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– Mira, hijo. Si esperaran cuatro meses para perseguirnos seríamos tantos como ellos. Y si seis, podríamos hacer con ellos lo que ellos quieren hacer con nosotros.

A Cipriano le impresionó la respuesta del Doctor. ¿Pretendía insinuar que la mitad de la ciudad estaba contagiada por “la lepra”?

¿Quería decir que la gran masa de fieles que acudían a sus sermones comulgaban con la Reforma? Para Salcedo, los hermanos Cazalla y don Carlos de Seso eran tres autoridades indiscutibles, más lúcidos que el resto de los humanos.

En sus ratos de recogimiento agradecía a Nuestro Señor que los hubiera puesto en su camino. Su adoctrinamiento había cimentado su creencia, disipado los viejos escrúpulos: le había devuelto la serenidad. Ya no le angustiaban las dudas, la impaciencia por llevar a cabo buenas obras. No obstante, a veces, cuando agradecía a Dios el encuentro con personas tan virtuosas, atravesaba su cabeza como un relámpago la idea de si aquellas tres personas, tan distintas en el aspecto externo, no estarían unidas por el marco de la soberbia. Sacudía violentamente la cabeza para ahuyentar el pecaminoso pensamiento. El Maligno no descansaba, se lo había advertido el Doctor. Era necesario vivir con el espíritu alerta. Pero debía tratarse de aprensiones accidentales, pensaba, puesto que él acataba la voz de sus maestros, los veneraba. Su inteligencia estaba tan por encima de la suya que constituía un raro privilegio poder cogerse de su mano, cerrar los ojos y dejarse llevar.

Era enero, el día 29. El Doctor se levantó de la vieja silla y agitó con brío una campanita de plata que tomó de la escribanía.

Entró Juan Sánchez, el criado, tan escuchimizado como siempre, con su rostro apergaminado, amarillo de papel viejo:

– Juan -dijo el Doctor-, al señor ya le conoces: don Cipriano Salcedo. Asistirá al conventículo del viernes. Convoca a los demás para las once de la noche. La contraseña es “Torozos” y la respuesta “Libertad”. Como siempre, mucha discreción.

Juan Sánchez bajó la cabeza asintiendo:

– Lo que vuestra eminencia ordene -dijo.

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XII

Oculto en el trastero, Cipriano sintió la tos banal de su esposa en la habitación contigua, se sentó en la cama y esperó unos minutos.

Las criadas debían de haberse acostado también en el piso alto, porque no se oía el menor ruido.

Tampoco se movía Vicente en la habitación de los bajos, junto a las cuadras. Sentía el corazón oprimido cuando volvió a ponerse de pie. Respiró hondo. Había aceitado las bisagras para que las puertas no chirriasen. Bajó las escaleras con el candil en la mano, de puntillas, y en el zaguán lo apagó y lo depositó sobre el arca. Nunca había sido noctámbulo pero, más que la novedad, le excitaba esta noche el recuerdo de las palabras de Pedro Cazalla en Pedrosa: los conventículos para resultar eficaces han de ser clandestinos. El secretismo y la complicidad acompañaban a la reunión de esta noche, primer conciliábulo en el que Cipriano iba a participar. Secretismo y complicidad, pensó, eran una manera de traducir otras palabras más inflamables como miedo y misterio.

Nadie fuera de ellos debía conocer la existencia de estas reuniones puesto que, en caso contrario, el brazo ejecutor del Santo Oficio caería implacable sobre el grupo.

En el umbral de la puerta de la calle se santiguó. No sentía temor aunque sí alguna inquietud. La noche estaba fría pero calma. Notaba en los huesos un frío húmedo impropio de la meseta. El silencio le desconcertó, no oía otra cosa que el ruido de sus propias pisadas alertándole, las patadas de los caballos en el empedrado de las cuadras, el paso lejano de una patrulla… Avanzaba casi a tientas, aunque arriba, donde las casas se acercaban, se adivinaba una difusa claridad lechosa. En alguna ventana hacían tímidos guiños los vislumbres de una lámpara, tan recogidos que su resplandor no alcanzaba a la calle. Oyó, muy lejos, la voz de un borracho y la coz de una caballería contra una puerta de madera. Recorrió la calle de la Cuadra, nervioso y alterado, y abocó a la Estrecha. En esta vía, especialmente angosta, flanqueada por nobles palacios, la ansiedad de los caballos era más notoria. Pateaban el suelo y resoplaban en su sueño impaciente. Cipriano se embozó en el capuz. El recelo hacía más intenso el frío. En la encrucijada dobló a mano derecha. Allí se veía un poco más, veía blanquear vagamente las fachadas de las casas y, en particular, la negrura de los huecos. Caminaba casi por el centro de la calle, a la izquierda de la alcantarilla, y el imperceptible eco de sus pisadas contra los edificios le orientaba como a los murciélagos. Divisó de pronto la casa de madera que precedía a la de doña Leonor y se arrimó a las fachadas.

