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Por su parte, Cipriano indagó si había firmado algún papel con el Telesforo Mozo, pero don Segundo lo negó. No, no había firmado nada con el Telesforo porque entre la gente del campo sobraban los papeles, era suficiente la palabra dada. Pero, al mes siguiente, Telesforo Mozo le comunicó que doblaba el número de reses de su hatajo porque diez ovejas de vientre era como no tener nada. Don Segundo visitó a su hija en la capital y, al marchar, dejó la casa impregnada de un olor a cagarrutas que no se fue en varios días. Pretendía el apoyo de don Ignacio, el oidor, pero su yerno le aclaró que, en el campo, la palabra dada era tan frágil como en la ciudad y que había facilitado al Telesforo Mozo un arma con la que podía estarle chantajeando hasta el día del juicio. Ante esto, don Segundo desistió de visitar a don Ignacio y regresó al monte impregnado de su olor a basura, cabizbajo y con las orejas gachas.

Al iniciarse abril, Cipriano encontró al fin un hueco entre sus ocupaciones para visitar Pedrosa.

Como de costumbre salió de su casa por el Puente Mayor y galopó por las faldas de las colinas, hasta Villalar. Encontró a su rentero en el campo, almorzando en una gayola, y cabalgaron juntos hasta el pago de Villavendimio. Los cepones apenas habían echado hoja y las calles de la viña estaban llenas de broza. Cipriano sugirió a Martín Martín la posibilidad de poner el pago de cereal pero el rentero lo rechazó de plano, el trigo y la cebada no cundían en terrenos tan flojos, no medraban. Pasaron la mañana viendo el resto de las viñas y la señora Lucrecia, muy viejecita ya, les sirvió de comer como hacía en vida del difunto don Bernardo.

Por la tarde, Salcedo se alojó en la fonda de la hija de Baruque, en la Plaza de la Iglesia. Al entornar los postigos para dormir la siesta, divisó a un cura sentado en el poyo del templo leyendo un libro. Estaba tan absorto, que ni las bandadas de palomas que le sobrevolaban de vez en cuando, ni los labriegos que atravesaban la plaza canturreando a lomos de sus borricos, le distraían. Después de dormir un rato, al abrir los postigos, Cipriano constató que el cura seguía en el mismo sitio. Estaba tan inmóvil como si lo hubiesen disecado, pero cuando Salcedo salió a saludarle, el nuevo cura, que había venido a sustituir al difunto don Domingo, se puso en pie cortésmente. Cipriano se presentó pero el cura ya le conocía de referencias.

En el pueblo le habían hablado de él, de su acceso a la hidalguía y de la fiesta subsiguiente, pero sentía una curiosidad: ¿era tal vez el oidor de la Chancillería, don Ignacio Salcedo, pariente suyo?

Tío, era su tío, aclaró Cipriano, y también su tutor. Entonces el nuevo párroco se refirió a don Ignacio como uno de los hombres más cultos e informados de Valladolid.

Seguramente su biblioteca, si no era la primera, sería la segunda en número de ejemplares. Acto seguido se presentó éclass="underline" Pedro Cazalla, dijo humildemente. Y Cipriano Salcedo, a su vez, le preguntó si tenía algún parentesco con el doctor Cazalla, el predicador:

– Somos hermanos -dijo el cura-. Estuvo unos meses en Salamanca pero ahora vive con mi madre en Valladolid.

Salcedo reconoció que era asistente habitual a los sermones del Doctor.

– Es un orador fácil -dijo Cazalla sin darle importancia.

Aparentaba menos años que el Doctor, con su pelo negro y denso, encanecido en las sienes, su curtido rostro varonil y unos ojos oscuros, de mirada escrutadora.

– Algo más que fácil -replicó Salcedo-. Yo diría el mejor orador sagrado del momento. Construye sus discursos con la solidez de un arquitecto.

Pedro Cazalla encogió los hombros. Le azoraban los elogios a su hermano. Aceptó su facilidad expresiva, su espiritualidad. El Emperador le había llevado con él a Alemania durante unos años precisamente por eso, por su espiritualidad. Fue un honor y una experiencia que su hermano no olvidaría nunca ahora que Carlos V se disponía a retirarse a Yuste.

Cipriano Salcedo preguntó a Cazalla por qué su hermano predicaba sistemáticamente fuera de los conventos. Cazalla volvió a levantar los hombros: dispone de mayor libertad -aclaró-. La comunidad de frailes se presta a una crítica múltiple y encontrada, no siempre saludable.

Salcedo sentía cómo se avivaba su curiosidad hacia el nuevo párroco. Su pasión por la lectura, la novedad de sus ideas, la falta de paternalismo, tan frecuente en los curas rurales, le sorprendían. Era ya noche cerrada cuando se despidió de él. Fue el párroco quien le sugirió la posibilidad de verse a la tarde siguiente, invitación que Salcedo, que había pensado regresar a Valladolid por la mañana, no declinó. A las diez, después del desayuno, el cura seguía leyendo en el atrio en la misma postura que la tarde anterior. Cuando Cipriano fue a recogerle después de almorzar continuaba inmóvil en el poyo de la iglesia. Cerró el libro al verle y se incorporó:

– ¿Puede saberse qué lee con tanto celo vuestra paternidad?

– Releo a Erasmo -respondió Cazalla-. Nunca se acaba de conocer su pensamiento.

– Yo fui en tiempos un aguerrido erasmista -dijo Cipriano con sorna.

El cura se sorprendió:

– ¿De veras le ha interesado a vuesa merced Erasmo alguna vez?

– Entiéndame, padre. Le estoy hablando de mi infancia, de la Conferencia sobre Erasmo. En mi colegio se formaron entonces dos bandos y yo pertenecía al de los erasmistas. Y, aunque ninguno de los grupos sabíamos quién era Erasmo, llegamos a pelearnos por él.

Habían atravesado el pueblo sin plan preconcebido y ahora se encontraban en el camino de Villavendimio, en dirección a Toro. Cazalla observaba a los animales, a los pájaros, se revelaba como un experto conocedor del campo. Hablaba de los estorninos pintos como más pendencieros y mejores albañiles que los negros, más locuaces y canoros también.

Pero al cura le había interesado la mención de su vida colegial.

Le preguntó por el centro donde se había educado.

– El Hospital de Niños Expósitos -dijo Salcedo.

– Pero vuesa merced no lo era, no era expósito quiero decir.

– No lo era pero mi padre me sometió a esa dura disciplina. No creía en mi inteligencia y varios preceptores habían fracasado conmigo.

– ¿No estaba allí el padre Arnaldo?

– El padre Arnaldo y el padre Toval, ambos enfrentados precisamente en la cuestión erasmista.

Erasmo fue el inspirador de Lutero, a juicio del padre Arnaldo.

Sin él la Reforma nunca se hubiera producido. Por contra, el padre Toval creía en la buena fe del holandés.

Los ojos de Cazalla parecían mirar a algo remoto.

– Aquéllos fueron días de esperanza -dijo de pronto-. El Emperador estaba junto a Erasmo, lo apoyaba, y el inquisidor Manrique también. ¿Qué significaban los mosquitos pegajosos que se alzaban contra ellos? Por aquellas fechas Erasmo publicó la segunda parte de su “Hyperaspistes” rebatiendo algunas afirmaciones de Lutero. Esto consolidó su prestigio ante el Rey quien le escribió, llamándole honrado, devoto y amado nuestro en el encabezamiento de la carta.

Las palabras de Cazalla tenían un estremecido tono nostálgico:

– Y ¿cómo se malogró aquel empeño?