También el negocio de los zamarros fue ocasión de problemas de conciencia para Salcedo. En estas cuestiones de equidad solía buscar el asesoramiento de don Ignacio, su tío y tutor, hombre religioso, de buen criterio. La cláusula de dar preferencia a las viudas en la elección de costureras para el taller venía dictada por el hecho de que las viudas elevaban el índice de pobreza de la villa y mucha gente se aprovechaba de ello para explotarlas. Cipriano no hacía más que darle vueltas a la cabeza. Así un día se levantaba de la cama con la obsesión de que había que subir el precio de los pellejos a los tramperos o el salario de los curtidores. Su tío hacía números, sumaba, restaba y dividía, para llegar a la conclusión de que, dados los precios del mercado en la región, estaban bien pagados. Mas Cipriano no transigía, él ganaba cien veces más que sus operarios y con la mitad de esfuerzo. Su tío procuraba calmarle haciéndole ver que él exponía y ellos no, que lo suyo era en definitiva la remuneración del riesgo. Llegados a este extremo, Cipriano acallaba los reproches de su conciencia dando pingües limosnas al Colegio de los Doctrinos, que acababa de instalarse en la villa, a instituciones piadosas o, sencillamente, a los pobres, lisiados o bubosos, que paseaban sus miserias por las calles de la ciudad.
Sin embargo, Cipriano Salcedo siempre aspiraba a un perfeccionamiento moral. Recordaba el colegio con nostalgia. Le dio por las homilías y sermones. Buscaba en ellos preferentemente el fondo de los temas pero también la forma.
Hubiera pagado una buena suma por una bella exposición de un problema religioso importante. Pero, cosa curiosa, Salcedo procuraba rehuir las pláticas conventuales. Sus preferencias iban por los curas seculares, no por los frailes. En esta nueva búsqueda influyó de manera determinante el jefe de su sastrería, Fermín Gutiérrez que, en concepto de Dionisio Manrique, era un meapilas. Pero el sastre distinguía a los oradores cautos de los ardientes, a los modernos de los tradicionales. Así se enteró Salcedo de la existencia del doctor Cazalla, un hombre de palabra tan atinada que el Emperador, en sus viajes por Alemania, lo había llevado consigo. No obstante, Agustín Cazalla era vallisoletano y su regreso a la villa provocó un verdadero tumulto. Hablaba los viernes, en la iglesia de Santiago llena a rebosar, y era un hombre místico, sensitivo, físicamente frágil. De flaca constitución, atormentado, tenía momentos de auténtico éxtasis, seguidos de reacciones emocionales, un poco arbitrarias. Mas Cipriano le escuchaba embebido, lo que no impedía que a su vuelta a casa le invadiera una cierta desazón. Analizaba su alma pero no hallaba la causa de su inquietud. En general, seguía las homilías de Cazalla, medidas de entonación, breves y bien construidas, con facilidad y, al concluir, le quedaba una idea, sólo una pero muy clara, en la cabeza. No era, pues, la esencia de sus sermones la causa de su desasosiego. Ésta no estaba en lo que decía, sino tal vez en lo que callaba o en lo que sugería en sus frases accesorias más o menos ornamentales. Recordaba su primera homilía sobre la redención de Cristo, sus hábiles juegos de palabras, el subrayado de un Dios muriendo por el hombre, como clave de nuestra salvación.
De poco valían nuestras oraciones, nuestros sufragios, nuestros rezos, si olvidábamos lo fundamentaclass="underline" los méritos de la Pasión de Cristo.
Lo evocaba, en lo alto del púlpito, los brazos en cruz, tras un silencio teatral, recabando la atención del auditorio.
