntiagudas como las de un murciélago que insinuaban una ascendencia goblin. Un kobold, Trajín era un pariente pobre de la antigua y más poderosa raza goblin, que a menudo empleaba a los de su raza como soldados de infantería y lacayos por todo Khur y otras zonas despobladas de Krynn. Tenía unos ojos pequeños y brillantes bajo un par de curvados y cortos cuernos blancos, que relucían como ascuas ardientes.