Y seguidamente, sin ninguna precaución, se lanzó a censurar al clero católico alemán que, según él, comía y bebía a dos carrillos, mantenía en casa a sus concubinas y, lo que aún era peor, dijo, se ufanaba y hacía gala de todo ello.
Cipriano se exasperaba. Y su irritación iba en aumento a medida que la controversia se centraba en minucias sobre la vida religiosa en Centroeuropa. Miraba ora a Sotelo ora a Padilla, pero ninguno de ellos parecía dispuesto a intervenir en el debate y encauzarlo.
Llegó a pensar que ése debía ser el tono habitual de los conventículos en Aldea del Palo y se estremeció. Pero todavía don Juan de Acuña vociferaba que era público y notorio que una de las razones que movía a los alemanes a cerrar conventos era la vida licenciosa que se hacía en ellos y que, en este aspecto, la secta menos mala era la de Lutero.
Cipriano advertía que las palabras habían ido demasiado lejos y ya no era fácil reconducir el coloquio hacia otros derroteros. El jesuita más viejo trató de hacer ver a los asistentes, con voz que pretendía ser serena, que Lutero había muerto rabiando y había sido llevado a la sepultura por los mismísimos demonios. Don Juan de Acuña, arrebatado de ira, respondió que cómo lo sabía y, cuando el jesuita replicó que lo había leído en un libro impreso en Alemania, don Juan aclaró, con ironía, que Alemania era un país libre y por tanto podían publicarse en él cosas que eran ciertas y cosas que no lo eran tanto, ya que, según sus propios informes, la muerte del reformador había sido edificante. El jesuita más joven se refirió entonces al matrimonio de Lutero, al enlace libre con una monja exclaustrada, acto sacrílego, dijo, puesto que ambos habían hecho votos de castidad, afirmación que Acuña rebatió haciendo ver que la prohibición de casarse los clérigos era de derecho positivo, es decir decisión de un Concilio y, por tanto, otro Concilio podía autorizarlo como había hecho la Iglesia griega. La discusión se agriaba y los temas se enlazaban unos a otros sin que los polemistas lo advirtieran.
Acuña aludió a la falibilidad del Papa, demostrada en el intento de Paulo IV de declarar cismático al Emperador y, en ese momento, Cipriano Salcedo, consciente de que Acuña había disparado directamente al corazón de la orden de Ignacio de Loyola, se puso de pie en el escañil y, alzando su voz sobre las de los demás, rogó a los polemistas que cambiaran de tema y tono, que al resto de los asistentes les desagradaba el fondo y la forma de desarrollarse el debate puesto que ellos habían acudido allí a escuchar una lección de doctrina y no a soportar un lamentable intercambio de improperios. Sonaron unos tímidos aplausos, mas, ante el asombro de la concurrencia, don Juan de Acuña, consciente tal vez de sus excesos, escandalizado de su proceder, se incorporó de pronto, retiró el escañil donde se sentaba, se acercó a los dos jesuitas y les pidió disculpas. Pero su cambio de actitud no acabó ahí sino que explicó además que tenía un hermano en la Compañía y solía ejercitarse con él en estos duelos verbales, pero que en modo alguno alimentaba ideas heréticas, ni creía en lo que había sostenido, sino que todo había comenzado al permitirse una broma inocente con la novicia Antonia del Águila con la que tenía confianza y por la que sentía un antiguo afecto. La novicia asentía con la cabeza y sonreía y los jesuitas, por no ser menos en aquel imprevisto pugilato de buenas maneras, se pusieron en pie, aceptaron sus explicaciones y elogiaron la labor de su hermano en la Compañía de Jesús, “un gran teólogo”, dijeron a dúo y, con la esperanza de que don Juan no repitiese en público su actuación de esta mañana, dieron por zanjado el incidente.
Cipriano Salcedo desistió de terminar su gira. Deprimido por las escenas que había presenciado y preocupado por la enfermedad de “Relámpago”, cuyos desfallecimientos volvieron a producirse al subir una pequeña colina, regresó a Valladolid dejando para mejor ocasión sus visitas a Toro y Pedrosa. Le corría prisa informar al Doctor del resultado de su viaje. Cristóbal de Padilla, al fin y al cabo un criado, no podía a su juicio actuar por propia iniciativa, ni ellos admitir su alianza explosiva con Pedro Sotelo. Los sucesos de Aldea del Palo constituían una seria advertencia. Sin la discreción de los jesuitas, la Inquisición estaría a estas horas tras sus pasos. Habían corrido, pues, un riesgo innecesario. Por otra parte el Doctor debería conectar con don Juan de Acuña sin demora y frenar su boca caliente que dejaba a la organización a la intemperie. Su imprudente verbo en Aldea del Palo justificaba sobradamente la intervención del Santo Oficio.
Otros muchos, más discretos y mesurados que él, esperaban juicio en las cárceles secretas. Don Pedro Sotelo, demasiado ingenuo, debería terminar sin más con esas reuniones insensatas. Los miembros de la Compañía de Jesús se movían por el mundo de dos en dos, y los mandos de la orden solían compensar la intransigencia de uno con la tolerancia del compañero. La actitud de la pareja en Aldea del Palo había sido, no obstante, extrañamente unánime y comprensiva dado que la Compañía, con su carácter militar, había sido fundada precisamente para defender el catolicismo. Había que contar también, como factor favorable, con la militancia del hermano de don Juan en la orden. Sin esa circunstancia era más que probable que la pareja de jesuitas no se hubiera mostrado tan condescendiente. La misma violencia con que se produjo Acuña, unida a su juventud y al historial de su hermano, indujeron a la pareja a no tomar demasiado en serio sus palabras y, finalmente, aceptar sus explicaciones. En todo caso, la escena había sido tan imprudente que Salcedo, tan pronto se disolvió la reunión, montó su caballo y, desdeñando la invitación de Pedro Sotelo para almorzar juntos, siguió a Valladolid sin despedirse de Acuña ni de Cristóbal de Padilla. Las descarnadas frases cruzadas en el coloquio le quemaban el estómago. No veía el momento de poder departir con el Doctor y, al divisar el castillo de Simancas desde lo alto de un cerro, suspiró con alivio. Pero, en ese mismo momento, el caballo tropezó o, debido a su misma flaqueza, flexionó inesperadamente sus remos delanteros, dobló las patas traseras y quedó allí, tendido entre los tomillos, los ojos tristes, el belfo lleno de babas, resollando. Cipriano Salcedo se apeó alarmado y propinó a “Relámpago” unas palmadas amistosas en el lomo. Sudaba y jadeaba, miraba con indiferencia, no reaccionaba. Unos ásperos ruidos guturales salían ahora de su boca con la baba. Cipriano se sentó a su lado, junto a una aulaga, a esperar que se repusiera. Tenía la impresión de que el caballo estaba muy enfermo. Pensó en “Valiente”, tendido y ensangrentado entre las cepas en Cigales, según el relato del tío Ignacio. “Relámpago” inclinó la cabeza y emitió una serie de relinchos largos y apagados.