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La secta venía a ofrecerle una fraternidad que no había conocido hasta entonces. Se entregó a ella con fruición, con entusiasmo. El viaje a Alemania formaba parte de esta entrega.

Pero ahora, mientras recorría en la noche la cubierta del “Hamburg”, el tierno recuerdo de Ana Enríquez no podía impedir que se encontrase solo e insignificante.

Costeaban Francia y, de cuando en cuando, una luz vacilante y mortecina hacía guiños desde tierra, señalaba los difusos límites del mar. La galeaza se aproximaba al litoral, esperando hallar mar planchada, pero, pese a todos los esfuerzos, no cesaba de cabecear.

Salcedo pensó en Tellería y pasó por las cocinas. Un pinche grueso y rosado, con el torso desnudo y las tetillas rojizas, le dio dos manzanas para el pasajero español que se sentía indispuesto. Isidoro Tellería se las comió sin mondarlas, a grandes mordiscos, sentado en el coy, a la luz del candil.

Tenía mejor aspecto que por la tarde y, al concluir, sopló la llama, se arrebujó en la manta y se despidió hasta la mañana siguiente.

Salcedo madrugó. Lo primero que advirtió fue que la costa francesa había desaparecido de la amura y un viento terral desmelenado sacudía las velas frenéticamente.

Hacía frío. Salvo una alargada franja azul a poniente, los nimbos grises entoldaban el cielo. Media docena de marineros descalzos baldeaban con bruzas y lampazos la cubierta de estribor y, a intervalos, vaciaban los cubos de golpe y el agua burbujeaba en los imbornales antes de perderse en el mar.

Paseó por cubierta para estirar las piernas y, al cabo, pasó por las cocinas donde el marmitón de las tetillas rojas le facilitó una tisana para don Isidoro Tellería.

Lo encontró despierto, más entonado, pero se negó a levantarse.

Lo mismo le ocurrió a la hora del almuerzo -un caldo y dos manzanas- de lo que Salcedo dedujo que, así durase un mes la travesía, el sevillano permanecería tumbado en el coy sin moverse. Salcedo le acompañó un rato, sentado en el arcón, y casualmente descubrió el “Nuevo Testamento” de Pérez de Pineda, como libro de cabecera, junto al candil, a su lado.

Cipriano Salcedo dedicó la tarde a recorrer las dependencias del pequeño navío: el sollado de los remeros, vacío ahora, las sentinas de carga, la duneta, el puente, los pañoles, el castillo de mando… Apenas reposó la comida unos minutos. Había pasado mala noche y se sentía intranquilo y nervioso. Le asaltaban temores infundados que se incrementaban cuantas más vueltas les daba en la cabeza. Recelaba que Vicente, su criado, por ejemplo, no saliera a esperarle al muelle al día siguiente y él se encontrase solo, sin medio de transporte, en el amarradero, con un fardo de libros prohibidos en la mano. Después de cenar, se serenó contemplando la puesta de sol, aun resistiéndose a admitir que aquel astro brillante y húmedo que se acostaba en el mar fuese el mismo que Pedro Cazalla y él veían desaparecer tras los ardientes rastrojos desde los cerros de Pedrosa. Ya anochecido, se acodó en la popa, mirando distraído los dibujos de la estela dividiendo el mar, y no oyó llegar al capitán Berger. Lo vio alzarse, de repente, a su lado, las anchas manos en la baranda, inquiriendo con acento burlón:

– ¿Descansa nuestro amigo, el ínclito calvinista?

Cipriano Salcedo señaló con un dedo la tienda silenciosa. Luego se acodó de nuevo en el pasamanos e informó al capitán de sus motivos de preocupación. Le inquietaba la posibilidad de que su criado hubiera tergiversado sus instrucciones y no le aguardase en el puerto al día siguiente. Le inquietaba, asimismo, que, durante su ausencia, el Santo Oficio hubiese decretado nuevas normas para impedir la circulación de libros peligrosos. Ambos recelos, unidos, le producían una profunda desazón.

El capitán Berger no pareció dar a sus temores excesiva importancia. Los guardas y alguaciles del Santo Oficio vigilaban la carga de los barcos, destripaban los toneles o los fardos si les parecían sospechosos, pero no solían molestar a los viajeros. Al concluir le preguntó si traía muchos. Cipriano Salcedo levantó la cabeza hacia éclass="underline"

– ¿Libros? -inquirió.

– Libros, claro.

– Diecinueve -respondió Salcedo y, abriendo un hueco entre sus manos, precisó-: Un fardo pequeño… pero lo arriesgado es el contenido: Lutero, Melanchton, Erasmo, dos “Biblias” y una colección completa del “Pasional”.

– Algo impensado le vino de pronto a la cabeza y añadió con alguna precipitación-: ¿Sabía usted que la censura de Biblias impuesta en Valladolid hace tres años supuso la recogida de más de cien ediciones distintas del libro de libros, la mayor parte de autores protestantes?

Los dientes del capitán Berger brillaban en la oscuridad al sonreír:

– Los capitanes de barco somos expertos en ese tema. Los últimos veinte años los hemos vivido en perpetuo sobresalto. De una de las “Biblias” de las que usted habla introduje doscientos ejemplares por el puerto de Santoña el año 28 en dos toneles. No pasó nada. Entonces los toneles eran una cosa inocente. Hoy meter un libro en una cuba es como fabricar un explosivo.

– Y ¿en qué momento cambió la situación?

– En el año 30 diez grandes cubas con libros llegaron al puerto de Valencia en tres galeazas venecianas. Fueron interceptadas y el descubrimiento puso en guardia al Santo Oficio. Lo más acre de Lutero, todo lo escrito en Wartburg, en docenas de ejemplares, estaba allí. La Inquisición montó un verdadero auto de fe. Los capitanes de las galeazas fueron apresados y en la plaza de la ciudad ardieron cientos de libros en una pira gigantesca, entre el griterío y el entusiasmo del pueblo analfabeto. Al Santo Oficio siempre le atrajeron los grandes alijos para montar con ellos un espectáculo popular.

La noche queda, de luceros brillantes, invitaba a la confidencia.

Salcedo no se movió. Esperaba que el capitán Berger prosiguiera.

Estaba seguro de que lo haría y lo esperaba mirándole el entrecejo:

– Las quemas de libros han sido en España pasatiempos habituales -dijo al fin-. De la quema de Salamanca todavía se está hablando.

La ciudad más culta del mundo quemando los vehículos de la cultura; no deja de ser un contrasentido.

Dos años más tarde hubo otra quema aparatosa en San Sebastián…

Pero no vaya usted a pensar que España tuviera la exclusiva. Miles de ejemplares de “La libertad del cristiano”, traducido al español, fueron incinerados en Amberes con toda pompa y solemnidad.

Yo estuve allí, viví el acontecimiento.

Salcedo emitió una apagada sonrisa:

– La Inquisición -dijo- se muestra cada día más intolerante.

Ahora exige a los confesores que obliguen a los penitentes a denunciar a los que ocultan libros prohibidos. Y al que se niega no se le absuelve. Ni los obispos, ni el mismo Rey están exentos de esta medida.

El capitán Berger, que había estado recostado en la barandilla, dio media vuelta y se acodó en ella: