– ¿Qué bichos si no es mala pregunta?
– Los hurones. ¿Qué bichos quería vuesa merced que llevara?
Tenían un agudo hociquillo de rata y eran largos y delgados como culebras peludas. El señor Avelino se movía diligentemente y trataba a los hurones con deferencia, les dedicaba palabras dulces y afectuosas y, de cuando en cuando, escupía en la palma de la mano y dejaba que el bicho sorbiera la saliva con deleite. Y, cuando más de la mitad de las huras del bardo estuvieron cubiertas por los capillos, el señor Avelino introdujo dos hurones en dos bocas distantes entre sí y quedó un rato relajado, a la expectativa. Se produjo un tamborileo sordo, subterráneo, bajo el vivar:
– ¿Los oye vuesa merced? Hay barullo dentro.
– ¿Barullo?
– El bicho ya anda tras los conejos. Los achucha. ¿No los oye? A la postre no les quedará otro remedio que salir.
Apenas había acabado de hablar cuando saltó un capillo con un conejo enredado en ella y don Segundo emitió un gruñido de satisfacción.
– Ya empezó la zarabanda -dijo.
Agarró la red, sacó el conejo, lo cogió por las patas traseras con la mano izquierda y con el canto de la derecha le propinó un golpe seco en la nuca y lo arrojó al suelo agonizante. El ruido de carreras se acentuaba en el subsuelo.
– Ojo. Hay conejos a carretadas -advirtió el señor Avelino.
Los conejos en fuga, enredados en los capillos, empezaron a saltar por todas partes. Don Segundo y su hija desenredaban los animales de las mallas y volvían a cubrir las huras. El ganadero se sentía un poco protagonista de la exhibición.
– ¿Eh? ¿Qué le parece el espectáculo?
Pero Cipriano observaba ahora a Teodomira, su maña para sacrificar gazapos, el golpe letal en la nuca, la absoluta frialdad con que se producía.
– ¿No siente usted pena por ellos?
Su mirada, tibia y compasiva, desvanecía cualquier sospecha de crueldad:
– Pena ¿por qué? Yo amo a los animales -sonreía.
Cazaron seis bardos y, de regreso, recogieron los sacos con el botín: noventa y ocho conejos. Don Segundo exultaba:
– Diez zamarros podría forrar vuesa merced de este envite.
Treinta vellones no le harían mejor servicio.
Luego, después de la merienda, cuando Salcedo mecía a “ la Reina del Páramo” en un columpio entre dos encinas, al costado de la casa, ella retozaba de risa y le rogaba que la impulsara más despacio, que no soportaba el vértigo. Pero él la lanzaba con todo el vigor de sus pequeños brazos musculosos. Y, en uno de aquellos envites, su mano resbaló de la tabla donde ella se sentaba y rozó sus nalgas. Se sorprendió. No era el cuerpo fofo que hacían presumir su tamaño y palidez, sino un cuerpo compacto que no cedió un ápice a su presión. Él se sintió turbado. También la muchacha parecía desconcertada: ¿lo habría hecho intencionadamente? Salcedo atendió, al fin, a sus súplicas y el vaivén del columpio se hizo más remiso. Entonces ella le habló con elogio de las ropillas aforradas y le confesó que había visitado varias veces la tienda de la Corredera de San Pablo. Salcedo sonreía abochornado. Le agradaba la rentabilidad del negocio pero jamás se vanaglorió de su idea que se le antojaba de una vulgaridad plebeya. Ante ciertas personas, incluso, se avergonzaba. Pero Teodomira, aprovechando el moderado balanceo del columpio, proseguía su retahíla: le agradaba, más que ninguno, el zamarro de piel de nutria pero no comprendía cómo se podía quitar la vida a un animal tan hermoso. Él le recordó el frío sacrificio de los conejos, mas la chica argumentó que había que distinguir entre los animales que servían al hombre para alimentarse y el resto. Él preguntó entonces si los animales útiles para abrigarse no merecían el mismo trato y ella arguyó que el hecho de matar por medio de asalariados, como él hacía, era aún más imperdonable que hacerlo por propia mano. Consideraba peor al inductor que al mero ejecutor. Cipriano Salcedo empezó a sentir un pueril regodeo con aquellas discusiones. Se dio cuenta que desde el colegio no había disputado con nadie. Que en la vida ni una sola persona le había dado beligerancia ni para eso. Entonces, cuando la muchacha dijo que amaba a los animales, en especial a las ovejas, que siempre sonreían, Salcedo, tan sólo por llevarle la contraria, mencionó al caballo y al perro, pero ella desechó sus preferencias: el perro era incapaz de amar, era egoísta y adulador; en cuanto al caballo era medroso y presumido, un animal tan suyo que estaba lejos de despertar afecto.