La gente abandonaba el templo comentando las palabras del Doctor, sus ademanes, sus silencios, sus insinuaciones, pero don Fermín Gutiérrez, más agudo e informado, siempre aludía al fondo erasmista de sus pláticas. Cipriano pensó si no sería este fondo lo que le inquietaba. En una de sus visitas periódicas a su tío Ignacio le preguntó por Cazalla. Don Ignacio le conocía bien pero no le admiraba. Había nacido a principios de siglo, en Valladolid, hijo de un contador real y de doña Leonor de Vivero, en cuya casa, viuda ya, vivía actualmente. En su tiempo se había tenido a los Cazalla por judaizantes y don Agustín había estudiado Artes, con mucho aprovechamiento, en el Colegio de San Pablo, con don Bartolomé de Carranza, su confesor. Más tarde se graduó de maestro el mismo día que el famoso jesuita Diego Laínez.
Diez años después, el Emperador, seducido por su oratoria, le nombró predicador y capellán real. Viajó con él varios años por Alemania y Flandes y ahora acababa de instalarse en Valladolid, después de pasar unos meses en Salamanca.
Don Ignacio Salcedo le tenía por empinado y fatuo.
– ¿Fatuo Cazalla? -inquirió Cipriano perplejo.
– ¿Por qué no? A mi juicio Cazalla es hombre de grandes palabras y pequeñas ideas. Una mezcla peligrosa.
La opinión de su tío no le satisfizo. Le había sorprendido que, tras la exposición objetiva de su vida, don Ignacio hubiera rematado la semblanza con aquellas palabras despectivas: “empinado” y “fatuo”.
¿Cómo podía serlo aquella personilla oscura, delicada, que parecía ofrecerse en holocausto cada vez que subía al púlpito? Se lo dijo a su tío tras una pausa.
– No me refería a las apariencias -replicó éste-. Una cabeza organizada en una naturaleza flaca, eso es lo que me parece el doctor Cazalla. Tengo para mí que el Doctor esperaba del Emperador una distinción honorífica que nunca ha llegado. He ahí la causa de su despecho.
Cipriano Salcedo se confió:
– Disfruto escuchándole -dijo- pero, al cabo de un tiempo, sus palabras me dejan un regusto áspero, como de ceniza.
Don Ignacio miraba a su sobrino con aire dominante:
– ¿No será que plantea problemas que no resuelve?
Esta frase de su tío, formulada como al desgaire, le produjo mucho efecto. Éste era el doctor Cazalla. Su aproximación cautelosa a los grandes problemas despertaba la atención del auditorio, pero el orador, en palabras cada vez más próximas al meollo del asunto, no terminaba de afrontarlos. Dejaba las soluciones en el tintero. Quizá lo hacía adrede o le faltaba convicción.
En su siguiente viaje a La Manga habló con Teodomira y su padre sobre el nuevo predicador.
Teodomira no había oído hablar de él y don Segundo desconfiaba de las nuevas voces. El mundo, para él, estaba lleno de salvadores que, en el fondo, eran unos consumados herejes. La gente, especialmente los frailes, se erigían en teólogos, pero eran teólogos de pacotilla, sin ninguna preparación. Cipriano le hizo ver que Cazalla no era fraile, incluso que evitaba los conventos para exponer su doctrina, pero don Segundo le advirtió que eso no constituía ninguna garantía, que seguramente no pasaba de ser una táctica. Salcedo le miraba, miraba su cachucha que no se sacaba de la cabeza ni en el interior de la casa, los bordes sudados, de un color marrón desvaído, y no veía en él a un serio antagonista de Cazalla. El señor Centeno era un ser primario y, como toda persona elemental, dispuesto a juzgar sin conocimiento. Pero, pese a todo, ahora que habían empezado los fríos y las lluvias, Cipriano se encontraba a gusto en el salón de la casa de adobe, con el fuego crepitando en la chimenea, sentado en la dura tabla del escañil. “ La Reina del Páramo” se sentaba todos los días en la misma silla de mimbre.
Y él veía en ella, siempre una labor entre manos, una mujer hogareña, equilibrada y de buen juicio.
Los días de precepto montaba a “Obstinado” y marchaba a Peñaflor a misa de once. Entre semana no tenía ocasión de fomentar su vida de piedad pero rezaba a Nuestro Señor al acostarse y levantarse.