Cipriano pretendía encontrar en las estrofas del salmo alusiones prohibidas:
Bendecid al Señor en todo momento, Su alabanza estará siempre en mi boca.
Mi alma se gloria en la alabanza del Señor, Que lo oigan los miserables y se alegren.
Al iniciar la segunda estrofa, doña Leonor, que seguramente había encontrado fría la primera, acentuó el énfasis, pero el Doctor la golpeó discretamente con el codo y ella bajó el tono:
Alabad conmigo al Señor.
Ensalcemos todos juntos su nombre; Porque busqué al Señor y me ha respondido, Me ha librado de todos los temores.
Ana Enríquez levantó la cabeza, carraspeó y sonrió dulcemente.
El Doctor se inclinó hacia su madre y cambió con ella una breve impresión. Doña Leonor seguía el orden del día y él se reservaba, como los divos, el final de la velada. El silencio era total en la sala cuando doña Leonor anticipó que el conventículo iba a versar sobre las reliquias y otras supersticiones y, para iniciarlo, leería alguno de los diálogos de Latancio y Arcidiano del libro de Alfonso de Valdés, “Diálogos de las cosas acaecidas en Roma”. El texto -dijo- mueve a la hilaridad pero les ruego lo celebren con un poco de discreción dados la hora y el lugar en que nos encontramos. Cipriano miró a Ana Enríquez, su cabeza erguido, el cuello blanco sobresaliendo de la galera granate, su mano derecha, muy cuidada, aferrada al respaldo del escañil delantero. Doña Leonor, antes de empezar la lectura, advirtió que no pocas de estas creencias ridículas circulaban aún por nuestras iglesias y conventos y se respetaban como artículos de fe. Abrió el libro por donde indicaba la cinta y leyó: “Latancio” y, tras una breve pausa, continuó:
Decís muy gran verdad, mas mirad que, no sin causa, Dios ha permitido esto, por los engaños que se hacen con estas reliquias que sacan dinero de los simples, porque hallaréis muchas reliquias que os las mostrarán en dos o tres lugares. Si vais a Dura, en Alemania, os mostrarán la cabeza de santa Ana, madre de Nuestra Señora. Y lo mismo os mostrarán en León, de Francia. Claro es que lo uno o lo otro es mentira si no quieren decir que Nuestra Señora tuvo dos madres o santa Ana dos cabezas. Y siendo mentira ¿no es gran mal que quieran engañar a la gente y quieran tener en veneración un cuerpo muerto que quizá es de algún ahorcado?
Cuál tendrían por mayor inconveniente: ¿que no se hallara el cuerpo de santa Ana o que por él se hiciese venerar el cuerpo de alguna mujer de por ahí?
Arcidiano
Mas querría que ni aquél ni otro ninguno pareciese, que no que me hicieran adorar un pecador en lugar de un santo.
Cipriano asentía a las palabras de doña Leonor, bajaba la cabeza afirmativamente ante la ingeniosa respuesta de Arcidiano.
La voz de doña Leonor proseguía:
Latancio
¿No querríais mejor que el cuerpo de santa Ana que, como dicen, está en Dura y en León, enterrasen en una sepultura y nunca se mostrara, que no que con el uno de ellos engañasen tanta gente?
Arcidiano
Sí, por cierto.
Latancio
Pues de esta manera hallaréis infinitas reliquias por el mundo y se perdería muy poco en que no las hubiese. Quisiera Dios que en ello se pusiera remedio.
El prepucio de Nuestro Señor yo lo he visto en Roma y en Burgos y también en Nuestra Señora de Auvernia (rumores de risas). Y la cabeza de sant Joan Baptista, en Roma y en Amiens, de Francia (cuchicheos y risas). Doce apóstoles habría si los quisierais contar, y, aunque no fueron más de doce, hallaríamos veinticuatro en diversos lugares del mundo. Los clavos de la cruz escribe Eusebio que fueron tres y el uno lo echó santa Elena en el mar Adriático para amansar la tempestad y el otro hizo fundir un almete para su hijo y del otro hizo un freno para su caballo…
Súbitamente se oyeron pasos y ruido de voces en la calle. Inmediatamente cesaron las risas reprimidas de los congregados, doña Leonor interrumpió la lectura y levantó la cabeza. Reinaba un gran silencio; el auditorio, pendiente de la mesa, no respiraba. El Doctor Cazalla alzó su mano blanca y delgada y ocultó la llama de la bujía. Cipriano hizo otro tanto con la del vano, a su lado. Las voces se aproximaban. Doña Leonor miraba a los presentes uno por uno como queriendo transmitirles seguridad. El grupo parecía haberse detenido ante la casa y, de pronto, sonó una voz potente: “Pensaban ir juntos”, dijo la voz. Cipriano no dudó que habían sido descubiertos, que alguien los había delatado.
Esperaba crispado el aldabonazo pero éste no se produjo. Se oyó, en cambio, otra palabra, “mercenarios”, al pie de la casa. Luego ruido de pasos y de conversaciones entrecruzadas otra vez. Los rostros de los reunidos habían empalidecido y el temor asomaba a sus ojos. Pero, poco a poco, a medida que los pasos y las voces empezaban a alejarse, iba volviéndoles el color, excepto al Doctor que mostraba una lividez transparente, vidriosa. El grupo seguía alejándose y, una vez que las voces se convirtieron en un rumor, el Doctor liberó la luz de la vela y doña Leonor, serena en todo momento, tomó el libro y dijo simplemente:
”continuamos”. Y reanudó la lectura:
… del otro hizo un freno para su caballo -repitió-; y ahora hay uno en Roma, y otro en Milán, y otro en Colonia, y otro en París, y otro en León, y otros infinitos (volvieron las risas más animadas). Pues del palo de la Cruz dígoos de verdad que si todo lo que dicen que hay della fuese cierto, bastaría para cargar de leña una carreta.
Dientes que mudaba Nuestro Señor cuando era niño pasan de quinientos los que hoy se muestran solamente en Francia.
Pues leche de Nuestra Señora, cabellos de la Magdalena, muelas de sant Cristóbal, no tienen cuento. Y más allá de la incertidumbre que en esto hay, es una vergüenza muy grande ver lo que en algunas partes dan a entender a la gente. El otro día, en un monasterio muy antiguo, me mostraron las tablas de las reliquias que tenían y vi entre otras cosas que decía:
Un pedazo del torrente de Cedrón. Pregunté si era del agua o de las piedras de aquel arroyo y dijéronme que no me burlara de las reliquias. Había otro capítulo que decía: De la tierra donde apareció el ángel a los pastores. Y no les osé preguntar qué entendían por aquello.
Si os quisiera decir otras cosas más ridículas e impías que suelen decir que tienen, como del ala del ángel sant Gabriel, de la sombra del bordón del señor Santiago, de las plumas del Espíritu Santo, del jubón de la Trinidad y otras infinitas cosas a éstas semejantes, sería para haceros morir de risa. Solamente os diré que pocos días ha que en una iglesia colegial me mostraron una costilla de sant Salvador. Si hubo otro Salvador, sino Jesucristo y si él dejó acá alguna costilla o no, véanlo ellos.
Arcidiano
Eso, como decís, a la verdad, es más de reír que de llorar.