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La luz del portillo languidecía. Cipriano Salcedo consideraba a don Isidoro Tellería con una remota piedad. Le roían la cabeza sus escrúpulos de infancia, su azarosa vida espiritual, el nacimiento de su pesimismo. Las negras palabras de Tellería le habían abstraído de tal forma que tuvo que hacer un esfuerzo para reintegrarse a la realidad, volver a notar el balanceo de la nave, el crujido de las cuadernas maestras y del mamparo. Vagamente tomó conciencia de que, de una manera u otra, todos buscaban a Dios en aquella extraña reunión en alta mar. Se sintió en la necesidad de intervenir:

– Pero en Francia -dijo, recordando su paso por este país- los hugonotes bautizan a sus hijos en católico a escondidas y, a escondidas, asisten a las misas papistas en París. Es decir, la doctrina de Calvino, aun siendo éste francés y francesa su lengua, no ha uniformado religiosamente a Francia.

Cuando se le contradecía, la voz oscura de Tellería se tornaba más opaca y brumosa, fruto del acaloramiento:

– No es lo mismo -sonrió rígidamente con media boca-. No es lo mismo una pequeña ciudad como Ginebra que un reino entero como Francia. Francia es un vasto mundo por conquistar y Calvino ha aceptado este desafío: ha enviado allí grandes contingentes de misioneros. He aquí otro tanto a su favor. De este modo, y poco a poco, el calvinismo se va afirmando:

Francia, Escocia, Países Bajos… Son los intelectuales, formados en la Academia de Ginebra, los que han catequizado estos países. Yo vengo de Ginebra, he pasado seis meses allí y puedo asegurarle que la ciudad es un ejemplo de religiosidad para cualquier persona que sepa verlo sin prejuicios.

La tez de Isidoro Tellería había empalidecido y los ojos amusgados del capitán Berger se posaban en él con evidente escepticismo. Se diría arrepentido de haberle dado acogida en su galeaza.

Volvió la mirada hacia el ojo de buey:

– Señores -dijo de repente, dando por terminada la reunión que empezaba a pesarle demasiado-, está anocheciendo.

Se puso en pie torpemente. El taburete, sujeto a las planchas del suelo, le obligaba a flexionar las piernas para salir. Cipriano Salcedo le imitó. Cuando, a su vez, fue a hacerlo Isidoro Tellería dio un traspiés, se sujetó a la mesa y se llevó la mano derecha a la frente sudorosa:

– Se mueve mucho este barco -dijo-. Estoy un poco mareado.

El capitán Berger se aplastó contra la mampara para dejar pasar a su invitado:

– Es el encierro -corrigió-. Y la pipa. El tabaco hace más daño a la cabeza que el mar. ¿Por qué ese empeño en imitar a los indios?

Cipriano Salcedo ayudaba a un trémulo Isidoro Tellería a subir a cubierta por la escotilla de proa. Contra el cielo se divisaba un marinero inmóvil en la cofa y, por babor, muy diluida, la tenue silueta de la costa francesa. Isidoro Tellería inspiró profundamente el aire puro y sacudió la cabeza de un lado a otro:

– Olía intensamente a brea, ahí abajo -protestó-: olía a brea como si acabaran de calafatear el barco.

Con el mareo, Tellería había perdido su austera apostura. Ante un rollo de cuerdas en cubierta, Salcedo le animó a sentarse, a hacer un alto en su camino hacia toldilla, donde se levantaba la tienda. Las pequeñas manos peludas y vitales de Cipriano Salcedo sujetaban a su compañero de travesía por un brazo. Entre los celajes, una luna menguante exhibía un resplandor desvaído, sin contrastes. Un jirón suelto de lona azotaba la vela mayor con violencia intermitente. Tellería renunció a sentarse. El cambio de postura habría acrecentado su sensación de inestabilidad:

– Puedo llegar a mi cama -dijo-. Prefiero acostarme.

El tiempo había refrescado y, cuando alcanzaron su tienda, Tellería se metió por la rendija de la puerta y se tumbó en el coy sin descalzarse. Apenas había luz dentro y Tellería, apoyándose en el codo, encendió el candil que tenía a la cabecera. A su lado, amontonados, estaban los fardos del equipaje. Salcedo se sentó en el arcón que, con el coy, componía el mobiliario de la tienda. El viento traía la voz de un marinero que cantaba, lejos, en alguna parte.

