Ahora era doña Gabriela la que no quería hablar; no podía hacerlo sin herirle. El oidor volvió a carraspear; sentía compasión de su sobrino:
– ¿No oíste nunca hablar de la atracción de los contrarios?
– No -confesó Cipriano.
– A veces uno se enamora de lo que no tiene y a su pareja le ocurre otro tanto. El hombre pequeño casado con mujer grande es un ejemplo de libro. Hay factores psicológicos que lo justifican.
Cipriano se interesó:
– Y en mi caso ¿cuál puede ser?
El tío Ignacio estaba lanzado:
– En tu caso, puedes haber visto en ella a la madre que no llegaste a conocer.
– Y ¿tiene que ser necesariamente grande?
– Es un nuevo dato, Cipriano.
En la madre, el niño busca amparo, y es difícil que lo encuentre en otra persona físicamente más débil que él. Esa muchacha puede muy bien significar para ti el escudo protector que no tuviste en la infancia.
– Pero ella dice que me quiere.
¿Qué puede moverle a ella?
– La mutua atracción hombre pequeño-mujer grande es un hecho estudiado, no es ninguna novedad.
Lo mismo que tú buscas en ella protección, ella busca en ti alguien a quien proteger. Opera en la mujer el instinto maternal. El instinto maternal no es más que eso, intentar ayudar a un ser más desvalido que ellas.
Doña Gabriela, que iba poco a poco digiriendo la desagradable novedad, no pudo contenerse:
– Pero, querido, ¿es tanta la diferencia?
– Demasiada, tía. Digamos ciento sesenta libras contra mis ciento siete.
Se hundía en un mar proceloso.
Hablar era lo único que la sostenía:
– Y ¿cómo es, Cipriano?, ¿es hermosa?
– Yo no emplearía esa palabra aunque quizá lo sea. Su tez es blanca y su rostro demasiado grande para sus discretas facciones.
Únicamente su mirada es especial, tierna, incitante. Unos ojos color miel que cambian de matices con la luz. Unos ojos bellísimos. Luego están su boca montaraz y la calidad de su carne; su tamaño y su blancura te inducirán a pensar en una mujer blanda cuando es todo lo contrario.
Cipriano se sofocó. De improviso se dio cuenta de que sus palabras habían ido demasiado lejos, venían a desvelar un conocimiento prematuro de su novia. Pensó que su tía iba a decirle algo al respecto pero su tía pensó lo que él pensaba y se desvió hábilmente por otro registro:
– ¿Cómo se llama?
– Teodomira -dijo él.
– ¡Dios mío! Es horrible -doña Gabriela no se pudo contener y se llevó sus cuidadas manos a los ojos. Terció el tío Ignacio:
– Esos detalles carecen de importancia.
La tía sonrió como si se excusase:
– Podemos llamarla Teo -dijo-.
Eso no compromete a nada.
Prosiguió la conversación en una atmósfera tirante, donde ninguna de las partes se plegaba. Pero el sentido común de Ignacio Salcedo se fue imponiendo. Lo fundamental era estar seguro de su enamoramiento. En consecuencia, lo prudente sería esperar un par de meses antes de tomar una determinación.
El 17 de febrero, un día abierto y azul, de primavera anticipada, se cumplió el plazo. Vicente, el criado, limpió y preparó el coche la víspera para trasladar a La Manga a su amo con el tío Ignacio. Doña Gabriela prefirió no asistir. No teniendo Teo madre, le parecía improcedente su presencia. En realidad le asustaba. Cipriano, con traje de brocado y seda de ricos bordados y una presea pinjante en la pechera del jubón, pasó por la casa de su tío a recogerle. El oidor de la Chancillería, con mangas folladas y jubón de raso carmesí, parecía arrancado de un cuadro, lo que indujo a Cipriano a pensar en los atuendos que encontraría en La Manga. Después de orillar los bogales del camino, conforme a su experiencia, el carruaje se detuvo ante la puerta de la parra junto al pozo. No había nadie en los alrededores. Hasta los perros y los gansos habían sido recogidos y Cipriano no reconoció a Octavia, la criada de Peñaflor, con toca y saya, cuando le abrió la puerta. En el salón, sentado junto al fuego, en una butaca de mimbre, como en un trono, esperaba don Segundo Centeno. Se había arreglado pelo y barba y había sustituido la carmeñola por una media gorra azul fuerte. Cipriano respiró hondo al advertir el cambio desde la puerta.
