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– Una pregunta, Cipriano. ¿Tu suegro se deja la barba o no se afeita? Parece lo mismo pero no es lo mismo.

Cipriano rompió a reír. El clarete de Cigales había hecho su efecto y la reacción de su tío le divertía:

– H… hoy estaba hecho un figurín -dijo-. Me gustan sus calzas de lansquenete. Espero que la tía pueda apreciarlas el día de la boda.

El tono irónico de su sobrino le desarmó. Había subido al coche con la esperanza de hacerle reflexionar ya que, a su juicio, las dos familias eran inconciliables. Lo dijo así, pero Cipriano le respondió que a él no le afectaban esos prejuicios burgueses. Cruelmente, don Ignacio aludió a su futura diciendo que aquella muchacha era algo más que un prejuicio burgués, pero Cipriano zanjó la cuestión arguyendo que para juzgar a Teo no era suficiente un almuerzo. En un último esfuerzo desesperado, el oidor le preguntó si aquella atracción que decía sentir hacia la hija de “el Perulero” no sería un simple “mal de amores”:

– ¿Mal de amores? Y ¿eso qué es?

– Un deseo carnal que se impone a todo razonamiento -declaró el oidor.

– Y ¿es, por casualidad, una enfermedad?

La línea del Páramo se incendiaba a poniente y, a contraluz, se agigantaban las encinas del trayecto.

– No lo tomes a broma, Cipriano. Tiene su diagnóstico y su tratamiento. Podrías visitar al doctor Galache, no digo para que te medique sino simplemente para mantener con él una conversación.

Cipriano Salcedo acentuó su sonrisa. Puso su pequeña mano sobre la rodilla de su tío.

– Por ese lado puede vuesa merced estar tranquilo. No estoy enfermo, no padezco “mal de amores” y voy a casarme.

El día 5 de junio, en la iglesia de Peñaflor, adornada con flores silvestres, se celebró el tan controvertido enlace. No pudo asistir doña Gabriela, aquejada de repentina indisposición, pero sí don Ignacio, Dionisio Manrique, el sastre Fermín Gutiérrez, Estacio del Valle, el señor Avelino, el bichero de Peñaflor, Martín Martín y los pastores de don Segundo en Wamba, Castrodeza y Ciguñuela. El banquete nupcial, en el patio de la casa grande, resultó muy animado y, tras los postres, don Segundo, con sus calzas acuchilladas y su media gorra a la cabeza, se subió torpemente a la mesa y pronunció un discurso sentimental que subrayó dando vivas a los novios, al señor cura y al acompañamiento, y remató con un nervioso zapateado.

De regreso, se produjo el primer rifirrafe entre los recién casados. Teodomira se empeñaba en bajar a “Obstinado”, su caballo pío, a Valladolid y Cipriano le preguntó que qué pito iba a tocar un penco tan innoble en la Corte.

” La Reina del Páramo” le replicó fuera de sí que si “Obstinado” no bajaba ella tampoco y, en ese caso, diera por no celebrado el casamiento. Aún trató de resistirse Cipriano pero, en vista de la intransigencia de su cónyuge, terminó cediendo. Vicente, el criado, bajó montando a “Obstinado” y ellos dos en el coche, a la rueda del de don Ignacio.

Ya en casa, tras saludar al servicio, Cipriano llevó a cabo la prueba para la que venía preparándose durante los dos últimos meses.

Tomó en sus bracitos musculados a la que por ley era ya su esposa, empujó con el pie la puerta del dormitorio, avanzó con ella hasta el lecho nupcial y la depositó suavemente sobre el gran colchón de lana de La Manga que “el Perulero” les había regalado. Teodomira le miraba con sus redondos ojos de asombro:

– Tú das el pego, chiquillo.

¿Es posible saber de dónde sacas esas fuerzas? -preguntó.

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IX

Los primeros meses de matrimonio fueron gozosos y apacibles para Cipriano Salcedo. Teodomira Centeno, que había pasado a llamarse Teo, desayunaba en la cama a las diez de la mañana, se arreglaba y bajaba un rato a la tienda. Algunas tardes daba un paseo con “Obstinado” hasta Simancas o Herrera o subía un rato a La Manga a ver a su padre. Cipriano, consciente de que el penco de su esposa no era de recibo en la Corte, le regaló un potrillo alazán, de hermosa presencia, que la hija de “el Perulero” rechazó toda alborotada, alegando que prefería su caballo de toda la vida que aquel pura sangre lleno de pretensiones. “ La Reina del Páramo” tenía esos prontos.

Era de buen conformar pero, de improviso, por cualquier nadería, le agarraba como una sofocación y, entonces, desvariaba, gritaba y se volvía irascible y agresiva. Él le echaba en cara que únicamente le movía el afán de llevar la contraria y ella que Cipriano se avergonzaba del paso que había dado, pero que, al tomarla por esposa, debía aceptarla con todas las consecuencias. De nuevo Cipriano tuvo que transigir y, en lo sucesivo, cada vez que salían de paseo a caballo, lo hacían por trayectos diferentes y, si se trataba de visitar a don Segundo, Teo le esperaba con su caballo manchado en la ribera opuesta del Puente Mayor, donde se reunían. Bastaron unas semanas para que Cipriano advirtiera una cosa importante: había ordenado su vida al margen de la indolencia de Teo y de los accesos de humor colérico que empezaba a observar en su conducta. Mas como los viajes a La Manga no eran frecuentes, Cipriano pudo dedicar las mañanas al almacén y las tardes al taller, mientras en casa ocupaba el tiempo libre en contestar el correo y la lectura. Apenas lo había hecho a raíz de abandonar el colegio, cuando tropezó con la gran biblioteca de su tío, pero ahora, ya instalado en el hogar, había vuelto a la vieja costumbre. Después del viaje nupcial por Ávila y Segovia, ciudades que Teo desconocía, a Cipriano empezó a urgirle la visita a Pedrosa por donde hacía dos años que no pisaba. Martín Martín apenas le había facilitado algunas novedades en Peñaflor, el día de la boda, tal que don Domingo, el viejo párroco que le ayudara a conseguir el título de hidalgo, había fallecido y que los pagos del arroyo de Villavendimio, que había incorporado a su finca para reforzar la solicitud, daban más cardos que uvas. Al parecer la cosecha presente entraba en los niveles de normalidad pero, así y todo, las rentas de los dos últimos años no había sido fácil cobrarlas. Y, guiado por la máxima de que el ojo del amo engorda al caballo, Cipriano había decidido visitar Pedrosa con asiduidad.

En el aspecto sexual, su matrimonio funcionaba. La evidente pereza de Teo no le afectaba. Nunca trató de comprar una criada ya que Crisanta y Jacoba se bastaban para atender el cuerpo de casa y Fidela cumplía con su obligación en la cocina. Teo había llegado, pues, a la Corredera de San Pablo 5 como una señora. Otra cosa era que su vida conyugal se mantuviera alejada de la impaciencia y el rijo propios de los nuevos esposos. Al decir de Crisanta, la doncella, daba la impresión de que el amo y la señora Teo llevaban doce años casados. Pero esto, que era cierto de puertas afuera, de puertas adentro no se ajustaba a la verdad. Cipriano, al tiempo que el amor carnal, iba descubriendo en Teo sorprendentes peculiaridades, como la absoluta falta de vello de su cuerpo. Las carnes blancas, prietas y apetecibles de su esposa eran totalmente lampiñas y el pelo no aparecía ni en aquellas zonas que parecían exigirlo: las axilas y el pubis. La primera vez que la vio desnuda a duras penas pudo dominar su perplejidad, pero este hecho que, en principio, le sorprendió se fue convirtiendo con el tiempo en un nuevo aliciente. Poseer a Teo, se decía, era como poseer a una Venus de mármol llena de agua caliente. Porque Teo podía ser blanca y robusta pero no fría. En sus juegos lascivos él la llamaba “Mi Estatua Apasionada”, sobrenombre que a ella no parecía incomodarla. En cualquier caso, Teo se comportaba como una hembra cálida, experta, poco melindrosa.