Salcedo volvió por el monte a la semana siguiente, con un zamarro de piel de nutria dos tallas superiores a la suya. Teodomira, que de nuevo había cambiado de indumentaria, agradeció el detalle. Luego dieron un paseo a caballo por el monte y hablaron de las cortas periódicas de los carboneros que a su padre le dejaban tanto dinero como las ovejas. “ La Reina del Páramo” montaba a mujeriegas un feo caballo pío, “Obstinado”, que parecía una vaca. Salcedo le preguntó si había aprendido a montar en las Indias, pero ella le informó que el perulero era su padre, que ella había permanecido en Sevilla con una tía los diez años que don Segundo estuvo ausente. Entonces Cipriano le dijo que se le había contagiado la gracia de Andalucía y ella le miró tan reconocida con sus ojos color miel que él se turbó.
Cipriano Salcedo pasaba las noches inquieto. La escena del columpio, el recuerdo del contacto furtivo con el cuerpo de la muchacha le excitaban. Al día siguiente del hecho, apenas amaneció Dios, había corrido en busca del padre Esteban, al que había escogido, un tanto a ciegas, como confesor tras la triste separación de Minervina, hacía más de quince años:
– P… padre, he tocado el cuerpo de una mujer y he sentido placer.
– ¿Cuántas veces, hijo, cuántas veces?
– Una sola vez, padre, pero no sé si hubo voluntad por mi parte.
– ¿Es que no sabes siquiera si obraste deliberadamente o no?
– Fue una cuestión de segundos, padre. Yo le daba impulso en un columpio y mi mano resbaló o yo hice que resbalase. No salgo de mi duda. Ése es el problema.
– ¿En un columpio? ¿Quieres decir, hijo, que la tocaste las posaderas?
– Sí, padre, exactamente las posaderas. Así fue.
En rigor su actitud no era nueva. El desahogo económico no había hecho sino exacervar la desconfianza en sí mismo. A pesar de los años transcurridos, seguía siendo el hombre roído por los escrúpulos y cuanto más acentuaba su vida de piedad más se recrudecían aquéllos.
Había días de precepto que asistía a tres misas consecutivas agobiado por la sensación de haber estado distraído en las anteriores. Y, en una ocasión, abordó a un hombre maduro que había entrado en la iglesia después de la Elevación y le hizo ver la inutilidad de su acto. Procuró advertirle con tiento para no herirlo, pero el hombre se alborotó, que quién era él para dirigir su conciencia, que no admitía intromisiones de petimetres insolentes. Entonces Cipriano Salcedo le pidió perdón, reconoció que, de no haber intervenido, se hubiera sentido responsable de su pecado y que su advertencia, aparentemente impertinente, venía inspirada en el deseo de salvar su alma. Fuera de sí, el aludido le agarró por el jubón y le zamarreó y, en el momento cumbre de su irritación, blasfemó contra Dios. Cipriano había acudido al padre Esteban desolado:
– Padre, me acuso de que un hombre ha blasfemado por mi culpa.
El cura le escuchó con atención y le hizo ver los límites del apostolado, el respeto a la conciencia ajena, pero él observó que en el colegio había aprendido que no sólo debemos esforzarnos por salvarnos a nosotros mismos, un acto egoísta al fin y al cabo, sino por ayudar a salvarse a los demás. El padre Esteban únicamente le advirtió que era cristiano amar al prójimo pero no humillarle ni agredirle.