Pero, cuando don Segundo se puso en pie para saludar a su tío, un golpe de sangre le subió al rostro al advertir las calzas acuchilladas que vestía, una prenda que los lansquenetes habían puesto de moda en España seis lustros atrás.
Ofrecía un aspecto extravagante que se diluyó pronto en su naturalidad pasmosa, una naturalidad que se resentía por su empeño en utilizar palabras que no le eran habituales. La ceremonia prosiguió con la aparición de Teodomira con un atuendo no menos impropio: una saya negra de cola corta, que trataba de escamotear su cuerpo, con un manto de burato de seda. Su físico resultaba un poco excesivo en todo caso. El propio tío Ignacio, de estatura media, era ligeramente más bajo que ella. Pero lo más curioso de todo eran aquellos cuatro personajes, envarados en sus atuendos festivos, moviéndose en la modesta sala, con fuego de leña, como en un escenario teatral.
Don Segundo mostró con orgullo sus posesiones a su huésped y le habló después de los tratos firmados con su sobrino que esperaba “redundaran” en beneficio mutuo.
Más tarde abordó el tema de la vida en el campo de cuyas ventajas hizo don Segundo un canto exaltado. Apreció en su justo valor que don Ignacio fuese oidor de la Chancillería y ambos acordaron firmar las capitulaciones matrimoniales después del almuerzo, en ausencia de los interesados.
Al sentarse a la mesa, la fuerza de la costumbre se impuso a la urbanidad y don Segundo Centeno despachó la empanada de cordero y los huevos con espinacas con la gorra puesta y únicamente se la quitó al advertir los escandalizados aspavientos de su hija al servir Octavia los entremeses fritos.
Al fin, bien comido y bien bebido, don Segundo quedó un momento inmóvil, congestionado el rostro, las manos sobre el vientre, hasta que soltó un regüeldo que él mismo coreó con un “salud” de alivio y un refrán que venía a exaltar una vez más las virtudes del campo sobre la ciudad y la excelencia de su comida.
– En las casas de postín ya sabe vuesa merced: mucho lujo, mucho boato y poca tajada en el plato.
Cuando quedaron solos, don Segundo adoptó hacia don Ignacio un tratamiento más ceremonioso aún:
”señor oidor” o “don Salcedo”, le llamaba. Daba la impresión de haber estudiado el tema y que estaba dispuesto a casar a la muchacha aunque tuviera que desprenderse de su cachucha. Por su parte, el oidor, abrumado por la elementalidad del ganadero, deseaba dar la puntilla a una reunión que, desde su llegada, le había resultado incómoda. De acuerdo con sus deseos las capitulaciones fueron firmadas sin objeciones. Don Segundo Centeno dotaría a su hija Teodomira con la friolera de mil ducados y don Ignacio Salcedo entregaría a don Segundo Centeno, en concepto de arras, la cantidad de quinientos.
A partir de este momento, don Segundo empezó a levantar la voz y a golpear en la espalda a don Ignacio, como viejos camaradas, cada vez que abría la boca. Daba la impresión de que la cifra anunciada por la “compra” de su hija le había sorprendido favorablemente. Otro tanto le había acontecido al oidor con la de la dote. Don Segundo no era, al parecer, un tacaño impenitente. Convenido en estos términos el contrato matrimonial, don Segundo puntualizó, como algo que no admitía vuelta de hoja, que la boda se celebraría en la iglesia parroquial de Peñaflor de Hornija, si “don Salcedo” no tenía nada que oponer, el 5 de junio a las nueve de la mañana. Y el “banquete”, que, dadas sus escasas relaciones, sería un acto familiar, en el patio delantero de su casa de labranza, junto a las teleras que constituían su mundo. Don Ignacio dio su asentimiento, pero, una vez en el coche, camino de Villanubla, entre dos luces, intentó hacer ver a su sobrino la disparidad de las partes: