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– Tengo entendido -dijo- que cada vez que la Inquisición condena a un hombre por causa de un libro, este libro queda en entredicho. Y no me refiero solamente a obras anticristianas. El “Catálogo de Lovaina”, por ejemplo, prohibió hace seis años la “Biblia” y el “Nuevo Testamento” traducidos al castellano. Es cosa sabida que el pueblo español está condenado a desconocer el libro de libros.

Cipriano Salcedo miró de reojo al capitán antes de hacer esta observación:

– La afición a la lectura ha llegado a ser tan sospechosa que el analfabetismo se hace deseable y honroso. Siendo analfabeto es fácil demostrar que uno está incontaminado y pertenece a la envidiable casta de los cristianos viejos.

Se abrió un alto silencio entre los dos hombres que hizo perceptible el leve murmullo de la estela bajo las estrellas. Para el capitán Berger no pasó inadvertido el ademán de Cipriano Salcedo de aproximar el reloj a los ojos:

– Es tarde -anticipó.

– Son casi las dos, capitán -dijo Salcedo-. Una hora muy oportuna para retirarse a descansar.

El nuevo día amaneció con calima. Desde su tienda Salcedo divisó a Isidoro Tellería en cubierta fumando una pipa. Se había quitado el luto. Calzaba unos borceguíes de badana hasta media pierna y, sobre la camisa fruncida y el jubón, vestía una ropilla de paño fuerte. Incomprensiblemente, parecía más alto y delgado que vestido de negro, tal vez a causa de las calzas, muy ajustadas, o a que realmente había adelgazado por mor de la sobria dieta mantenida a bordo durante la travesía. Salcedo se aproximó a él y le saludó. Había dormido bien -le dijo. Los trastornos habían desaparecido, se encontraba recuperado. Él no abandonaría la galeaza en Laredo sino que continuaría viaje hasta Sevilla.

La bruma iba levantando y la costa, de nuevo visible y ahora muy próxima, cobraba animación y relieve bajo un sol desfallecido. En las leves ondulaciones del terreno se alzaban pequeños caseríos diseminados, ceñidos por bosques de hayas y fresnos, y vacas y yeguas pastando en los prados colindantes.

La línea del mar se detenía en los acantilados y, poco más allá, en la vasta playa dorada, sobre la cual se extendía el pueblo con las chimeneas de sus casas humeantes.

El “Hamburg” viró en redondo a babor y su proa hendió las aguas de la bahía con el malecón al fondo.

Una tropilla de marineros abatían las velas desde las jarcias y el barco se deslizaba suavemente sobre la superficie para detenerse, minutos después, en la bocana, junto al espigón. Isidoro Tellería y Cipriano Salcedo se habían aproximado al puente, bajo el cual impartía órdenes el capitán. De pronto, sonó la campana del portalón, la nave se detuvo y un marinero descolgó una escala por la borda, por la que ascendió el práctico que se hizo cargo del timón. Los costados del velero se habían erizado de remos que bogaron rítmicamente tan pronto el capitán Berger dio la orden por el tubo acústico. El “Hamburg” avanzó hasta el ostial lentamente. El capitán se aproximó a Salcedo y le señaló un hueco en los muelles del fondo, a lo largo de los cuales se extendían los almacenes de lana:

– Ahí tiene vuesa merced nuestro atracadero -dijo.

La nave se deslizaba sobre la superficie del agua y, poco más allá, viró de nuevo a babor, colocándose paralela al muelle. El capitán Berger oteaba los alrededores con el anteojo, dos charrúas empujaban la nave contra el atracadero mientras cuatro marineros arrojaban por el costado las defensas al tiempo que desaparecían los remos de babor. En tanto amarraban la nave al bolardo, el capitán dejó de mirar y sonrió a Salcedo entregándole el anteojo:

– No parece que haya moros en la costa -dijo.

Salcedo enfocó el anteojo a la dársena y fue recogiendo la mirada hacia los diques: los veleros desmantelados, el pueblo, una reata de mulas por el camino de la playa.

Al abocar al bosquecillo de hayas, su ojo retornó poco a poco por la línea de galeazas atracadas, el muelle, los almacenes y, súbitamente, lo descubrió: un hombrecillo desmedrado ante la puerta número 2, vestido con un humilde sayo de cordilla y calzado de cuerda, que miraba sin pestañear el navío recién atracado. Sostenía dos caballos por las bridas y, detrás, atada a una argolla del almacén, una mula pateaba el empedrado con impaciencia.

Salcedo le señaló con un dedo:

– Ahí está -dijo sin cesar de mirar al capitán-. Ese muchacho de los caballos que está a la puerta del almacén es Vicente, mi criado.

¿Podrá subir a bordo a hacerse cargo del equipaje?

Libro I Los primeros años

I

Asentada entre los ríos Pisuerga y Esgueva, la Valladolid del segundo tercio del siglo XVI era una villa de veintiocho mil habitantes, ciudad de servicios a la que la Real Chancillería y la nobleza, siempre atenta a los coqueteos de la Corte, le prestaban un evidente relieve social. Con el Duero, Pisuerga y Esgueva, antes de desmembrarse éste en los tres brazos urbanos, daban acogida, por un lado, a las casas de placer de la aristocracia, mientras facilitaban, por otro, una suerte de muralla natural a los periódicos asedios de la peste. El recinto propiamente urbano estaba circuido por huertas y frutales (almendros, manzanos, acerolos) y éstos, a su vez, por un círculo más amplio de viñas, que se extendían en ringleras por los cerros y el llano, hasta el extremo de que las calles de cepas, revestidas de hojas y pámpanos en el estío, cerraban el horizonte visible desde el Cerro de San Cristóbal a la Cuesta de La Maruquesa. En la margen izquierda del Duero, avanzando hacia el oeste, detonaban los nuevos pinares, en tanto, más allá de las grises colinas, en dirección norte, una ancha franja de cereal enlazaba el valle con el Páramo, una gran extensión de pastos y encinas habitada por los pastores de ganado lanar. Semejante disposición facilitaba el abastecimiento de la villa, tierra preferentemente de pan y vino, con un tinto flaco en los majuelos más próximos, alegres tintillos en la zona de Cigales y Fuensaldaña y los extraordinarios blancos de Rueda, Serrada y La Seca. Según normas de la Cofradía Los Herederos del Vino, monopolizadora de esta bebida, en Valladolid no podían ser vendidos mostos ajenos en tanto no hubieran sido consumidos los propios. Una ramita verde a la puerta de una taberna anunciaba cuba nueva y, en tales casos, los criados de casa grande, las criadas de casa media y los vallisoletanos más pobres en persona, formaban largas colas a la puerta del establecimiento, para decidir sobre la calidad del nuevo caldo. Amigo del zumo de cepas, el vallisoletano del siglo XVI, hombre de paladar sensible, distinguía el vino bueno del malo, aunque gustara de ambos, de tal modo que la cifra de consumo por habitante y año ascendía a los doscientos diez cuartillos, guarismo que, descontando a las mujeres, no bebedoras en general, los niños, los abstemios y los pobres, expresaba una cantidad per cápita de mucho respeto.

Encajonada entre los dos ríos, la villa, de pequeñas dimensiones (donde, al decir de las gentes de la época, cuando el pan encarecía había hambre en España), componía un rectángulo con varias puertas de acceso: la del Puente Mayor al norte, la del Campo al sur, la de Tudela al este y la de La Rinconada al oeste. Y salvo el cogollo urbano, empedrado y gris, con una reguera de alcantarillado exterior en el centro de las rúas, la villa resultaba polvorienta y árida en verano, fría y cenagosa en invierno y sucia y hedionda en todas las estaciones. Eso sí, allí donde la nariz se arrugaba, la vista se recreaba ante monumentos como San Gregorio, la Antigua y Santa Cruz o los recios conventos de San Pablo y San Benito. Calles estrechas, con soportales a los costados y casas de dos o tres pisos, sin balcones, con comercios o tallercitos gremiales en los bajos, Valladolid ofrecía en esta época, con su vivo tráfago de carruajes, caballos y acémilas, un aspecto casi floreciente, de manifiesta prosperidad.