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Isidoro Tellería terminaba de fumar su pipa y sacudía la cazoleta de barro en un plato, cuando el capitán Berger atajó a Salcedo:

– Esos papeluchos no son la Reforma. No debe juzgar la Reforma por ellos. En toda revolución hay excesos. Es inevitable.

En la crítica revolucionaria nunca hay matices.

Se le había calentado la boca y Salcedo hablaba y hablaba sin la menor vacilación, desapasionadamente, como si juzgase algo ajeno a sus ideas, completamente obvio:

– No son la Reforma, capitán, pero operan contra ella. Ante estas cosas, el visitante extranjero en Alemania tiene la impresión de que Lutero fue demasiado lejos.

Con razón consideraba la imprenta invento divino, pero sospecho que no hubiera aprobado el mal uso que una vez muerto se está haciendo de ella, siquiera sus primeros libros “Cautividad de Babilonia” y “El Papado fundado por el demonio” tampoco fueran cuentos de hadas.

– Pero piense en su “Biblia”, no olvide lo fundamental.

– Lo sé, capitán. La “Biblia” alemana, un monumento ¿no? Según algunos intelectuales españoles este libro justifica por sí solo la célebre frase de que Dios ha hablado en alemán, tan bello es, tan eufónico. Lutero y su “Biblia” universalizan el idioma alemán sacralizado. Es evidente.

Se acentuaba el balanceo del “Hamburg” y don Isidoro Tellería se sujetaba la cabeza entre las manos como con temor de que se le despegara de los hombros en uno de aquellos vaivenes. El marmitón, que había retirado los platos, recogía ahora las migas de la mesa en una bandeja y, al concluir, sirvió unas copas de aguardiente. El capitán Berger contempló compasivamente a Isidoro Tellería y aguardó a que el pinche saliera y cerrara la puerta corredera para añadir:

– Es significativo que Lutero utilizara la música y la imprenta.

Esto dice más a su favor que sus explosiones montaraces; al menos es más convincente. Y cuando dice:

No quiero retractarme de nada porque no es honrado actuar contra la propia conciencia está hablando de sus tesis, no de sus escarnios y agravios.

La mirada fija, escrutadora, del capitán Berger desconcertaba a Salcedo. Le recordaba la mirada helada de su padre ante don Álvaro Cabeza de Vaca cuando éste le delataba: Está ausente; no logro concentrarlo, señor Salcedo.

– Pero -advirtió rascándose la barba- en “ la Cautividad de Babilonia” Lutero afirma que los sacramentos instituidos por Nuestro Señor son sólo dos: bautismo y comunión. Probablemente no es más que eso lo que se proponía decir pero aprovecha la ocasión para soltar la lengua, zaherir e insultar.

Algo semejante sucede con “El Papado de Roma”.

El capitán alzó la mano derecha:

– Por favor, permítame una palabra. Las burlas de los papistas contra esos libros y contra el matrimonio de Lutero con una monja son aún más despiadadas que las de Lutero contra ellos.

Era un duelo verbal que Salcedo proseguía para sondear al capitán, para ver hasta dónde le dejaba llegar, para poner a prueba la ductilidad luterana. No le respondió porque notaba que algo le quedaba aún por desembuchar. Le miró fijamente a la punta de la nariz que era, según decía el padre Arnaldo en los Expósitos, lo que había que hacer con el desalmado para hacerle vomitar todo lo que ocultaba. El capitán Berger dijo:

– Insisto en que lo justo es poner en el otro platillo la sensibilidad del reformador, su amor a las bellas artes, el hecho de que utilizara la música en la liturgia.

Concretamente el himno “Un castillo inexpugnable es nuestro Dios” tuvo más resonancia en Centroeuropa que el “Tedeum”.

La voz del capitán Berger cobraba trémolos emotivos como los de los nuevos predicadores. Se acaloraba. Deliberadamente Salcedo suavizó el tono:

– Lutero debe responder de todo, también de los luteranos, de sus ultrajes. Yo he aceptado la doctrina de la justificación por la fe, capitán, como todo el grupo de Valladolid, porque creo que la fe es lo esencial y que el sacrificio de Cristo tiene mayor valor para redimirme que mis buenas obras por desprendidas que sean.

Como un perro de caza siguiendo un rastro, Cipriano Salcedo no alzaba la nariz del suelo. Un rastro partía de otro y Salcedo hallaba un raro placer en levantar la pieza antes de tomar el nuevo. Todas sus denuncias respondían sin duda a un mismo origen pero él gozaba parcelándolas, atribuyéndolas motivaciones distintas, sacando al capitán del habitual proceso mental seguido en sus normales discusiones:

– Otra cosa, capitán; la furia de los campesinos de Turingia.

Veinte años después de los profetas de Zwickau, todavía aletea allí la violencia. El cambio religioso no lo entienden sin un cambio social. El mal ejemplo vino de los príncipes al adueñarse de los bienes del clero. Para los campesinos un cambio religioso sin dinero carece de interés.

El capitán Berger dejó el vaso sobre la mesa:

– La religión tiene inevitablemente un aspecto social -dijo midiendo las palabras, como queriendo poner las cosas en su sitio-: Los profetas de Zwickau eran los reformadores de la Reforma. Rompían imágenes sagradas y anhelaban dinero por encima de todo. Eran humanos. Aspiraban a que la religión los redimiera; luchaban por una religión práctica. Por esa razón provocaron la guerra. Franz von Siecbingen, con todo su prestigio, se puso al frente de ellos, pero Lutero pudo más, los derrotó. Y no porque le parecieran mezquinas sus aspiraciones, sino porque no era bueno el camino escogido para alcanzarlas.

– Tampoco yo apruebo ese camino.

– Todo es humano y comprensible. Los campesinos, los menestrales, los mineros no contaban con grandes cabezas, tan sólo disponían de cuatro ideas elementales pero bastaban para enardecerles. Así se extendieron por Alsacia. Ante todo el Derecho Divino, se decían. Pero ese Derecho debería prevalecer sobre la servidumbre, el privilegio de la caza, o el derecho de pernada… en suma, sobre todos los abusos señoriales. Y, al propio tiempo, aspiraban a elegir sus párrocos, a modificar el diezmo que les exigía su Iglesia y a vivir una vida evangélica. Para ellos, todo era religión.

Cipriano Salcedo no pensaba lo contrario pero hallaba cierto placer en desbaratar los planteamientos de su interlocutor:

– Hasta aquí, así fue. Más tarde pudo más la política.

– ¿Se refiere vuesa merced a la pretensión de crear un Parlamento de campesinos? ¿Le parece excesiva esa aspiración de los desheredados?

¿No la considera cristiana? Thomas Müntzer, creyéndose un iluminado, decidió formar una teocracia, pero fue aniquilado en Frankenhausen. Más de cien mil muertos, una matanza. Y todavía hay quien afirma que Lutero firmó panfletos contra las hordas ladronas y asesinas de los campesinos, pero no se ha demostrado que así fuera.

Lutero detestaba la algarada pero amaba la justicia.

– Pero lo de los anabaptistas fue algo parecido.

– Lo que hizo impopulares a los anabaptistas fue el hecho de retrasar el bautismo de los niños. A la gente le asustaba la amenaza del limbo. Por lo demás fue un grupo idealista que enarboló el anarquismo como bandera; Hubmaier lo llevó a Turingia. Pero además de la anulación del Estado, pretendían suprimir la Iglesia, la jerarquía, los sacramentos y la propiedad privada. Todo un programa revolucionario. Tenga usted en cuenta que Hutter, por hacer esto mismo, fue quemado en Austria en esos años.