A la luz del candil, y en contraste con sus ropas fúnebres, Isidoro Tellería estaba verde, desencajado. Salcedo se incorporó y se inclinó sobre éclass="underline"

– ¿Le traigo algo para cenar?

Tellería denegó:

– No debo comer. En mi situación no sería conveniente.

Extendió la manta sobre el estómago y el vientre. Cipriano Salcedo dijo a media voz:

– Le dejo descansar. Volveré dentro de un rato.

Salió de la tienda y entró en la suya. Divisó en el rincón el fardillo de los libros y, casi ocultándolo, los tres del equipaje.

Llevaba varios meses en esta incómoda provisionalidad, con la ropa enfardada, de fonda en fonda. Soñaba con verse estabilizado en una casa, la ropa limpia y planchada, bienoliente, ordenada en un gran armario. Faltaban poco más de treinta horas para arribar a puerto y confiaba en que Vicente, su criado, no faltara a la cita concertada cuatro meses antes. Si Vicente había cumplido sus indicaciones, dispondría de alojamiento en Laredo, en la posada del Fraile, y de un caballo y una mula para llegar a Valladolid. Dudó un momento sobre si tenderse también en el coy, como Tellería, pero finalmente desistió y salió de nuevo a cubierta. Era, efectivamente, el marinero de la cofa el que canturreaba y el jirón de vela continuaba azotando a la mayor mientras dos jóvenes se encaramaban descalzos por las jarcias con ánimo de reparar el pequeño estropicio. Infló el pecho y una bocanada de aire salino ventiló sus pulmones. Paseó despacio por cubierta pensando en sus cofrades de Valladolid, en su casa, en el taller de confección de la Judería, en sus propiedades de Pedrosa, donde su amigo Pedro Cazalla, el párroco, seguiría armando el tollo cada tarde, a la entrada de La Gallarita, para cazar con el perdigón. Por asociación de ideas pensó en el Doctor, su hermano, tan pusilánime y abatido en los últimos tiempos, como si barruntara una tragedia, en el empeño con que le propuso este viaje y sus cautelas exageradas. Salcedo estaba ese invierno enredado en mil asuntos, pero le conmovió la confianza del Doctor, el hecho de que le antepusiera a los demás miembros del grupo, más antiguos que él.

Entonces le expuso su temor de que la Inquisición tuviera alguna sospecha de la existencia del conventículo. Al Doctor hacía tiempo que le desazonaba la actividad de Cristóbal de Padilla, el criado de los marqueses de Alcañices, su torpe proselitismo en Toro y Zamora. En líneas generales estaba satisfecho del grupo, de su alto nivel intelectual, su posición social, su discreción, pero desconfiaba de la gente baja, de algunos pobres analfabetos, decía, que se habían infiltrado en el mismo.

¿Qué puede esperarse -le decía a Salcedo días antes de marchar- de ese impenitente correveidile haciendo proselitismo? En la carta a Erfurt había vuelto sobre el tema. Salcedo compartía su temor en cierto modo, pero recelaba aún más de Paula Rupérez, la mujer del joyero Juan García, aunque no perteneciera al conventículo. Ello le llevó a pensar en Teo, su propia esposa, el extraño fracaso de su matrimonio, la disparidad física entre los dos, su incapacidad para hacerla madre y su hundimiento final. Teo carecía del calor maternal que ingenuamente le había atribuido al conocerla. De esta manera, la soledad de Cipriano se había acrecentado con el matrimonio.

Había admitido impávido la separación de lechos, de habitaciones, de vidas. A Pedro Cazalla, párroco de Pedrosa, le habló un día del asunto: no sólo no quería a su mujer sino que la despreciaba. Era un grave pecado y Nuestro Señor se lo tendría en cuenta. Con su padre, don Bernardo, le había sucedido algo parecido. ¿Es que había seres que nacían solamente para odiar? Fue entonces cuando Pedro Cazalla le dijo que confiara en los méritos de Cristo y no diera tanta importancia a sus sentimientos. Una nueva luz apareció en su angosto horizonte. Así que no todo estaba perdido, la Pasión de Cristo valía más que sus propias obras, que sus sentimientos mezquinos. Detrás vino don Carlos de Seso y, más tarde, el Doctor, a profundizar en la misma idea: el purgatorio no era, pues, necesario.