Los golpes de su corazón, bajo el capuz, eran ahora muy rudos. Cipriano vaciló. El Doctor le había advertido: no utilice vuesa merced la aldaba; produciría demasiado escándalo. Se aproximó a la puerta pero no llamó. Únicamente dijo “Juan” dos veces, a media voz.

Aunque sabía que Juan Sánchez era el encargado de recibir a los asistentes, no encontró respuesta.

Sacó la mano de bajo el capuz y dio dos golpes en la puerta con los nudillos. Antes de sonar el segundo oyó la voz rasposa de Juan Sánchez, a medio tono:

– Torozos -dijo.

– Libertad -respondió Cipriano Salcedo.

La puerta se abrió sin ruido, entró y Juan le dio las buenas noches. Juan hablaba en cuchicheos, y, sin levantar la voz, le preguntó si sabía el camino. Cipriano le invitó a quedarse en la puerta puesto que conocía la situación de la capilla, al fondo del angosto pasillo. Mientras caminaba por él, recordó de nuevo las misteriosas palabras de Pedro Cazalla:

secretismo y complicidad. Se estremeció.

Doña Leonor y el Doctor Cazalla ya estaban sentados en las sillas, sobre la tarima, tras de la mesa, cubierta con un tapete morado, encarados a los ocho grandes escañiles alineados abajo. El pequeño ventano del fondo tenía un almohadillado sobre la contraventana para impedir que las luces y las palabras trascendieran al exterior.

Cipriano saludó a los Cazalla con una inclinación de cabeza. Pedro estaba también allí, en el segundo banco, y le dirigió una mirada cómplice antes de sentarse. Una bujía sobre la mesa del Doctor y otra en un vano de la pared, junto al que Cipriano se había sentado, alumbraban tímidamente la estancia.

Entonces advirtió en el hombre que acompañaba a Pedro los rasgos inequívocos de la familia: sin duda era Juan Cazalla, otro hermano del Doctor, y, la mujer sentada a su lado, Juana Silva, su cuñada.

Distribuidos por los bancos, distinguió también a Beatriz Cazalla, don Carlos de Seso, doña Francisca de Zúñiga y al joyero Juan García. Preguntó a éste, que era el más próximo, con un hilo de voz, quiénes eran los ocupantes del cuarto banco, a la izquierda de la mesa presidencial. Se trataba del bachiller Herrezuelo, vecino de Toro, Catalina Ortega, hija del fiscal Hernando Díaz, fray Domingo de Rojas y su sobrino Luis. Antes de iniciarse el acto, entró en la capilla una mujer alta, cimbreña, de extraordinaria belleza, embutida en una galera ajustada al talle y un turbante en la parte alta de la cabeza, que levantó un ligero murmullo entre los convocados. El joyero Juan García se volvió a él y le confirmó: doña Ana Enríquez, hija de los marqueses de Alcañices. Minutos antes de aparecer doña Ana se había oído rodar un carruaje que no se detuvo hasta el siguiente cruce. Al parecer, doña Ana Enríquez temía la oscuridad pero, al propio tiempo, se mostraba prudente, no quería facilitar la localización del conventículo. Por último, cerrando la puerta tras sí, entró el servicial Juan Sánchez, con su gran cabeza y su piel arrugada, de papel viejo, que se sentó delante de Cipriano, en la esquina izquierda del primer escañil. Todos miraban expectantes al Doctor y a su madre, en lo alto del estrado, y, una vez que cesaron los cuchicheos, doña Leonor carraspeó y advirtió que se abría el acto con la lectura de un hermoso salmo que sus hermanos de Wittenberg cantaban a diario pero que ellos, por el momento, deberían conformarse con rezarlo. Doña Leonor hablaba con su voz lenta, bien modulada, potente pero reprimida. Cipriano miró a doña Ana, cuyo largo cuello emergía de la galera ornado con un collar de perlas, y la vio reclinar la cabeza y entrelazar devotamente los dedos de las manos.